24 de noviembre de 2004

Costumbres de vuelo

No sé si volar me dé miedo o sólo sea un asunto de hacerme el interesante ante mí mismo. Sé que el despegue me pone mal, más física que intelectualmente, o vaya a saber: una cosa de ese tamaño no puede, no debe levantarse en el aire, digan lo que digan Orville y su hermanito, y menos conmigo dentro. Ya arriba, no es peor que cualquier autobús de buena calidad, aunque he comido mejor en autobuses de lo que me dieron hoy: una bolsa de cosas fritas y medio vaso de Coca-Cola de dieta. Y el aterrizaje es francamente maravilloso. La sensación de euforia cuando toda esa masa de metal, hule, músculos, plástico, hueso y grasa se detiene de una velocidad imposible a absolutamente cero, en unos segundos. Después viene la urgencia de salir del avión y que todo se convierta en sueño.
En el fondo lo que no me gusta --y nunca me gustó-- es viajar, el transcurso, el engorroso trámite de salir de un lugar para llegar a otro. Lamento que los teletransportadores sean cosa de ciencia ficción, y de haber nacido en el milenio equivocado y de estar destinado a morir en el milenio equivocado, es decir sin teletranspotadores.
Cuando debo viajar lejos, por tierra o aire, me desvelo hasta el grado de sólo dormir una hora, dos o ninguna. No me gusta la sensación de estupidez, pero me deja dormir en el camino y la prefiero a la impaciencia. Cierro los ojos, los abro y, listo, la teletransportación se ha consumado. Claro que las horas que perdí nadie me las devuelve, pero en el desvelo algo habré ganado de antemano.
Me gusta estar en otros lugares. No en muchos. Prefiero varias visitas a uno solo que la lujuria de llenar pasaportes con sellos o álbumes de fotos. Sé que voy a olvidar, y prefiero recordar constantemente a recordar que debo recordar.
Hay cosas que no he olvidado ni podría: la textura del aire en el Gran Cañón, la humedad subterránea en San Miguel Regla, una cierta mañana en La Palma, en El Salvador de mi infancia, en un río con piedras de colores, que mi padre decía mágicas. Llevé varias a casa, pero no hubo magia, sólo una cajita llena de piedras que, fuera del agua, no se veían tan bien. Pero la ilusión valió la pena.

23 de noviembre de 2004

Disculpas a Aldebarán

Ayer me dejaron un mensaje --¡el primero desde que empecé este blog!-- y, de tanta emoción, lo borré. El autor era Aldebarán, y me preguntaba si cambiaba la manera de escribir cuando uno tenía hijos. La respuesta está en el post sobre Valeria, pero la pregunta resultó borrada por mi torpeza. Mil disculpas para Aldebarán. Por favor, escribe de nuevo.

