10 de marzo de 2006

Los libros y los amigos

Si hay un axioma, es éste: cada vez que uno publica un libro, pierde amigos.
Por algún motivo uno cree, cuando empieza su carrera, que una publicación va a poner contenta a la gente que lo quiere, y casi siempre es así, pero hay algunos que se ponen raros y de repente, zaz, hay uno o varios enemigos nuevos entre los que antes eran más cercanos.
La sabiduría popular dice que no, que así se entera uno de quiénes son realmente amigos y quiénes no, pero me da la impresión de que no es cierto. Creo que lo son hasta que aparece un libro en particular, y en ese momento hay algo que se rompe y les provoca algún problema, como si se tratara de una ofensa personal. Y uno es el ofensor. Quizá involuntario, pero ofensor con todos los agravantes, y la respuesta del ofendido es desmesurada y --para uno-- triste.
Con el paso de los años --y de los libros-- uno empieza a acostumbrarse y ya sólo se pregunta: "¿Quién será esta vez?" La liebre brinca donde menos se espera, y siempre brinca.
Cuando se publicó mi primera novela, Historia del traidor de Nunca Jamás, en 1985, tenía un montón de amigos salvadoreños en México, cerca de 25. Me quedaron tres o cuatro. Por supuesto que todo el lío se dio en forma de chismes, porque así es como se expresa o como empieza, según lo mal que le vaya a ir a uno. Mi favorito es aquél de que mi padre escribió la novela, pero no quería publicarla con su nombre, así que hizo que yo le pusiera el mío y arregló un concurso para que se publicara con bombo y platillo. Más o menos lo mismo que pasó hace unas semanas con Tiempos de locura: básicamente, la tesis es que mi padre lo escribió post-mortem, porque yo me había basado en sus archivos.
Con mi segundo libro, Algunas de las muertes, un poemario, no me fue tan mal, quizá porque no era un muy buen libro y porque pocos lo conocieron. El más doloroso fue Los años marchitos, que llegó junto con un premio latinoamericano y junto con la versión francesa de Historia del traidor. Mi compadre, hasta ese momento mi hermano, reventó y desde entonces se dedicó a sabotear cuanta cosa hiciera. A él le debo haber perdido un trabajo y haber tenido que renunciar a otro, por decir lo menos. Él, que prometía ser un magnífico poeta, no ha publicado cosas buenas hasta ahora. Una pena, porque en serio que tenía con qué, quizá mucho más de lo que yo tengo y pudiera tener alguna vez.
Y así sucesivamente.
Con Tiempos de locura sólo hubo un par de bajas, pero hay una persona que se ha dedicado a hablar mal de mí y del libro y de todo lo que me rodea con quien considere que tiene ganas de oírlo. Claro que me llegan los “reportes” de la gente con la que habla, porque es parte del encanto de esas cosas, y claro que he aprendido a no hacer nada además de sonreír de medio lado y soltar alguna frase disolvente pero de corto alcance. El tipo también tiene con qué, y por eso me resulta patético… aunque también divertido. Quizá más divertido que patético. O no sé; cuando ambas cosas se juntan, la sensación es de lo más extraña, y no sé si me termine de gustar.
El nuevo enemigo y antiguo camarada se inventó un mecanismo pueril, pero interesante: primero manda un anónimo --no hay modo de no reconocer su estilo: un texto es como una huella digital, que Pessoa me perdone--, y luego se dedica a comentarlo, alarmado, con la gente a la que se lo envió, y se pone a ahondar en el tema y ya se sabrá. Lo triste es que la mayor parte de esas personas ya estaban enteradas de que él era el autor del anónimo, y que lo oían (y siguen oyendo) con más morbo que simpatía.
Algo que he notado en los “enemigos súbitos por causa de libro publicado” es que gastan muchísima energía en autopromoción, en hablar mal de los demás, y muy poca en el trabajo. Generalmente son muy talentosos, y generalmente tienen obra, pero es limitada en sus alcances y su cantidad, precisamente porque trabajan menos de lo que deberían y hablan de sí mismos más de lo que les conviene. Vaya: arman un pequeño “banco de obra” --a veces con publicaciones, las más de las veces con autopublicaciones-- y con eso en la mano consiguen trabajos aquí y allá, proyectos, status y qué sé yo, y está bien. El problema es que no se profesionalizan. Son magníficos asistentes, pero malos para manejar un proyecto o escribir un libro de verdad. Y ellos lo que quieren es manejar proyectos o escribir los libros que no pueden escribir porque no se preparan para eso, sino para… No sé para qué, la verdad. Supongo que su objetivo no es hacer las cosas bien, sino ser “reconocidos”, aceptados, queridos. Y uno no escribe para eso, diga lo que diga García Márquez, sino porque no le queda de otra.
Si uno se autoedita, los mismos que echan pestes de uno serán buenos amigos, o al menos cómplices asiduos. No hay peligro cuando uno mismo decide que es escritor y se paga sus propias ediciones. Diría que lo que les importa es un sello y un ISBN, pero igual se inventan sellos e igual registran su propio ISBN para su único libro.
No quiero ser injusto: también se ganan amigos cuando uno publica algo, y casi siempre son amigos generosos y leales, y uno agradece que estén allí. Y hay gente a la que uno veía con cierta lejanía que demuestra que en realidad uno se había perdido algo por no acercarse un poco más. Y hay gente que, a lo largo de muchos años, ha estado allí en las buenas --porque en una amistad no hay malas-- y es la que lo ayuda a uno a que siga por un camino que quién sabe hasta dónde lleve, pero vale la pena caminarlo.

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Nota bene: Por su primer libro, La era del llanto, acusaron a Krisma de varias cosas. Primero, de que yo le había escrito el libro una mala variante de que mi padre me había escrito los míos, vivo o post-mortem. Obviamente la mediocridad no sabe de argumentos originales, y no es necesario que los acusadores de diversos lugares y tiempos se pongan de acuerdo; ya están de acuerdo de antemano. Y, no, no le escribí nada: no tengo la capacidad para escribir poesía como lo hace Krisma. Talentos aparte –y a ella le sobran--, no le he dedicado la cantidad de trabajo suficiente al género para entender muchas de las cosas que para ella son obvias.
Segundo, que yo había presionado para que se publicara el poemario. Y tampoco. El libro pasó por un consejo editorial, sin nombre ni apellido en la tapa, como debe ser.
El otro fue más bonito: que yo había movido mis contactos en Barcelona para que le dieran el premio por Viaje al imperio de las ventanas cerradas. Y la verdad es que no tengo ningún contacto en Barcelona; ni siquiera he publicado en España más que un cuento en una antología.
Quizá si la leyeran se enterarían de que es buena, pero el asunto no es ése, sino destruir una reputación para invalidar una obra, como en su momento hicieron con el maestro Álvaro Menen Desleal, quien sigue siendo el único clásico vivo de El Salvador, con todo y que murió hace seis años.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Me asusta tu hipótesis, sobre todo por que la sustentas con ejemplos.

Uno nunca sabe debajo de cual piedra saldrá el punche salvadoreño, el que nunca falta, el que siempre sobra (parafraseando a Miguelito el de Mafalda).

ánimo.

Rafael Menjivar Ochoa dijo...

No es una hipótesis: es una ley de la vida, me parece. Y hay muchos más ejemplos, nomás que resultan más curiosos que dolorosas. De dolerme, me han dolido dos o tres, y ninguno de los de últimamente.
De los punches al menos se puede hacer sopa, ¿no? Si haces sopa de esa gente, seguro sabe mal.
Saludos.