6 de julio de 2008

Otra historia que quiero leer

Es sencillo, y creo que ya lo he dicho por acá: escribo los libros que me gustaría leer y que nadie más escribiría si no lo hago yo. Por eso me puedo pasar años en un texto, hasta que quede como lo había imaginado, de ser posible mejor.
El riesgo es la saturación. Después de mucho tiempo de estar viendo el mismo texto, metiéndole mano, pensando en él, uno llega casi a sabérselo de memoria, y peor: sabe por qué cada coma está donde está, por qué ese adjetivo y no otro, y se puede perder el factor sorpresa, que es fundamental para una buena lectura.
Lo que hago es que llega un momento en que doy por terminada una novela y no vuelvo a leerla sino hasta que se publica, con una excepción: la corrección de galeras. Allí se topa uno de nuevo con el texto y, sí, uno puede refrescar la memoria y cuando tenga el libro en las manos, unas semanas después, quizá ya no tenga la distancia suficiente para disfrutarlo como algo nuevo.
En mi caso, trabajé durante años como editor y corrector, y aprendí un truco, que sirve sobre todo para la buena salud mental: leer y olvidar casi de inmediato lo que se ha leído y corregido. Cuando trabajaba en periodismo diario, en el momento de entrar en el periódico, tenía bien claro el panorama político mundial, las noticias a las que había que dar seguimiento, verificar pronósticos, buscar señales, escribir a veces acerca de lo más fuerte del día. (Habré hecho cerca de un millar de editoriales, y quizá un medio millar de artículos.) Al terminar, en el momento de poner un pie en la calle, podían preguntarme qué había ocurrido en el día y yo no tenía la menor idea. No era que hubiera "olvidado-olvidado", sino que mandaba la información a un segundo plano y me dedicaba a... bueno... a vivir y a pensar en lo que piensa la gente; prefiero usar mi capacidad de obsesión para otros temas.
Algo parecido pasa con la corrección de estilo. De preferencia, uno debe saber un poco más que algo de lo que está leyendo, o hará tonterías con el texto. Pero no puede pensar demasiado, porque empezará a pelearse con las ideas del autor y perderá de vista el objetivo, que es que quede un texto limpio, nada más. Uno está consciente de lo que está leyendo, cuida la coherencia, la ortografía, la gramática, la puntuación, y a la vez puede tener la mente en otra cosa. Lee en automático, y de repente, zaz, brinca la falta o la imprecisión y la corrige. Al final uno tiene una buena idea de lo que leyó mientras corregía, pero hay que sacarlo del segundo plano al cual lo envió, a menos que el tema haya sido especialmente interesante. Y ni aun así. Hay libros que he corregido --muchos-- y luego tengo que leerlos ya publicados para enterarme bien de qué trataban.
Más o menos lo mismo hago con las galeras de mis libros. Las leo en automático, corrijo lo que esté mal --siempre hay algo mal, y siempre quedará algún error; es la ley de la vida y de la edición-- y olvido lo que leí, así lo haya escrito yo mismo. Cuando veo el libro publicado, entonces, estaré viendo un texto nuevo: el libro que quería leer y que escribí para mí. Como lo he terminado hace dos o tres o cuatro o más años, la idea que tengo de él es diferente a lo que aparece ante mis ojos, y a veces me sorprenden cosas que en su momento parecían simples asuntos de técnica, y que son mucho más que eso. Por otra parte, no es lo mismo leer una novela impresa en hojas tamaño carta por uno mismo que editada en forma de libro, y sobre todo editada por alguien que no es uno. (Allí está uno de los defectos de la autoedición: la excesiva autonconciencia. No es el más importante argumento en contra, pero es uno de muchos.) De ese modo uno ve el libro como lo están viendo otros lectores, es decir como un lector más, y no como el autor. La distancia se incrementa, y así se da cuenta uno de si en efecto era el libro que quería leer o no. En mi caso he tenido suerte: con una excepción --que sin embargo no quedó mal--, siempre me ha tocado leer lo que quería.
Hay un libro mío que me gusta especialmente, Terceras personas. Lo leo cada par de años y siempre encuentro cosas nuevas, que siempre han estado allí pero no había visto. De ese libro en especial ha salido todo lo que he escrito desde 1990, quizá; allí están mis temas, los estilos, las ideas, los esquemas y hasta las estructuras de mis libros posteriores. (El último borrador de TP es de 1989. La versión definitiva la hice en 1995, y se publicó por primera vez en 1996.)
Trece, por ejemplo, está escrito tomando como patrón el texto "Manuscrito encontrado", de TP. Es la misma idea, el mismo esquema, la misma estructura, pero con un tema harto diferente. "Manuscrito encontrado" tiene apenas unas cinco o seis cuartillas; Trece tiene como 170. La idea es la de un jugador de ajedrez que vive vidas completas en cada partida, en el tiempo casi infinito que tiene para decidir entre una jugada y otra. En el ajedrez uno puede estar viendo el tablero, nada más viéndolo, sin pensar específicamente en jugadas, sino en la posición, en el dibujo que hacen las piezas, etcétera. Mientras, la mente anda por otros lados. Recuerda cosas, imagina cosas, se crea nuevas vidas, traduce la posición y las jugadas --o posibles jugadas-- a experiencias vitales, reales o posibles... Y de repente, zaz, la jugada aparece, uno mueve y el universo toma un nuevo sentido. La jugada puede ser buena o mala; es lo de menos. El hecho de "estar allí" es lo importante. En algún momento la partida termina, con victoria, derrota o tablas, y hay un desgaste físico y emocional muy fuerte. Uno ha vivido cosas nuevas, ha pensado otras de las que no tenía idea, ha fantaseado, ha resuelto problemas o se ha metido en otros nuevos. Algo importante acaba de terminar, y es como haber vivido una vida completa en las horas o minutos que duró la partida, desde el nacimiento (P4R o como le guste salir; yo prefiero C3AR, en una variante de la Reti) hasta la muerte, sea cual sea el resultado. Hay una ventaja: uno puede recomponer las piezas y comenzar de nuevo. Y ésa es la frase clave en "Manuscrito encontrado" y en Trece: "Recompongo las piezas y comienzo de nuevo." Si es que debe haber una clave, claro.
Trece lo he leído cuatro veces desde que se publicó por primera vez en 2003, o sea menos de una vez por año. La última fue la semana pasada, en la bonita edición de F&G Editores. (Aclaro que las tres ediciones que le han tocado son muy bonitas, cada una a su manera, y las disfruto no por igual, sino cada una según sus características.)
Como lector, es un libro que sigue gustándome bastante; lo escribí para mí, y me llevó nueve años para que quedara lo suficientemente bien para un lector más que exigente, o sea yo mismo. (Al diablo con las modestias.) Como escritor me doy cuenta de un par de cosas. Primero, que estoy en un proceso diferente, que no podría volver a escribirlo y quizá tampoco querría. Es un libro que tiene su lado terrible. Segundo, que la manía de escribir para mí mismo ha hecho que tenga varios libros que no se parecen en nada entre sí --aunque estén interconectados en más de un sentido--, con estilos diferentes, conceptos diferentes, y a veces de lo más raros, como Breve recuento de todas las cosas, que no es una novela y los personajes no son personajes, ni la trama es una trama, y el lenguaje lo es casi todo. (Seis años para setenta cuartillas; no es negocio, si se lo piensa uno bien.) El propio Terceras personas no sé qué demonios sea. Son cuatro textos principales, totalmente fragmentados, y quince --creo que son quince-- microtextos que pueden ser cualquier cosa. Todo eso forma una unidad, y es obvio, pero mentiría si dijera que he acabado de entender qué fue lo que hice. Breve recuento es un texto, así nomás; Terceras personas es un libro, así nomás, y pequeñito.
Toda esa disgresión es para decir que la semana pasada releí Trece y encontré que había una pequeña historia que quería contar --¡y leer!--, pero no lo sabía. El pie lo hallé en la parte que trata de un club --o lo que sea-- de jugadores de ruleta rusa. Hay cosas que no vienen en Trece y que descubrí que quiero saber.