9 de noviembre de 2004

El Cementerio de los Ilustres


En pleno centro de San Salvador está el Cementerio de los Ilustres, como prueba de que hasta entre los muertos hay clases sociales... y de que el tiempo es excelente para borrarlas.
Los Ilustres es una de las tres partes en que se divide el antiguo Cementerio General de San Salvador; las otras dos son el (precisamente) Cementerio General y La Bermeja, en el que tienen su tumba los que ni siquiera tenían dónde caerse muertos. Los tres son propiedad de la municipalidad, pero Los Ilustres es de los que, en algún momento, fueron los dueños de la municipalidad.
En el General, como en cualquier cementerio, hay de todo: ex pobres, ex ricos, tumbas de mármol y cemento, simples cruces de madera, espacios vacíos bajo los cuales yace alguien o algo que fue alguien. La Bermeja tiene la minuciosidad de la pobreza: tumbas bien pintadas de pintura barata; flores de papel hechas en casa que se destiñen con el sol y se deshacen en la temporada de lluvia, terraplenes a punto de sucumbir desde hace muchos años, y que no sucumben, como la pobreza misma.
Los Ilustres está en un terreno plano y más consistente (el subsuelo de San Salvador está compuesto de arena), y por encima de los otros dos en varios metros. Allí están enterrados oligarcas, ex presidentes (que a veces eran lo mismo), artistas notables, gente con dinero, de siglo y medio atrás hasta hace unos treinta años. Borges decía que el lujo es la mejor prueba del mal gusto, pero los Ilustres se sale de esa medida: es un homenaje al desafuero, a la alucinación y a una belleza que no hace juego con el sol de perros que calcina la ciudad.
Está, por ejemplo, en mármol finamente bordado, la estatua de "la novia", la mujer que se mató la noche anterior de su boda, a cuyos pies hay una placa que es la carta de amor de su ex futuro marido, en la que se cuenta la impúdica historia. Está "la moto", que es precisamente eso: una motocicleta antigua casi destrozada, cubierta de cemento y yeso, en la cual se mató el tipo que yace abajo. (El tiempo quitó la cobertura y ahora está la moto a secas, de metal, madera y hule, como una moraleja mecánica.) Hay una inmensa (de verdad: es inmensa) columna, dentro de la cual está una cripta, y encima de ella una loba de bronce amamantando a Rómulo y Remo. Inmediatamente atrás, a la derecha, según se entra por la puerta principal, está la tumba azul que ocupan la abuela Mina, algunas tías, mi nana y, en un pequeño nicho, mi hermana María Elena, muerta de parto en 1958.
Pero lo más impresionante de Los Ilustres son sus ángeles. Hay docenas y docenas, todos diferentes, todos perfectos. Uno puede pasarse horas viendo ángeles niños que lloran hacia el cielo, que abrazan el montículo bajo el que descansa el muerto, mórbidos ángeles adolescentes que rezan con los ojos cerrados; ángeles como cocottes de cuerpos, qué más bien se quisieran demonios, voluptuosos y con inmensos ramos de flores, y ángeles ambiguos y enérgicos, como el que encabeza esta nota. En las tumbas de algunos... uh... advenedizos hay ángeles igualmente bellos, pero el tiempo ha dejado al descubierto trozos de varilla que contrastan con el Carrara tallado y comprado por catálogo en Italia.
En medio de los ángeles, compitiendo en altura, una cantidad aún mayor de Cristos crucificados, que recuerda un bosque de árboles sin fronda o un paisaje de antenas en las azoteas de una ciudad.
Cuando era niño, Los Ilustres era un lugar de paz y, si uno lograba encontrar un sitio con sombra suficiente, podía estarse allí durante horas sin escuchar más que los pájaros, los vientos de octubre o noviembre y los pasos sigilosos de deudos bien vestidos. Ahora está rodeado de ventas de llantas y aparatos de sonido para automóviles, y de bodegas de abastos. Desde el Mercado Central (que es básicamente todo el centro de San Salvador) se escuchan los altavoces a todo volumen de los vendedores de discos pirata, los gritos de las vendedoras, el rugido de automóviles obligados a los diez o veinte kilómetros por hora. La oligarquía de los muertos (y sus émulos), como siempre, vive en su universo artificial, rodeada de la canalla, tratando de dormir la paz de los sepulcros.


