3 de julio de 2008

Negación y esperanza

Siempre detesté que me ocultaran información acerca de la --mala-- salud de gente de la familia, y ocurrió varias veces.
De la abuela Carmen sí supe desde el principio, porque estaba presente, en México, cuando le hablaron a mi padre, en enero de 1995, para decirle que tenía una neumonía de los diablos. Con todo y todo, la vieja era resistente, y murió un mes y algo después. Me llamaron ese mismo día.
Con el abuelo Alfonso me enteré desde el principio, gracias a la prima Sonia, que vive en Guatemala. Ella me fue informando de como iba su cáncer, porque era difícil sacar información de alguien más. Eso fue en 1996, año y medio después de la muerte de la abuela; en realidad murió de tristeza... y de 91 años bien cumplidos. (La abuela tendría 87 al morir.) Desde una semana antes estuve hablando con mi padre, casi todos los días, y hasta un par de horas antes del entierro.
El día en que murió el abuelo, por cierto, tenía una tocada con mi banda en un café de la colonia Roma, en el Distrito Federal. Creo que toqué mejor que nunca; era un modo de acompañar al abuelo Alfonso a donde quiera que fuera, si es que uno se va a alguna parte. Es curioso: una de las primeras cosas que me propuse al llegar a El Salvador fue ir a la tumba de los abuelos, para saludarlos. Eso fue en agosto de 1999, y aún no he ido. Sé que están en Jardines del Recuerdo, y más o menos en qué zona; he ido un par de veces a un par de entierros --al de Álvaro Menen Desleal, al de la mamá de la esposa del tío Manuel Posada-- y he estado a punto de buscarlos, pero a última hora algo pasa y no lo hago. Esa segunda vez, al regresar a casa, me llamaron para que fuera a Costa Rica porque mi padre no llegaba vivo al día siguiente. Tomé el primer avión y, sí, llegó al día siguiente; pude estar cerca cuando dejó de respirar.

Mi padre estaba enfermo de cáncer por lo menos desde principios de 1998 --llegó a verme en junio, durante un mes, y allí decidí irme a Costa Rica; creí que era una depresión--, y todo indica que lo sabía, pero no dijo nada a nadie. En abril me fui a Arizona, y para agosto estaba preparando bártulos para ir a Nueva York, donde había posibilidades para un buen trabajo. Hablé con él varias veces, con mi madre, con mis hermanos, y ninguno me dijo nada hasta que en una llamada sentí algo raro (me dijeron que andaba de viaje, y él mismo me había comentado que por esos días iría a Colombia o a Ecuador, por su trabajo). Los presioné y resultó que en ese preciso instante estaba en el quirófano, en una operación de caballo. Agarré un coraje de los de verdad y mi primera reacción fue regresar a Costa Rica, pero se me ocurrió pensar como hijo mayor: había cosas que resolver en El Salvador que tenían que ver con el asunto y una semana después estaba aquí. Me ofrecieron trabajo, me ubiqué y estuve viajando a Costa Rica.
Se veía que se recuperaba, y estuve tres o cuatro meses sin ir. Hablé con él, con mi madre y mis hermanos, y todo igual: está bien, se está recuperando, etcétera. Hasta que me llamaron para decirme que había caído en coma, que fuera para verlo morir.
Le habían hecho una segunda operación; tenía metástasis en la columna y qué sé yo. Sólo lo habían abierto y lo cerraron sin tocar nada.
La versión oficial era que en tres días se había puesto como lo encontré, es decir en los verdaderos huesos, casi sin músculo, pesando a lo sumo unos 45 kilos, cuando era un hombre que siempre andaba en los setenta y algo.
No murió esa vez. Comencé a platicar con él, aunque estuviera inconsciente, y a leerle cosas. A los tres días comenzó a moverse, y al cuarto despertó. Abrió los ojos, levantó la cabeza y me dijo: "Hola, chato. ¿Qué estoy haciendo aquí?
Estuve con él un mes y nos la pasamos muy bien, platicando, cantando y recordando cosas y personas. La gente de El diario de hoy me dejó quedarme lo que fuera necesario (gracias, Lafitte), y yo a cambio traducía Sports Illustrated, escribía algo para Vértice y mandaba las notas por internet. Después tuve que regresar, y dos semanas después me llamaron para que fuera a su muerte.

