Like a Prayer
Madonna nunca me gustó demasiado (excepto en Dick Tracy, con música y todo). Pero cuando salió "Like a Prayer" se convirtió en una de mis canciones favoritas durante un rato.
No quería comprar el acetato o el cassette, porque me parecía demasiado para una sola canción, y por esos entonces no había mp3, opciones baratas ni piraterías pertinentes, así que me conformaba con oírla cada vez que la pescaba en la radio (casi no oigo radio) o cuando ponían los videos en la tele, por cierto sensacionales.
A los meses de que salió la canción entró la amiga de un gran amigo a trabajar como editora en un nuevo proyecto en una de las editoriales para la que escribía guiones. Era una revista para jovencitas, la amiga de mi amigo no había hecho de eso y él me pidió que le echara la mano con unos artículos. Así que allí estuve un rato, escribiendo algunas cosas de cultura general para adolescentes y hasta consejos amorosos o de belleza, amparado por un pseudónimo femenino que uso en casos de emergencia. Bien frívolo y bien divertido.
A los meses la editora cambió de lugar (su fuerte es el periodismo político y no sabía qué hacer con tantos consejos amorosos) y el proyecto pasó a manos de otra editora. Pagaban muy bien por las notas, pero no me iba mal con las historietas y cambiar a una editora para quien el acné y los ídolos adolescentes fueran realmente importantes no me llamaba la atención; hay límites para todo. Decidí que una semana de ésas bajaría al segundo piso (mi trabajo estaba en el quinto) y me dediqué a lo mío, o sea las revistas de vaqueros, karatecas, boxeadores y similares.
Uno de los guionistas, ya cuarentón pero siempre vestido como adolescente (adolescente de los años sesenta, hay que aclarar, y no de los más elegantes), llegó a hablarme maravillas de la nueva editora. Veintialgo de años, muy profesional, vestida para matar, muy yupì ella. Además a la chava le gustaban las discotecas caras, vivía en no sé qué edificio impagable de Reforma o la Zona Rosa, manejaba una marca de coche que daba angustia y conocía no sé qué porción significativa del mundo. Decidí que no seguiría escribiendo para la revista; hay mucha gente a la que considero compatible, pero sé cuál no me considera compatible a mí.
Mi amigo, con sus botas vaqueras y su ropa de mezclilla absolutamente desteñida, además de colguijos de metal por todas partes, me dijo que estaba saliendo con ella y que quería que la conociera, y de paso a ver si me seguía pidiendo notas. Más por curiosidad que con ganas de seguir en lo de las mascarillas de aguacate, bajé al segundo piso (en elevador, lo juro) y me metí junto con él en la oficina de la editora.
Era una mujer guapa, delgada, alta, con ropa en efecto carísima y ni una hebra fuera de lugar. Igualita a la de las películas en la que la yupi mala trata de serrucharle el piso, mediante los métodos más inescrupulosos, a la yupi buena. Ella era la yupi mala.
Tres cosas me llamaron la atención: la piel muy blanca, con pecas sabiamente distribuidas; la nariz perfecta, más perfecta que si se la hubieran reconstruido, y la mirada de una intensidad tal que podía destapar botellas. Esa mirada la usó conmigo (y supongo que con otras personas) cada vez que nos encontramos; a mi amigo no lo miró a los ojos en las ocasiones en que los vi juntos.
Me habló de la línea de la revista, del tipo de artículos y de cómo yo escribía bien, pero me faltaba ser más... uh... femenino; era imposible que pudiera hacerlo mejor que una muchacha de veinte años que supiera del tema. Estuve de acuerdo. Además, me dijo, usaba un estilo demasiado culterano (juro que no era así; sé dónde escribo qué, y de mercenario soy muy eficiente), pero ya veríamos qué se podía hacer.
Ya sin tema de qué hablar, un pequeño radio que tenía por allí comenzó a pasar "Like a Prayer". Le dije que esa canción me encantaba. ¿Ah, sí? ¿Me gustaba Madonna? ¿Cuáles eran mis piezas favoritas? Sólo ésa, le dije, y le dije también que no pensaba comprar el disco. Yo te lo regalo, me dijo. Mañana sin falta lo traigo. Le di las gracias y aproveché para despedirme, sabiendo que no lo llevaría.
Pero lo llevó. Al día siguiente. Puntual. Me dejó dicho con una recepcionista que pasara a su oficina. Fui. Me dio el disco y volvió a verme como el día anterior. No hubo modo de salir rápido (me imagino que era poco delegante decirle "Ya tengo el disco, ya me voy"), y mi amigo llegó cuando yo todavía estaba allí. Celos totales. Me evadió durante varias semanas. (Él.)