El ángel

8 de noviembre de 2004

Nicolás, dos Renés, Pedro y un yo llamado Menelao

Rara vez llevo un diario o algo que se pueda calificar como tal. En 1989 llevé uno durante varios meses. Lo releo cada cierto tiempo, y hoy me lo topé en un librero y encontré cosas interesantes. Algunas son unas notas antiguas de una novela fallida que escribí entre 1982 y 1983, Christina's Rag. Creo que la idea era buena, pero me faltaba madurez personal y literaria, y estaba demasiado ligado emocionalmente a ella. (Por cierto, antes de escribir Christina's Rag --mi sexto intento de novela desde que tenía 17 años, a quién se le ocurre, y la cuarta terminada-- escribí Historia del traidor de Nunca Jamás, entre marzo de 1981 y septiembre de 1982. La consideré otro fracaso, hasta que mi padre la metió en un concurso latinoamericano, en 1984, y ganó. Mi padre siempre juró que la metió con mi consentimiento, y técnicamente es cierto: lo obtuvo después de una larga conversación telefónica desde Costa Rica... pero había presentado la novela el día anterior, para que no hubiera marcha atrás. Oficialmente, el Traidor es mi primera novela.)
Algunos extractos de Christina's Rag, que he usado en otros cuentos, novelas, artículos y ensayos:
  • ...como darle pastillitas de menta a un niño de Biafra.
  • Tu filosofía y mi fobiosofía.
  • "En el país de los ciegos, el tuerto es burgués." "En el país de los tuertos, el ciego es Dios."
  • Quizá las enfermedades sean una forma de intuir a Dios, y los accidentes un brusco acercamiento a Él.
  • El suicidio es la cosa que uno hace para dejar de hacer las demás.
  • El riesgo es el extravío de la razón. Puedes perderte en el tiempo y olvidar las fórmulas para la percepción del espacio.
  • "La locura no es una enfermedad, muchacha: es una forma de ser uno mismo."
  • Dos gemelos sabrían ser ciegos cada uno a su modo.
  • "¿Cuál es el tedio más divertido?" "El que te hace llorar."
  • Hasta en las diversiones necrófilas hay que poner algo de solemnidad.
  • La autocrítica es el opio de los opiómanos.
  • "Te buscan." "¿Quién?" "Un gnomo vestido de verde." "¿Con zapatos que bailan solos?" "No." "Entonces no es el casero."
  • La ignorancia es sabia, hermanos.
  • "¿Por qué no se quita esa careta de cara?"
  • La locura es la inteligencia que se aparta del azar y se crea a sí misma. [Esta frase, me doy cuenta, la he puesto en dos novelas y en un cuento largo. Quiero creer que el contexto le da significados diferentes.]
  • Yo no creo en la muerte, manito, por eso estoy vivo.
  • ¿Ninfómana o voluble?
En la novela aparecía un personaje llamado "el Cura", basado en mi amigo Nicolás, a quien reencontré hace algunos meses por correo electrónico; vive en Buenos Aires por el sencillo hecho de que originalmente es argentino, aunque ahora es mucho más salvadoreño de alma de lo que yo seré jamás. Lo dejé de ver en 1982, cuando viajó a Chalatenango para hacer la revolución. Antes de eso nos pasábamos madrugadas completas conversando animadamente, a pesar de que él tenía poco más de treinta años y yo poco más de veinte, y el tono de las conversaciones era muy similar al de las frases que transcribo, o eso quiero recordar. Desde que Nicolás se fue, hasta que en 1993 o 1994 confirmé que había sobrevivido a la guerra, cada día, estuviera en lo que estuviera, me preocupara lo que me preocupara, tenía mi momento de culpa: me había tocado el terrible papel de reclutarlo para la Organización, y su vida iba sobre mi cabeza, así la decisión hubiese sido suya. En los días en que viajó a Chalatenango me expulsaron de la Organización, por pequeñoburgués. Doble culpa: él estaba en la militancia activa y yo era el paria que lo había mandado donde asustaban.
Intuyo que Christina's Rag (no lo sé ya; perdí los manuscritos) era un homenaje de admiración a Nicolás, quien me dio a conocer a Spinoza (poeta entre filósofos), a Roberto Arlt y un modo de pensar sanamente anarquista ("espartaquista", diría él), que ambos hemos conservado. Había otro personaje en la novela, llamdo "el Gato", basado en otro amigo y compañero de trabajo nuestro, René Bascopé Aspiazu, cuentista y periodista boliviano, muerto en un accidente de armas en 1984, en La Paz. Pensar en un gato y en la torpeza congénita de René era una contradicción; supongo que por eso el apodo del personaje. Y había un cuarto, Menelao, un niño de ocho o nueve años que quizá era yo mismo, y que no sé si me gustaba ser. No sé quién era el personaje central.
En el mismo cuaderno encuentro una entrada correspondiente al 21 de febrero de 1989 y relativa a otro René:
"Vino René Rodas a despedirse; pasado mañana se va a Canadá. Lo voy a extrañar, con sus pláticas tan ricas sobre lo que sea y esa su forma de decir las cosas con inocencia y cinismo a la vez. Creo que, junto con Pedro, es de los pocos que dicen escribir poesía y escriben poesía. Nada de afectación; saben que saben y pueden darse el lujo de hablar de otra cosa. Quedó de poner sus Cantos en el correo antes de irse; ojalá."
Ahora René está a punto de regresar a El Salvador, tras veinte años de ausencia, y entre otras cosas vendrá a presentar su libro Balada de Lisa Island. Los "Cantos" a los que me refiero no me los mandó cuando prometió, sino meses después, desde Alberta; el título del libro es Cuando la luna cambie a menguante.
Pedro, por su parte (no importa su apellido), sufrió de un proceso triste. Todos los años mandaba sus poemas a concursos, y nunca obtuvo una mención. Las editoriales no querían publicarlo. Y no hubo modo de convencerlo de que estaba bien: su poesía era innovadora, y el arte innovador no es reconocible de entrada. Él leyó el mensaje de otro modo: los poemas aún no estaban bien, y había que corregirlos más. Y cada año corregía y enviaba a concursos, no ganaba, volvía a corregir, volvía a enviar y de nuevo no ganaba. Tanto corrigió que al final los textos eran estructuras impresionantes, perfectamente realizadas, pero con poca sustancia. En algún momento no hubo nadie que lo premiara o lo publicara, pero por otros motivos.
Quiso ser novelista y sólo logró varios textos poco interesantes y desestructurados; quiso escribir cuentos y se quedó en algunos artículos más agresivos que humorísticos. Y es que era un poeta de alma, no un prosista; son universos diferentes. Uno puede moverse en uno o en otro, y a veces en ambos, pero siempre consciente de que no tienen nada que ver, y que debe pasarse por un tedioso proceso de aprendizaje para hacer el crossover. Y se desesperó. Algo le pasó a su ego que lo convitió en alguien que no era, y que no me gustaría ser cuando descubra que ya no soy capaz de escribir.
Con él --y con otros, pero con él me dolió más, porque crecimos juntos literariamente durante doce años-- descubrí uno de los axiomas más terribles de la literatura, aunque sea de carácter extraliterario: con cada libro que se publica, uno pierde amigos, o descubre quiénes lo son realmente. Con una docena de libros publicados desde 1985, aún conservo varios amigos de aquellos años, como Nicolás, y seguro como Bascopé, si viviera.

