24 de noviembre de 2004

Costumbres de vuelo

No sé si volar me dé miedo o sólo sea un asunto de hacerme el interesante ante mí mismo. Sé que el despegue me pone mal, más física que intelectualmente, o vaya a saber: una cosa de ese tamaño no puede, no debe levantarse en el aire, digan lo que digan Orville y su hermanito, y menos conmigo dentro. Ya arriba, no es peor que cualquier autobús de buena calidad, aunque he comido mejor en autobuses de lo que me dieron hoy: una bolsa de cosas fritas y medio vaso de Coca-Cola de dieta. Y el aterrizaje es francamente maravilloso. La sensación de euforia cuando toda esa masa de metal, hule, músculos, plástico, hueso y grasa se detiene de una velocidad imposible a absolutamente cero, en unos segundos. Después viene la urgencia de salir del avión y que todo se convierta en sueño.
En el fondo lo que no me gusta --y nunca me gustó-- es viajar, el transcurso, el engorroso trámite de salir de un lugar para llegar a otro. Lamento que los teletransportadores sean cosa de ciencia ficción, y de haber nacido en el milenio equivocado y de estar destinado a morir en el milenio equivocado, es decir sin teletranspotadores.
Cuando debo viajar lejos, por tierra o aire, me desvelo hasta el grado de sólo dormir una hora, dos o ninguna. No me gusta la sensación de estupidez, pero me deja dormir en el camino y la prefiero a la impaciencia. Cierro los ojos, los abro y, listo, la teletransportación se ha consumado. Claro que las horas que perdí nadie me las devuelve, pero en el desvelo algo habré ganado de antemano.
Me gusta estar en otros lugares. No en muchos. Prefiero varias visitas a uno solo que la lujuria de llenar pasaportes con sellos o álbumes de fotos. Sé que voy a olvidar, y prefiero recordar constantemente a recordar que debo recordar.
Hay cosas que no he olvidado ni podría: la textura del aire en el Gran Cañón, la humedad subterránea en San Miguel Regla, una cierta mañana en La Palma, en El Salvador de mi infancia, en un río con piedras de colores, que mi padre decía mágicas. Llevé varias a casa, pero no hubo magia, sólo una cajita llena de piedras que, fuera del agua, no se veían tan bien. Pero la ilusión valió la pena.

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