30 de julio de 2008

Lo bailado

Cuando empecé a escribir "cosas", por allí de los trece años, sólo quería contar, y en realidad no quería nada. Nada más me ponía a escribir. Salían poemas rimados --y me imagino que mal medidos-- que pretendían ser chistosos, algunos textos que eran evidentes y voluntarias imitaciones de fábulas de Monterroso y de un libro de Sergio Ramírez que es mi favorito, De tropeles y tropelías; ponía los papelitos en los que escribía en medio de mis cuadernos, así a mano y todo, y después los olvidaba. Nunca los mostré a nadie; quizá, alguna vez, alguna cuarteta divertida --o que yo creía divertida-- a mi novia de entonces, que se llamaba Lorena, pero nadie más vio nada mío sino hasta que cumplí los 18 años.
A los dieciséis decidí que iba a aprender a escribir bien, y eso quería decir que quería aprender a hacer libros. Mi papá hacía libros, los amigos de mi papá y medio mundo que llegaba a casa hacía libros, y era lógico que yo aprendiera a hacer libros.
Y me puse a hacer libros. De cuentos, en ese caso. Los dos primeros se llamaron De las máquinas de escribir y de otras máquinas y ¡Clark Kent es Supermán! Estaban formados por textos muy cortos (algunas líneas en el caso del primero, hasta una página en el caso del segundo), y lo que había eran más bien ganas de divertirme. Los libros han desaparecido, pero recuerdo algunos textos y, de verdad, no estaban mal. Un par de ellos se recogieron en una antología de la revista mexicana El cuento, según me han dicho; no he conseguido el ejemplar, que por allí anda.
El problema empezó, por esas mismas épocas, cuando quise escribir poesía. Hasta entonces todo había sido un juego, pero intuí que la poesía era "algo más". No sabía qué; simplemente algo más. Probé con poemas de amor y, desde luego, vino el asunto de cómo enfocarlos. Para esas fechas, entre los jóvenes, las modas eran dos: o se ponía uno beat y nomás escribía a la Ginsberg, lo que saliera, como saliera, o de manera premeditadamente descuidada, como Nicanor Parra, o se ponía político. O ambos al mismo tiempo, que era lo más frecuente. Igual había vertientes como la indigenista, la erótica, la intelectual extrema y la intelectual light, aunque no se había acuñado aún el término light para esos temas. Nada más quería decir luz, y era lo que me faltaba. Igual me puse a probar y resultaba que, después de unos días de escritos, los poemas eran simplemente infumables. O eran descripciones o eran demagógicos o eran tan mecánicos que daban lástima. Así que me puse a experimentar, y los resultados fueron menos peores: descubrí la "poesía concreta". Un amigo de la familia, psicólogo, de los pocos que habían leído algunos de mis textos hasta la fecha, me mandó a leer a Apollinaire y a José Juan Tablada y, sí, había llegado a lo mismo sesenta o setenta años después; con algunas lecturas más me hubiera evitado un inútil derramamiento de cuartillas y de cinta de máquina. Por allí tengo un par de esos poemas, y no estaban mal, nomás que no eran míos.
Cuando traté de escribir cuentos "en forma", ya no con la espontaneidad y el desinterés de antes, surgió otra vez el problema: ¿de qué hablar? Más aún: ¿cómo? Intuía que el tema candente de entonces, énfasis en la forma versus énfasis en el contenido, era falsa, porque algo llevaba leído y no podía separar el qué del cómo. Pero mi manejo de la forma era elemental, y de contenidos no tenía mucho, porque eso le puede pasar a uno a los 17 años: le falta vida, le sobra entusiasmo. Tenía la suerte de no ser impaciente, y mi objetivo era aprender a hacer libros, no publicarlos. Era muy tímido para pensar en publicación (la fama, la gloria vana, el oropel vacuo) y, por otro lado, ya había demasiados en las librerías. Y eso me hizo entrar en paranoia: quizá lo que escribiera no fuera original y, así como habían aparecido Apollinaire y Tablada a arruinarme los pocos poemas buenos que me habían salido hasta la fecha, podían aparecer otros autores que ya hubieran escrito lo mismo, sobre lo mismo y del mismo modo.
Lo que más había leído era novela, y era allí donde tenía más parámetros. Así que me puse a escribir novela, y terminé la primera a los dieciocho años. No recuerdo cómo se llamaba, pero sí que tenía partes entretenidas, algunas eran casi tan trágicas y efectivas como telenovela venezolana y la idea general era interesante. (Quizá algún día retome ideas de allí, después de tantos años, para hacer alguna cosa.) Lo único que no me falló fue la estructura, porque lo demás estaba bien para un chavo de 18 años, lo cual no quiere decir demasiado. Un amigo se la pasó a gente de una editorial pequeña y me ofrecieron publicarla, y ni siquiera sentí media gota de tentación: la respuesta fue no. Quería aprender a hacer libros, pero tenían que ser libros buenos, y a eso le faltaba para ser lo que quería que fuera.