Eunice



Eunice (Menjívar Hernández), por supuesto, sigue siendo mi bebé, a sus diecisiete años recién cumplidos, y es la hermana mayor de Valeria, quien aparece más abajo en esta misma página. Nació el 1 de octubre de 1987, en el Hospital San José del Distrito Federal (México). Se llama así por Eunice Odio, la poeta costarricense, que siempre me pareció bella e inteligente, como mi Eunice particular.
Por los motivos que sea (siempre involuntarios) no la he visto en los últimos seis años, aunque conversamos irregularmente por teléfono e Internet. Me ha enviado fotos, incluso una en la que se escaneó a sí misma mientras conversábamos por el Messenger. Se veía bien, quizá un tanto roja de la mejilla que puso sobre el escáner.
Tengo seis años extrañándola. Todos los días espero que ese extrañamiento termine. Ya cumplirá dieciocho y vendrá. Ya podré darme una vuelta por allá. Ya pasará algo, y nos reiremos como siempre, pero esa vez frente a frente. (Ya es mucho tiempo...)

7 de noviembre de 2004

De los modos de hacer poesía

Hoy, en La Casa del Escritor, leímos algunos poemas de Balada de Lisa Island, de René Rodas (Dirección de Publicaciones e Impresos, Colección Poesía, San Salvador, 2004), y Roberto Laínez hizo la pregunta del millón: ¿por qué la poesía latina (o lo que pueda llamarse así) tiende a estar llena de imágenes, metáforas y recursos diversos, mientras la germánica y cierta rama de la inglesa (norteamericana incluida) tiende a la simplicidad? La pregunta vino, obviamente, por la simplicidad aparente de la poesía de René, de evidente influencia... uh... inglesa o germánica o vaya a saber cómo clasifiquen esas cosas los académicos.
Recordé cómo Alejo Carpentier habla de "lo real maravilloso", quizá con un tanto de autopropaganda. En resumen, el "barroco americano" tiene que ver con el violento mestizaje que se produjo en América Latina, en especial en la zona del Caribe: un intento de fundir ("fusionar", acostumbra decirse) raíces culturales radicalmente diferentes, si no contradictorias. Y puede ser.
Roberto se remitió a la "cultura" española que nos influyó, y desde luego encontramos esa cruza de católicos, musulmanes y judíos que ya da para mucho, sin contar con las culturas castellana, vasca, mediterránea en general, gallega, gitana... Desde los orígenes se prometía algo por lo menos complejo.
Añádase, después de la conquista, una buena dosis de indígenas, una pizca generosa de culturas africanas, un poco de influencia china y algo de hindú y tenemos la poesía americana.
Quizá sean aseveraciones un tanto triunfales, pero algunos poetas habrá capaces de sostener nuestra teoría: Huidobro, los Contemporáneos mexicanos, Vallejo sin duda, Neruda con reservas, Lezama Lima sin reservas, Lugones hasta el extremo...
Curiosamente, antiguos y ex furibundos vanguardistas, como Borges, desconcertaron con planteamientos de simplicidad formal (que jamás excluyó un barroquismo conceptual que llega a dar miedo).
Y llegan las excepciones: ¿la poesía de Edgar Lee Masters, digamos, puede ser tan simple en una sociedad terriblemente diversa como la estadounidense? Quizá sí: allá se vive en una sociedad radicalmente segregada, y cada sector cultural/social/nacional tiene sus propias cosas o se suma a la vertiente dominante.
¿Y el barroco alemán, por citar uno? Bueno, obviamente es la cumbre de un concepción artística desarrollada de manera lineal a lo largo de siglos, y su fuerza la obtiene en la arquitectura y la música, no necesariamente en la literatura.
Claro que todo eso no es más que una manera de pasar un agradable rato discutiendo, y de que hay excepciones, siempre las hay. Y los determinismos, en el arte, son bastante relativos; antes de ellos hay opciones personales de creación. Hay algo cierto: en culturas "nuevas", como las latinoamericanas, no existen referentes suficientes para la gestación de una literatura fuerte y autocontenida, y es necesario buscar en las obras de otras culturas, lo cual no deja de ser otro modo de mestizaje al que no están obligados países como Alemania, Francia e Inglaterra. Esa es una de nuestras grandes deventajas, pero también una de nuestras grandes fortalezas si sabemos aprovecharla.