Así que me compré en Costa Rica un cuaderno pequeño (aunque tiene 92 páginas), ni más ni menos que el más adecuado para esa historia en especial. La empecé el 28 de junio y ya llevo algunas páginas; lo he estado escribiendo de a poquitos, porque así ha estado saliendo, y ya el personaje central agarró forma, él solito, sin presionarlo demasiado. Hay un segundo personaje principal que ya intuyo; es uno de los que no aparecen en Trece, en la sesión de ruleta rusa.
Hoy me desperté a eso de las cuatro y pico de la mañana con la onda de escribir un poco más y, sí, salieron dos o tres páginas, pero sobre todo aparecieron aspectos importantes del personaje principal. Aún no sabía qué buscaba, y de pronto todo fue bien claro. Hacía mucho que no despertaba en la madrugada específicamente para escribir.
En general, mis personajes centrales no tienen nombre, y sí algunos de los secundarios. Esta vez el personaje central tiene nombre, y los demás no, incluido el segundo protagonista. ¿Por qué no les pongo nombre? Eso será tema de otro post; ahora voy a revisar lo que he escrito, a ver qué encuentro de nuevo.
(No, no he olvidado que estoy en medio de una novela. Nomás todavía no sé qué sigue. No, tampoco olvido que tengo otro relato corto a medias; se me acabaron los recursos y estoy buscando cómo resolver el texto sin que resulte repetitivo o previsible. Ya más o menos tengo una idea de cómo hacerlo.)