Me puse a leer novelas de gente joven (digamos de veintipico de años), autopublicaciones en su mayoría, cuentos y novelas, y no fue necesariamente una pérdida de tiempo; me avergoncé no de los textos que había escrito, sino de los que podía escribir si me descuidaba. También comencé a comprar lo que iba apareciendo en Joaquín Mortiz, Tusquets y, en fin, lo que se estaba produciendo en ese momento. Había libros entretenidos, una buena cantidad eran malos, otros eran experimentales, y fueron estos últimos los que me interesaron. Me puse a experimentar y salieron dos novelas y un libro de cuentos más.
En mi segunda novela escrita traté de juntar poesía con narrativa --una pésima combinación si uno no se cuida, e incluso si se cuida demasiado--, y le pedí prestados algunos trucos a Rimbaud --el de la Temporada en el infierno-- y a Lautréamont. Después de un año de trabajo resultó que era mala, sin siquiera las virtudes de la primera, y me lancé a hacer la tercera, que se llamaba Dónde estarás, Josefina, por Dios (sí, un endecasílabo en gaita gallega, como habrán notado), que no estaba tan mal; al menos el manejo de planos y del lenguaje no era tan torpe. La deseché y tomé algunas de las cosas formales para la Historia del traidor de Nunca Jamás; el catalizador fue una página de Caperucita en la zona roja, de Manlio Argueta, y la estructura... Bueno, funcionó porque funcionó, pero fue de ir pegando pedacito por pedacito, haciendo pedacitos a la medida, inventando colores nuevos para los pedacitos, etcétera. Como cobija de abuelita.
Para ese entonces (20-21 años) ya trabajaba como periodista, e incluso era editor, qué irresponsabilidad; trabajaba con las FPL, tenía una familia y estaba en medio de la discusión acerca de para qué servía la literatura, si servía para algo en específico, y claro que estaba lo de las luchas sociales, el compromiso de los escritores, el pueblo ante todo y the whole nine yards.
Después hubo gente a la que se le ocurrió que El traidor era parte de mi "aporte" a la revolución salvadoreña, pero pues no. Ya conté por aquí que mi responsable política me armó todo un lío, que llegó a la expulsión de la organización, porque era inaudito que un militante considerara siquiera la posibilidad de escribir acerca de un traidor a la guerrilla, y menos aún que hiciera una novela. Por otra parte, ya tomaba fuerza una corriente que consideraba que el testimonio era la Verdadera Literatura de Nuestros Países, y que toda novela tenía que ser testimonial. El traidor fue parte de esta discusión con algunos compañeros: se podía armar una novela sin que fuera testimonio, que a su vez fuera experimental, etcétera, sin que entrara en los parámetros de "la lucha", y que a la vez pareciera un testimonio. Y pues gané la discusión; qué mejor certificado que una expulsión vergonzosa. Creo que, como venganza, uno de esos compañeros se inventó un término para El traidor, y así se ha enseñado en la universidad: "realismo testimonial". O sea que no me libré del todo, y más bien no me libré para nada.
Después de un par de novelas absolutamente fallidas, y de apuntes para llenar un par de cajas no muy grandes, me puse a escribir Terceras personas, y ya el asunto del "qué" dejó de ser importante; me habían expulsado de la organización, Cayetano Carpio estaba muerto y mandé al carajo cualquier discusión acerca de lo que debía o no debía ser el papel de un escritor. Y había mejorado mis lecturas; había dejado de comprar "lo último" y me había puesto a leer a escritores contemporáneos pero bien consolidados. Y me peleé con Cortázar. Según pensaba, el tipo había agotado las posibilidades del cuento, y había que buscar nuevos modos de hacerlos, y ésa sería mi misión en la vida o algo así. Me equivocaba, pero Terceras personas quedó bonito; ése fue mi modo de matar al padre.
Cuando escribí Los años marchitos encontré una cierta paz literaria. Aunque tiene sus recovecos, por primera vez hice una novela como debía ser, que empezara por el principio, terminara en el final y que en medio hubiera un desarrollo ordenado más o menos cronológicamente. Una pinche novela, pues.
¿Qué y para qué escribir? Bah. Perdí mucho tiempo en eso. Creo que, si hubiera conservado el impulso inicial, me hubiera ahorrado un montón de tiempo intentando cosas que estaban perdidas de antemano. Igual tenía que averiguar; igual aprendí un montón de los fracasos, como siempre se aprende de los fracasos.
Ahora lo que sé es que sigo aprendiendo a hacer libros, y no en plural, sino el que voy escribiendo. Aprendo a hacer cada uno, y ése me da la pauta para aprender a escribir el siguiente. Y listo. Ya sé escribir un montón de libros. No pienso repetir ninguno, y quiero que cada uno sea único, con sus propios recursos, etcétera. Sería mucho más fácil quedarme en los márgenes de una fórmula que haya funcionado y así ponerme viejo, con un estilo absolutamente reconocible. Pero entonces quizá no haya valido la pena tanto trabajo.
Y lo bailado nadie me lo quita

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Mañana sigo con lo de la FILGUA. Hay un par de cosas que reportar.

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