Instrucciones para vivir sin piel


En abril de 1999 llegué a Arizona como invitado a un congreso sobre literatura centroamericana. El congreso sólo duraba cuatro días, y me quedé durante casi cinco meses, gracias a la amistad de las familias Serpas (en Flagstaff y Phoenix) y Schairer (en Sedona). En el congreso conocí a la Señora Tal y Tal, que se había quitado el anillo de matrimonio para la ocasión, y con una frase me disparó una novela completa. En tres semanas terminé el borrador de Instrucciones para vivir sin piel.
El manuscrito lo hice afuera de la casa de los Serpas, de pie, apoyado en un hermoso e inmenso basurero de plástico café a manera de escritorio. La señora Serpas, alarmada, me decía que había lugares más cómodos y menos fríos dentro de la casa, pero de verdad que no encontré, ni he encontrado hasta la fecha, un sitio más cómodo para escribir a mano. Además se podía fumar; dentro de la casa estaba prohibido por las sensibles alarmas contra incendios. Las únicas interrupciones fueron los miércoles, cuando pasaba el camión de basura para llevarse lo que hubiera dentro que, empacado en oportunas bolsas de plástico, no olía mal.
Luego, en casa de los Schairer, pasé en limpio lo que había escrito en el cuaderno, mientras trabajaba con Karen en la traducción de mi novela Los héroes tienen sueño (Dirección de Publicaciones e Impresos, San Salvador, 1998), que en inglés terminó llamándose Blind Heroes, y en un largo ensayo sobre género testimonial. Imprimí y corregí Instrucciones, y casi tres años después me di por satisfecho, después de severas observaciones de varios amigos. (La cuentista salvadoreña Claudia Hernández hizo un corte alterntivo de la novela, con los mismos materiales, que no quedó nada mal, pero es otra cosa y otra historia.)
La novela era un regreso a mi primer libro publicado, Historia del traidor de nunca jamás (EDUCA, Costa Rica, 1985), que también fue publicado en Francia bajo el previsible título de Histoire du Traître de Jamais Plus, en la editorial Cénomane de Le Mans, de Alain Mala, en traducción de Thierry Davo. La nueva novela trataba de otro traidor dentro de la misma revolución salvadoreña, pero veinte años después, y con veinte años más de oficio de mi parte. Bien experimental, bien extraña, pero marcó el fin de mi primera etapa como escritor, iniciada en 1976.
Thierry Davo, por ese entonces (2002), había traducido mi libro Terceras personas (que quedó bajo el título de Ils), para publicar también en Cénomane, y me pidió más material para traducir. Le envié Instrucciones para vivir sin piel. Al principio la rechazó, quizá porque esperaba de mí algo menos... uh... ecléctico. Le mandé entonces Trece (Instituto Mexiquense de la Cultura, México, 2003) y me dijo que estaba bien.
La idea era comenzar una serie de publicaciones en Cénomane con Ils, seguir con Trece y luego con algo más. Pero, sin decírmelo, Thierry se emocionó de repente con Instrucciones y peleó su publicación. Él y Alain vinieron a El Salvador y, tras unas arduas negociaciones de quince minutos, quedamos en que se publicaría primero Instrucciones, luego Terceras personas y luego lo que siguiera. Trabajamos una semana en el borrador de la traducción y --lo mejor de todo-- Alain preparó un spaghetti que en casa sigue siendo el parámetro de cómo debe ser la buena comida.
En fin, la última semana de octubre de 2004, el taller le entregó a Alain los ejemplares impresos de Instructions, y Thierry me envió de inmediato la portada (supongo que Alain ya habrá puesto algunos ejemplares en el correo).
El libro se iba a publicar en mayo pasado en una pequeña editorial mexicana, pero por algún motivo el proyecto se atrasó o se canceló, aún no lo sé. La he presentado a un par de editoriales comerciales, y al parecer es demasiado extraña para que se considere vendible. Tendré que esperar otro momento para su publicación en español.
La ilustración de la portada es, por cierto, una impresionante escultura en cera y tela de Bruce Nauman titulada "De la mano a la boca". Se puede encontrar en