Cuando vi a mi madre, la semana pasada, supe que no había llegado a ese estado en un par de semanas, sino en meses, y que las diálisis no eran asunto nuevo, como ella misma trató de que creyera. De no ser por Sebastián Vaquerano, quizá no me hubiera enterado de su estado sino hasta hace un par de días, cuando mi hermano llamó para avisar que estaba en el hospital, después de un infarto, con daño cerebral irreversible después de pasarse 25 minutos sin oxígeno (sí, murió durante 25 minutos, la revivieron y la conectaron a los aparatos), con una peritonitis severa --que ya se le había declarado la última vez que la vi-- y una septicemia que ya debe estar bien avanzada; no la están dializando.
Y después de dos días de espera, en los que me he dedicado a pensar cosas horribles de buena parte del mundo --al menos de ese trozo de mundo-- y de mantener al tanto a mis hijos de lo que ocurre, para que sepan qué pasa con su gene, me doy cuenta de que quizá ni siquiera haya mala voluntad en esos ocultamientos, sino negación y, si se quiere, esperanza.
Vamos: mi madre está clínicamente muerta desde el lunes pasado por la mañana; lo que estamos esperando es que deje de respirar. Y sin embargo, entre todo lo terrible que dijo mi hermano acerca de su estado, había una gota de esperanza de que pueda salir de allí. Y no la hay, como no había modo de que viviera mucho tiempo después de que la vi: su estado era de verdad lamentable. Nadie lo merece.
Quizá mi familia --esa parte de mi familia-- siempre pensó que no valía la pena molestarme por algo que, en fin, pasaría, y que cuando llegara todo seguiría más o menos igual. Al menos estarían todos juntos y vivos. No es tan grave, vamos. O sí lo es, pero el médico dijo que...
Etcétera.
Tuve suerte de no hacerles demasiado caso y poder ver a mis padres antes de que murieran. Lástima que con mi madre quedaran tantas cosas por hablar; ya lidiaré con eso.

El peor de los casos fue con doña Dominga Morales, mi nana, la señora que me crió y a la cual le tenía un cariño excepcional. Siempre que llamaba a mi madre o a la abuela o platicaba con mi padre y mis hermanos me contestaban lo mismo: allí está, en su casa, viejita y cascarrabias. No me daban muchos detalles, pero tampoco los pedía. Sin embargo algo me molestaba: ella era diabética, hipotensa y varias cosas más. Antes de ser vieja estuvo a punto de morirse varias veces; a los 80 era difícil que siguera viva, aunque, en fin, no todos se iban a poner de acuerdo para decirme que seguía viva. Tampoco era cosa de llamarla por teléfono, porque los detestaba.
Cuando regresé a El Salvador, lo primero de lo que me enteré fue de que doña Minga había muerto seis años atrás. Lo supe porque fue lo primero que le pregunté a la abuela Mina. Ya no valía la pena recriminarle nada, ni a ella ni a nadie. Nada más me hubiera gustado saberlo en su momento; quizá hasta hubiera venido a despedirme. Era de las pocas personas capaces de sacarme de México; sólo mi padre lo hizo después de 23 años de no moverme de allí. (¿"No moverme" en un país de dos millones de kilómetros cuadrados? Je...)
En fin, las fotos de este post las tomé hoy por la tarde en Los Planes. Se veía hermoso con su niebla y su humedad.

3 comentarios:

Anónimo dijo...

...ya lidiaré con eso.

Bueno, es difícil; imposible diría yo. Durante días y semanas uno se queda pensando cómo se desperdició el tiempo y cómo se dejaron de hacer cosas, de decir cosas. Se te retuerce el corazón y te llueven los ojos. Muy tarde para entonces.

Quizá lo único que queda es recomendar a los que todavía tienen a sus padres en este mundo: sea lo que sea que se haya tenido planeado hacer, no le den larga. Háganlo, ya sea fumarse un cigarro juntos, tomarse una Pílsener (se vale emborracharse), ir al cine, dormir en la misma hamaca con la brisa del mar, darse un abrazo, comentar una película/libro/partido, tomarse una foto, regalarle el ultimo perfume de moda, o aquellos zapatos que tu sabés que les gustan, llevarlos a un concierto o a una obra de teatro, cocinarles una buena cena, y cuanta cosa se tenga en mente.

Después, cuando desaparecen, simplemente es imposible y entonces es cuando más te cuesta digerirlo, y se te muere un pedacito de corazón...

Anónimo dijo...

Comunicarse es una de las virtudes de los seres humanos. Expresar lo que sentimos también. Nunca es tarde para nada. La mejor casa de aquellos que amamos es nuestro pensamiento y los recuerdos. ¿Para qué se vive sino para ser recordado y seguir existiendo?
Aquí estamos Rafael, con un abrazo, la admiración y mi mano para decirte que te admiro.
Cynthia

Rafael Menjivar Ochoa dijo...

Anónimo: Tienes razón, y por suerte tuve la oportunidad de hacerlo con mi padre, excepto lo de la Pílsener: una de sus... uh... frustraciones fue que soy abstemio, y nunca se puso una borrachera conmigo. A cambio, se aventó varias con mi hijo, mientras yo los acompañaba, desde luego jugando al póker y consumiendo nicotina al por mayor.
Y, sí, siempre se muere un pedacito de corazón.

Cynthia: Mil gracias por la solidaridad.

Y lo mismo para los demás, amigos, compañeros, todo el espectro.

Aunque no venga al caso, anoche la tormenta se reventó el módem DSL, el router y un cable de red. Será lo que sea, pero la disfruté bastante (la tormenta). A veces hace falta una así. No sé para qué, pero hace falta.