Al llegar a casa puse el disco en el tornamesa (fea palabra; tampoco turntable me gusta) y... el disco estaba rayado. Muy rayado. Imposible oírlo.
Corrijo: era imposible oír "Like a Prayer". El resto estaba nuevecito, todavía con rastros de grasa. La única canción rayada era "Like a Prayer", desde el inicio de la canción hasta exactamente el surco que la dividía con la siguiente canción. Lo examiné y me di cuenta de que sólo lo podían haber rayado a propósito, con una punta gruesa. La raya era demasiado profunda y regular para tratarse de un accidente. Y supe que ella la había hecho, y que la había hecho con el propósito de darme el disco así. No sé para qué, y tampoco tenía ganas de averiguarlo.
Ah: el disco olía a perfume. No lo reconocí; es una de las tantas cosas para las que no tengo gusto ni cultura.
Cuando tuve que ir otra vez a EJEA, un par de días más tarde, me mandó llamar. Me preguntó, con la mirada de siempre, si había oído el disco. Le dije que sí, y que mil gracias, que era excelente, que incluso me habían gustado otras canciones de Madonna, pero que la que no dejaba de oír era "Like a Prayer". Era falso, pero el estilo es el estilo y bien vale un par de mentiras. Dijo que se alegraba, que ella tenía el disco repetido y que le pareció buena idea dármelo. Y en ese preciso instante tuve que ir a reunirme con no sé qué director de revista.
Mi amigo, que antes se la pasaba en el quinto piso, ahora se la pasaba en el segundo, y a veces extrañaba sus pláticas sobre discos. Y seguía evadiéndome. No vi a la chava en dos o tres semanas, hasta que un día me llamó y me dijo que quería unas notas para un proyecto nuevo, que llegara a la mañana siguiente a tal hora.
Llegué y la encontré con lentes oscuros, temblorosa, nerviosísima, con la nariz roja y agarrando y dejando cosas de y en las gavetas de su escritorio. Decía lo que fuera, llamaba a su asistente, le daba una orden, la llamaba por teléfono para decirle lo contrario. Un show de unos veinte minutos, y yo allí enfrente, viendo los materiales de la revista. Su radio sonaba a volumen bajísimo, pero parecía que para ella eran como tamborazos en los tímpanos. Me dijo que estaba desvelada y mal, que platicáramos otro día.
En los meses siguientes me la encontré algunas veces en el elevador. A veces iba con lentes oscuros, a veces sin ellos, pero con ojeras, y una sonrisa tan verdadera como un billete de tres cincuenta. La veía y veía el surco dañado de "Like a Prayer", y prefería alejarme.
Poco a poco mi amigo volvió a acercarse y a hablarme maravillas de ella. Por ejemplo, cómo dos noches antes los había agarrado la policía por ir en sentido contrario, a toda velocidad, en una calle que desembocaba a Reforma. Ella manejaba. O cómo estrellaron el coche contra no sé qué estatua. Ella manejaba también, y al día siguiente tenía carro nuevo. O cómo, en la disco, se metía cualquier cantidad de sustancias por la nariz, o tomaba no sé qué combinación de pastillas, más unos tragos que más que exóticos sonaban a cosa peligrosa. Sin contar con las fiestas en su departamento, cuyas descripciones he preferido olvidar.
La revista no duró mucho; creo que ella duró menos. Mi amigo, feliz. No porque él provocara esos incidentes, ni mucho menos, sino porque le gustaba "el mundo de los jóvenes". No sé si así sería el mundo de "esos" jóvenes; nunca fui lo suficientemente joven, debo confesarlo. En una de ésas él se asustó o se hartó y dejó de verla, o yo entré en una depresión clínica provocada por mis propios asuntos, así que no supe en qué terminó. Terminé viviendo casi un año en Acapulco, tratando de curarme.
Hace un par de días volví a oír "Like a Prayer". Esperaba que en cualquier momento sonara un rayón y la aguja brincara violentamente a cualquier parte del disco, como algún día de 1991, pero no. La tecnología digital es una maravilla.
No quería comprar el acetato o el cassette, porque me parecía demasiado para una sola canción, y por esos entonces no había mp3, opciones baratas ni piraterías pertinentes, así que me conformaba con oírla cada vez que la pescaba en la radio (casi no oigo radio) o cuando ponían los videos en la tele, por cierto sensacionales.
A los meses de que salió la canción entró la amiga de un gran amigo a trabajar como editora en un nuevo proyecto en una de las editoriales para la que escribía guiones. Era una revista para jovencitas, la amiga de mi amigo no había hecho de eso y él me pidió que le echara la mano con unos artículos. Así que allí estuve un rato, escribiendo algunas cosas de cultura general para adolescentes y hasta consejos amorosos o de belleza, amparado por un pseudónimo femenino que uso en casos de emergencia. Bien frívolo y bien divertido.