http://www.usc.edu/dept/LAS/Art_History/AHIS372/module10/29.html

6 de noviembre de 2004

Valeria

Diana Valeria Menjívar Mancía nació el 11 de junio de 2004. Pesó 4.375 kilos y midió 55 centímetros. Su madre es Krisma Mancía, mujer maravillosa y poeta excelente, que publicó su primer libro, La era del llanto (Dirección de Publicaciones e Impresos, San Salvador, 2004), una semana antes del nacimiento de Valeria. Alcanzó a ir a la presentación, a un par de entrevistas y, zaz, en la mañana del 11 de junio, justo cuando tenía que ir a un compromiso de lo más oficial, pasó de cero a nueve de dilatación en sólo tres horas. Apenas alcanzamos a llegar al Hospital Nacional Saldaña, a un kilómetro de casa, en Los Planes de Renderos; no hubiera llegado al siguiente, que estaba a unos ocho kilómetros por el camino más corto.
Por supuesto, hemos negociado a quién se parece más la niña, si a ella o a mí. Hasta ahora va ganando: los mismos ojos brillantes, la misma nariz, la misma boca y el mismo carácter alegre.
El día de esta foto, Valeria pasó de unos brazos a otros en nuestras computadoras contiguas, y se puso a escribir sus primeras letras en ambos teclados. (Tratamos de que tecleara en uno de juguete que le conseguimos, pero se negó.) Por aquí guardo lo que tipeó y, en serio, es más coherente que mucho de lo que he leído de escritores bastante mayores.



Valeria y Krisma, cada quien haciendo poesía a su modo.

5 de noviembre de 2004

Memorias de mis putas tristes y La casa de las bellas durmientes

Hoy leí Memoria de mis putas tristes, de Gabriel García Márquez, con algo de desconfianza. De sus libros anteriores (me refiero a los posteriores a Crónica de una muerte anunciada) sólo logré disfrutar Del amor y otros demonios. Noticia de un secuestro me resultó más o menos infumable, excepto por las partes en las que aparece Pablo Escobar, por la escena del asesinato de la anciana y por la escena de la muerte de Diana Turbay; Diatriba de amor contra un hombre sentado logré leerla por disciplina (después vería una muy buena adaptación de Roberto Salomón en el Teatro Poma, en El Salvador, por la que fue demandado por el agente de GM; así la vida); de Doce cuentos peregrinos prefiero algunos cuentos, no más de tres, y no tanto como cualquier otro suyo. Triste el asunto, porque he admirado a García Márquez (y sigo admirándolo hasta cierto momento de su obra) con algo menos que abyección; sin ir más lejos, Crónica de una muerte anunciada me parece la novela perfecta que cualquiera quisiera escribir (o que yo quisiera escribir), El otoño del patriarca es una lección de cómo hacer literatura y La increíble y triste historia... tiene muchas de las páginas más memorables del español.
En fin, García Márquez lo advierte desde el principio con un epígrafe del premio Nobel Yasunari Kawabata, extraído de La casa de las bellas durmientes. Pero uno ya sabe que Cien años de soledad, con el que comenzó su carrera de escritor internacional, salió de la idea desarrollada por otro premio Nobel, William Faulkner, del libro ¡Absalón! ¡Absalón!, y no desmerecen un ápice el uno del otro.
Lo triste fue ver que en Memoria de mis putas tristes no hay, como en Cien años de soledad, un texto que ofrezca una alternativa al original, de la misma calidad, con planteamientos estilísticos o temáticos al menos igual de interesantes. Al Sur sombrío de Faulkner y sus relaciones excesivas, García Márquez ofrece en Cien años de soledad un universo frondoso, de gente y relaciones asimismo excesivas, y un modo de narrar que no se había visto hasta ese momento. En Memoria... sólo hay una versión costeña y ni de cerca tan profunda y sugerente como La casa de las bellas durmientes, de Kawabata. El modo de narrar, además, es descuidado en relación con el estilo depurado que uno espera de García Márquez.
Es el problema de jugar con los temas de los maestros: si no se logra por lo menos algo igualmente bueno (como Cien años... en relación con ¡Absalón...!), algo habrá que se pierda en la admiración que uno ha tenido por alguien de la grandeza de GM. El extremo es cuando se acusa a Shakespeare de plagiar a Marlowe. ¿A quién le interesa? Marlowe jamás alcanzó las alturas de una escena de Macbeth.
Algo similar me ha ocurrido con Vargas Llosa: desde La guerra del fin del mundo, consideré un error leer sus cosas nuevas, tras hacerlo con Historia de Mayta, El hablador, Kathy y el hipopótamo y Elogio de la madrastra. Hubo una casi excepción -La fiesta del chivo-, que tiene un par de lecciones literarias fundamentales, de las que quizá hable después. Me he negado a leer otros libros suyos además de los mencionados; prefiero quedarme con el Vargas Llosa de La ciudad y los perros, Los cachorros y, sobre todo, La guerra del fin del mundo.
Y prefiero quedarme con el García Márquez de Crónica de una muerte... hacia atrás, con la excepción de Del amor y otros demonios. La primera versión alterna que hizo el Nobel de otro Nobel es magnífica; esta segunda... bueno... quizá deba tomarse como un ejemplo de lo que, en lo personal, preferiría no publicar. Eso es algo que también enseñan los maestros.

