Príncipe caído
A finales de 1972, la abuela Mina me llevó a Florida para conocer el recién estrenado Disneyworld, como premio por haber terminado la primaria. No estuvo mal, a pesar de que buena parte aún estaba en construcción y nos perdimos las diversiones que parecían más interesantes; apenas eran estructuras a medio levantar. Estuvimos en Disneyworld sólo un día --completo, eso sí--, y luego nos dedicamos a ver cosas como Cypress Garden --su favorito--, Seaworld y qué sé yo. La mayor parte de la semana nos la pasamos en Miami, caminando, comiendo y comprando cosas de a dólar por toneladas, además de implementos de pesca (por ese entonces me había dado por la pesca, y para no aburrirme pescaba mientras resolvía problemas ded ajedrez; cosas de nerd).
Se suponía que para ese entonces yo hablaba un inglés más regular que bueno, y estuve practicando antes del viaje, para estar preparado. La primera vez que intenté usarlo, la cajera me preguntó "Pero ¿qué e lo que tú quiere?", y me di cuenta de que mis problemas no serían con el inglés --sólo una vez lo hablé para preguntar un precio y que me contestaran--, sino con el español; siempre me costó entender el acento cubano, y hasta la fecha. Y así fue durante esa semana.
Nos hospedamos en el Belmar Motor Hotel, que debió desaparecer hace muchos años, o ya no tiene ese nombre. Mientras la abuela nos registraba, se acercó un hombre alto, gordo, un tanto calvo, vestido con un traje más que impecable, con acento cubano. Se puso a platicar conmigo: que de dónde venía, que dónde quedaba eso, etcétera. Después de cinco minutos se puso a hablarme de su país, de los peligros del comunismo, de cómo les quitaban los niños a las madres, de que a las prostitutas las mandaban a campos de concentración y de cómo a gente honrada la habían mandado al exilio.
El hombre de repente alzaba la mano y le daba alguna orden a alguno de los botones de uniforme rojo. Pasaba alguna muchacha que de seguro trabajaba en el restaurante y él le decía algo muy serio, confidencialmente. Saludaba a algún cliente de lejos con aire de príncipe en funciones, y en una de ésas se sentó, encendió un cigarro con un encendedor dorado y se dedicó un rato a indoctrinarme. La abuela llegó, se sentó a mi lado y también se puso a escucharlo. No preguntamos nada ni hicimos comentarios; él tampoco daba oportunidad.
Hablaba de lo que tenía allá, de lo que le habían quitado, de que por suerte había logrado hacer algo en Miami, y miraba el hotel con orgullo. Ya era tarde y algo habíamos comido en el avión, pero igual mi sueño era comerme una buena hamburguesa callejera en Estados Unidos; era la primera vez que estaba allí, y las adicciones buscan sus orígenes, como todo lo demás.
La abuela le dijo al señor que queríamos subir a nuestro cuarto, y él contestó que personalmente nos llevaría. Tomó un carrito, puso las maletas, nos llevó a la habitación y nos la presentó como si acabara de construirla él mismo. Luego nos acompañó abajo, diciéndonos lo que había cerca, qué autobuses tomar para ir a dónde, etcétera. Ya en la puerta, me dio la mano y me dijo que no olvidara lo que acababa de decirme. También extendió la mano hacia la abuela, pero con la palma hacia arriba. Ella le puso allí dos dólares, que él hizo desaparecer con una rapidez de prestidigitador, inclinó la cabeza y se fue a seguir en lo suyo.
--Creí que era el dueño --le dije a mi abuela.
--Aquí muchos se portan como si fueran los dueños --me contestó.
--Pero ¿tenía dinero en Cuba?
--Aquí todos dicen que tenían dinero en Cuba.
Nos fuimos por la hamburguesa y al día siguiente almorzamos en La Pequeña Habana. Delicioso, según recuerdo. El olor a café expreso parecía salir de todas partes. También el olor a tristeza, a una Cuba que ya no existía y quizá nunca existió y que, sin embargo, todos extrañaban, dueños de hoteles o botones, hombres y mujeres de todos los colores, todos con el mismo acento que siempre me ha costado descifrar.