A los meses la editora cambió de lugar (su fuerte es el periodismo político y no sabía qué hacer con tantos consejos amorosos) y el proyecto pasó a manos de otra editora. Pagaban muy bien por las notas, pero no me iba mal con las historietas y cambiar a una editora para quien el acné y los ídolos adolescentes fueran realmente importantes no me llamaba la atención; hay límites para todo. Decidí que una semana de ésas bajaría al segundo piso (mi trabajo estaba en el quinto) y me dediqué a lo mío, o sea las revistas de vaqueros, karatecas, boxeadores y similares.
Uno de los guionistas, ya cuarentón pero siempre vestido como adolescente (adolescente de los años sesenta, hay que aclarar, y no de los más elegantes), llegó a hablarme maravillas de la nueva editora. Veintialgo de años, muy profesional, vestida para matar, muy yupì ella. Además a la chava le gustaban las discotecas caras, vivía en no sé qué edificio impagable de Reforma o la Zona Rosa, manejaba una marca de coche que daba angustia y conocía no sé qué porción significativa del mundo. Decidí que no seguiría escribiendo para la revista; hay mucha gente a la que considero compatible, pero sé cuál no me considera compatible a mí.
Mi amigo, con sus botas vaqueras y su ropa de mezclilla absolutamente desteñida, además de colguijos de metal por todas partes, me dijo que estaba saliendo con ella y que quería que la conociera, y de paso a ver si me seguía pidiendo notas. Más por curiosidad que con ganas de seguir en lo de las mascarillas de aguacate, bajé al segundo piso (en elevador, lo juro) y me metí junto con él en la oficina de la editora.
Era una mujer guapa, delgada, alta, con ropa en efecto carísima y ni una hebra fuera de lugar. Igualita a la de las películas en la que la yupi mala trata de serrucharle el piso, mediante los métodos más inescrupulosos, a la yupi buena. Ella era la yupi mala.
Tres cosas me llamaron la atención: la piel muy blanca, con pecas sabiamente distribuidas; la nariz perfecta, más perfecta que si se la hubieran reconstruido, y la mirada de una intensidad tal que podía destapar botellas. Esa mirada la usó conmigo (y supongo que con otras personas) cada vez que nos encontramos; a mi amigo no lo miró a los ojos en las ocasiones en que los vi juntos.
Me habló de la línea de la revista, del tipo de artículos y de cómo yo escribía bien, pero me faltaba ser más... uh... femenino; era imposible que pudiera hacerlo mejor que una muchacha de veinte años que supiera del tema. Estuve de acuerdo. Además, me dijo, usaba un estilo demasiado culterano (juro que no era así; sé dónde escribo qué, y de mercenario soy muy eficiente), pero ya veríamos qué se podía hacer.
Ya sin tema de qué hablar, un pequeño radio que tenía por allí comenzó a pasar "Like a Prayer". Le dije que esa canción me encantaba. ¿Ah, sí? ¿Me gustaba Madonna? ¿Cuáles eran mis piezas favoritas? Sólo ésa, le dije, y le dije también que no pensaba comprar el disco. Yo te lo regalo, me dijo. Mañana sin falta lo traigo. Le di las gracias y aproveché para despedirme, sabiendo que no lo llevaría.
Pero lo llevó. Al día siguiente. Puntual. Me dejó dicho con una recepcionista que pasara a su oficina. Fui. Me dio el disco y volvió a verme como el día anterior. No hubo modo de salir rápido (me imagino que era poco delegante decirle "Ya tengo el disco, ya me voy"), y mi amigo llegó cuando yo todavía estaba allí. Celos totales. Me evadió durante varias semanas. (Él.)
Al llegar a casa puse el disco en el tornamesa (fea palabra; tampoco turntable me gusta) y... el disco estaba rayado. Muy rayado. Imposible oírlo.
Corrijo: era imposible oír "Like a Prayer". El resto estaba nuevecito, todavía con rastros de grasa. La única canción rayada era "Like a Prayer", desde el inicio de la canción hasta exactamente el surco que la dividía con la siguiente canción. Lo examiné y me di cuenta de que sólo lo podían haber rayado a propósito, con una punta gruesa. La raya era demasiado profunda y regular para tratarse de un accidente. Y supe que ella la había hecho, y que la había hecho con el propósito de darme el disco así. No sé para qué, y tampoco tenía ganas de averiguarlo.
Ah: el disco olía a perfume. No lo reconocí; es una de las tantas cosas para las que no tengo gusto ni cultura.