Mi padre y el complejo de Hamlet

El 31 de agosto de 2000 la Asamblea Legislativa de El Salvador rindió homenaje a seis salvadoreños que se caracterizaron por su trabajo artístico, académico y educativo a lo largo de toda su vida. Dos de ellos ya habían muerto, como ocurre cuando se trata de homenajes oficiales: el escritor Alvaro Menen Desleal y mi padre, el economista Rafael Menjívar Larín.
Poco antes de su muerte, ocurrida el 7 de agosto de ese mismo año, mi padre me dijo que no asistiera a recibir el diploma o lo que fueran a dar. (Fue un diploma, en efecto.) No quería que pudiera utilizarse políticamente. Pero no podía desairar a los diputados que habían presentado la moción, Marta Lilian Coto de Cuéllar, Sonia Farfán de Cuéllar y Juan Angel Alvarado, del FMLN. La dirigencia de ese partido, con todo y que mi padre era de una izquierda bastante radical (o quizá por eso), dijo que no se opondría a la nominación, pero que tampoco la apoyaría, y que los tres diputados iban por su cuenta. Lo paradójico es que el apoyo para que el homenaje se hiciera, y que fuera rápido, provino de David Trejos, del Partido Demócrata Cristiano, y René Mario Figueroa, de ARENA. El primero, director de teatro, obtuvo un local y ayuda de la Universidad de El Salvador cuando mi padre era rector; el segundo fue mi amigo del alma en el Colegio Externado de San José, y su padre, René Amado, fue compañero de universidad de mi padre.
La carta que me envió la Asamblea Legislativa decía que se me otorgaban tres minutos "para agradecer" el homenaje al pleno; para mis adentros pensé que con treinta segundos me bastarían.
Este es el texto que leí ante 79 de los 84 diputados (no sé en qué estarían los cinco restantes):

Señores diputados.

Señores homenajeados.

Amigos.

El 19 de julio de 1972, la Asamblea Legislativa votó en pleno la derogación de la autonomía de la Universidad Nacional, de la que mi padre, el doctor Rafael Menjívar Larín, era rector.

En el momento en que se acordaba la destitución de las autoridades universitarias, la Policía Nacional entró en el recinto de la Asamblea y capturó a mi padre y, entre varios otros, al doctor Miguel Sáenz Varela, diputado en la legislación anterior.

Mi padre fue golpeado, encarcelado e inició un exilio que terminó veintiocho años más tarde, el día de su muerte, el 7 de agosto pasado.

Discutí con mi familia acerca del significado de este reconocimiento que se le hace a uno de los más grandes intelectuales latinoamericanos, a uno de los más grandes hombres que ha dado El Salvador, y entendemos este homenaje como una petición de disculpas a mi padre por parte de esta institución.