Para ese entonces mi padre ya estaba exiliado en Costa Rica. Un par de semanas después el resto de la familia estaría allá, y sólo yo regresaría a El Salvador, 27 años después. Y ya van a ser ocho desde entonces...
Se suponía que para ese entonces yo hablaba un inglés más regular que bueno, y estuve practicando antes del viaje, para estar preparado. La primera vez que intenté usarlo, la cajera me preguntó "Pero ¿qué e lo que tú quiere?", y me di cuenta de que mis problemas no serían con el inglés --sólo una vez lo hablé para preguntar un precio y que me contestaran--, sino con el español; siempre me costó entender el acento cubano, y hasta la fecha. Y así fue durante esa semana.
Nos hospedamos en el Belmar Motor Hotel, que debió desaparecer hace muchos años, o ya no tiene ese nombre. Mientras la abuela nos registraba, se acercó un hombre alto, gordo, un tanto calvo, vestido con un traje más que impecable, con acento cubano. Se puso a platicar conmigo: que de dónde venía, que dónde quedaba eso, etcétera. Después de cinco minutos se puso a hablarme de su país, de los peligros del comunismo, de cómo les quitaban los niños a las madres, de que a las prostitutas las mandaban a campos de concentración y de cómo a gente honrada la habían mandado al exilio.
El hombre de repente alzaba la mano y le daba alguna orden a alguno de los botones de uniforme rojo. Pasaba alguna muchacha que de seguro trabajaba en el restaurante y él le decía algo muy serio, confidencialmente. Saludaba a algún cliente de lejos con aire de príncipe en funciones, y en una de ésas se sentó, encendió un cigarro con un encendedor dorado y se dedicó un rato a indoctrinarme. La abuela llegó, se sentó a mi lado y también se puso a escucharlo. No preguntamos nada ni hicimos comentarios; él tampoco daba oportunidad.
Hablaba de lo que tenía allá, de lo que le habían quitado, de que por suerte había logrado hacer algo en Miami, y miraba el hotel con orgullo. Ya era tarde y algo habíamos comido en el avión, pero igual mi sueño era comerme una buena hamburguesa callejera en Estados Unidos; era la primera vez que estaba allí, y las adicciones buscan sus orígenes, como todo lo demás.
La abuela le dijo al señor que queríamos subir a nuestro cuarto, y él contestó que personalmente nos llevaría. Tomó un carrito, puso las maletas, nos llevó a la habitación y nos la presentó como si acabara de construirla él mismo. Luego nos acompañó abajo, diciéndonos lo que había cerca, qué autobuses tomar para ir a dónde, etcétera. Ya en la puerta, me dio la mano y me dijo que no olvidara lo que acababa de decirme. También extendió la mano hacia la abuela, pero con la palma hacia arriba. Ella le puso allí dos dólares, que él hizo desaparecer con una rapidez de prestidigitador, inclinó la cabeza y se fue a seguir en lo suyo.
--Creí que era el dueño --le dije a mi abuela.
--Aquí muchos se portan como si fueran los dueños --me contestó.
--Pero ¿tenía dinero en Cuba?
--Aquí todos dicen que tenían dinero en Cuba.
Nos fuimos por la hamburguesa y al día siguiente almorzamos en La Pequeña Habana. Delicioso, según recuerdo. El olor a café expreso parecía salir de todas partes. También el olor a tristeza, a una Cuba que ya no existía y quizá nunca existió y que, sin embargo, todos extrañaban, dueños de hoteles o botones, hombres y mujeres de todos los colores, todos con el mismo acento que siempre me ha costado descifrar.
Para ese entonces mi padre ya estaba exiliado en Costa Rica. Un par de semanas después el resto de la familia estaría allá, y sólo yo regresaría a El Salvador, 27 años después. Y ya van a ser ocho desde entonces...
3 comentarios:
interesante relato, una familia entre tantas que se separaron, se exiliaron o murieron por un ideal....
Oye chico ya deja de acojonarnos!!!
Este relato es un buen cuento fijate...
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