Cuando tuve que ir otra vez a EJEA, un par de días más tarde, me mandó llamar. Me preguntó, con la mirada de siempre, si había oído el disco. Le dije que sí, y que mil gracias, que era excelente, que incluso me habían gustado otras canciones de Madonna, pero que la que no dejaba de oír era "Like a Prayer". Era falso, pero el estilo es el estilo y bien vale un par de mentiras. Dijo que se alegraba, que ella tenía el disco repetido y que le pareció buena idea dármelo. Y en ese preciso instante tuve que ir a reunirme con no sé qué director de revista.
Mi amigo, que antes se la pasaba en el quinto piso, ahora se la pasaba en el segundo, y a veces extrañaba sus pláticas sobre discos. Y seguía evadiéndome. No vi a la chava en dos o tres semanas, hasta que un día me llamó y me dijo que quería unas notas para un proyecto nuevo, que llegara a la mañana siguiente a tal hora.
Llegué y la encontré con lentes oscuros, temblorosa, nerviosísima, con la nariz roja y agarrando y dejando cosas de y en las gavetas de su escritorio. Decía lo que fuera, llamaba a su asistente, le daba una orden, la llamaba por teléfono para decirle lo contrario. Un show de unos veinte minutos, y yo allí enfrente, viendo los materiales de la revista. Su radio sonaba a volumen bajísimo, pero parecía que para ella eran como tamborazos en los tímpanos. Me dijo que estaba desvelada y mal, que platicáramos otro día.
En los meses siguientes me la encontré algunas veces en el elevador. A veces iba con lentes oscuros, a veces sin ellos, pero con ojeras, y una sonrisa tan verdadera como un billete de tres cincuenta. La veía y veía el surco dañado de "Like a Prayer", y prefería alejarme.
Poco a poco mi amigo volvió a acercarse y a hablarme maravillas de ella. Por ejemplo, cómo dos noches antes los había agarrado la policía por ir en sentido contrario, a toda velocidad, en una calle que desembocaba a Reforma. Ella manejaba. O cómo estrellaron el coche contra no sé qué estatua. Ella manejaba también, y al día siguiente tenía carro nuevo. O cómo, en la disco, se metía cualquier cantidad de sustancias por la nariz, o tomaba no sé qué combinación de pastillas, más unos tragos que más que exóticos sonaban a cosa peligrosa. Sin contar con las fiestas en su departamento, cuyas descripciones he preferido olvidar.
La revista no duró mucho; creo que ella duró menos. Mi amigo, feliz. No porque él provocara esos incidentes, ni mucho menos, sino porque le gustaba "el mundo de los jóvenes". No sé si así sería el mundo de "esos" jóvenes; nunca fui lo suficientemente joven, debo confesarlo. En una de ésas él se asustó o se hartó y dejó de verla, o yo entré en una depresión clínica provocada por mis propios asuntos, así que no supe en qué terminó. Terminé viviendo casi un año en Acapulco, tratando de curarme.
Hace un par de días volví a oír "Like a Prayer". Esperaba que en cualquier momento sonara un rayón y la aguja brincara violentamente a cualquier parte del disco, como algún día de 1991, pero no. La tecnología digital es una maravilla.
5 comentarios:
Venenosa la muchacha. Quizá la mejor palabra sea tóxica.
Creo que esperaba una reacción por la canción rayada, y de allí encauzar las plásticas por un rumbo que no me parecía muy sano. He vivido cosas peores, pero no tan... uh... tétricas.
Llama sumamente la atención el contraste ABSOLUTO entre los dos estilos de mujer: la editora y Tula Alvarenga. Lo bonito del blog es que uno lee al revés, la última entrega es la que aparece primero (como en ciertas estructuras narrativas de ciertos autores), y aunque la risa sumamente humana de doña Tula estaba antes del blog dedicado a la editora, ahora está después, y sí, se está riendo, comi si acabara de leer el retrato de la otra.
No me había dado cuenta de lo cerca que habían quedado y del contraste que comentas...
Y a esos autores ojalá que los quemen en leña verde, por desordenados. Especialmente los que escriben libros de historia y empiezan por el final, no por el principio, como Dios manda. (Con las estructuras de novela no nos metamos mucho, y a ésos perdonémoslos.)
Tulita es una belleza donde la pongan. No creo que se riera de la editora; más bien se preocuparía y diría "Pobre muchacha, ojalá que encuentre su camino, porque esas cosas destruyen a la gente."
En un par de días voy a poner algo sobre mi abuela materna, otra mujer extraordinaria. Murió hace dos años, y todavía no he escrito sobre ella. Me parece que ya es tiempo.
Agata, la prima de S., la mujer en la morgue de la que sólo sabemos que tiene un lunar en la nalga, incluso Lupita, de la que sólo sabemos que ¿cogemos Lupita?... Siempre has sabido retratar a las mujeres de una manera impresionante. Pocas palabras, pero certeras. Artista de la carne y el alma (el alma no existe).
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