También lo vemos como un reconocimiento del pueblo salvadoreño a su labor en favor de los desposeídos, entre quienes nació y a quienes tuvo como preocupación fundamental.

Es en esa calidad que acepto esta distinción con orgullo, a pesar de su carácter póstumo, en su nombre, el de su esposa, sus hijos y sus amigos.

Me enorgullece saber que entre los homenajeados de hoy está don Jorge Lardé y Larín, excelente historiador y tío de mi padre, a quien no había tenido el honor de conocer personalmente. El que se le hace es también un homenaje de justicia y, aunque no esté entre mis atribuciones, lo agradezco de corazón.

Gracias.



Desde el podio vi cómo David Tejos me hacía un gesto de aprobación y René Figueroa se sonreía divertido y agitaba la cabeza. Algunos diputados del FMLN estaban furiosos, los del PCN (el partido en el poder cuando se ocupó la universidad) estaban indignados ("¿Una disculpa? ¡Está loco!", dijo uno, según me contaron después). Algunos de ARENA, bastante jóvenes, hablaron entre sí, como preguntándose: "¿En serio pasó algo así en el país?" y, en fin, bajé en medio de un silencio muy parecido al de cualquier sepulcro que se precie de serlo. En contraste con los homenajeados anteriores, o sus representantes, no fui saludado por una artillería de aplausos.
Los diputados de la mesa se pusieron de malas conmigo porque no les di la mano después de hablar, y los del FMLN lo tomaron como "un gesto político positivo" (según me contó después uno de los diputados de la izquierda) porque ellos no participaban en la directiva. En realidad estaba asustado, y se me olvidó que debía darles la mano, lo menos que podía hacer por mínima educación. Pero era la primera vez que armaba un desplante de ese tipo; la próxima vez tendré más cuidado.
Otros tomaron como una declaración de principios que, después del homenaje, llamara a Figueroa a través de una edecán y le diera un largo abrazo. Para ellos fue una muestra de que me había vendido a la derecha; en realidad tenía años de no conversar con René, desde que éramos adolescentes, y fue un gusto verlo otra vez. Hablamos de nuestras familias, recordamos de cuando jugábamos juntos y de algunos amigos del colegio a los que aún no he vuelto a ver. Luego me pasé todo el día nervioso, convenciéndome de que había hecho lo correcto. E hice lo correcto, pero jugarle al Hamlet inquieta a cualquiera.
Unas semanas después murió don Jorge Lardé y Larín, a quien por cierto mi padre se parecía muchísimo, según pude ver ese día. (En estos momentos vivo frente a la que era su casa.) La referencia que hice también tenía doble vuelta: somos de la rama "bastarda" de los Larín, merced a un asunto de juventud de mi bisabuela Ercilia. Según parece, la bisabuela quedó embarazada de una relación con un primo suyo, por lo que fue expulsada sumaria, definitiva y literalmente de la familia. La abuela Carmen, hija de la bisabuela Ercilia, odiaba a los Larín, y su venganza por lo que le hicieron a su madre fue hacer que todos, hijos y nietos, estudiaran una carrera, se superaran y obtuvieran por cuenta propia lo que se les había negado por derecho de sangre. El abuelo Alfonso, chofer y mecánico, no entendía muy bien la obsesión de la abuela, pero ese día, en ese homenaje, la obsesión tuvo sentido y los Larín se encontraron de nuevo.
La abuela, desde su mayoría de edad, dejó de usar el Larín, que tenía como primer apellido, y utilizó el Choto, que era el de su padre. Murió a principios de 1995, así que no alcanzó a ver el homenaje. Lo hubiera disfrutado casi tanto como yo lo disfruté cuando me pasó el susto.

4 de noviembre de 2004

En casa. Octubre de 2004.


La camisa ya es vieja; si no me equivoco, la compré en México en 1997 o 1998. El cabello y la barba también están destiñéndose. La computadora que aparece en la foto ya estaba fallando en ese momento, y hubo que comprar otra, más potente, más efectiva, más nueva y sin las manchas que la otra había acumulado en sus años de existencia. El monitor lo compré el mismo año que la camisa; ahora uso uno un poco más grande, un poco más brillante, con un poco más de resolución, que gasta menos energía. Y, en fin, la vida continúa, como ha venido continuando desde hace 45 años y como continuará durante un tiempo indeterminado, pero cierto.