5 comentarios:

Anónimo dijo...

"Es sencillo". Como tú dices. Y mi vecina se llama Homero, el cartero se llama Shakespeare, yo cada día voy a la panadería y le digo a la chica que atiende "En un lugar de cuyo nombre no quiero acordarme deme por favor un bollo de pan" y cuando pido carne en el restaurante el mesero me pregunta: "¿Qué término caballero? ¿Aleph Comala o If?". O sea que nada sencillo y no envidio tu situación, pero por supuesto sigo esperando que sigas escribiendo, pa' ver qué pasa ya que has decidido matar al protagonista al final de la primera parte. A ver... Sé que vas a encontrar la solución, pero muy sádicamente lo que me interesa es ver cómo. «Los amigos pueden ser tortuosos. Los amigos pura chingada.» (RMO, De vez en cuando lamuerte). Je je je. Un abrazo. Thierry

Anónimo dijo...

"a veces me sorprenden cosas que en su momento parecían simples asuntos de técnica, y que son mucho más que eso." Esto que tú dices lo sentí muy fuerte cunado fuimos a ver (y escuchar) la adaptación teatral que hizo Claude Esnault. Estabas escuchando, traducida al francés, una de tus obras, e ibas descubriendo cosas nuevas o que te parecían nuevas, en fin ocurrencias que tal vez no sospechabas, cosas que son justamente "mucho más que eso.". O sea que después de la sorpresa de leer tu texto impreso pueden surgir otras sorpresas, por ejemplo la de escucharlo. Me parece bien impresionante el asunto. Otro abrazo. Thierry

Rafael Menjivar Ochoa dijo...

Uhm...
Quizá, cuando uno escribe el libro que quiere leer, lo piensa muy literalmente. Esto es: la memoria es la memoria, y la intención es la intención, y uno lee sólo lo que está listo para leer, o sea lo que escribió para que "ese otro" que es uno mismo pueda leerlo.
Está muy complicado lo anterior...
A ver: uno lee lo que espera leer, pero quizá escribió más que eso, y no lo llega a ver porque está "prejuiciado" por lo que espera leer.
Quizá eso me pasó con la última lectura de Trece: vi cosas que no había visto antes, y que me parecieron interesantes y hasta sorpresivas. La mayor parte de la lectura fue rutina; más o menos sabía lo que iba a releer. Y por eso mismo me brincaron detalles que en las lecturas anteriores (y quizá en la escritura) me habían pasado desapercibidos.
La lectura de Esnault y compañía (saludos a ellos, con abrazo de ser posible) fue otra cosa. Allí lo que vi fueron intenciones que yo no tenía, pero que ellos descifraron, interpretaron y... uh... ejecutaron. Lo que te decía en Le Mans: "Tú lo escribiste, ahora te lo comes". Y sin condimentos.
Me gustó esa sensación de un modo un tanto masoquista: la gente se reía por pasajes que yo creía espantosamente dramáticos, y no sabía muy bien por qué se reían. Me metí en el ambiente, me quité preconceptos y al rato estaba riéndome también. Entendí por qué se reían, aunque no pueda explicarlo. Creo que eran cosas tan duras que rayaban con el absurdo, y a uno no le queda más que reírse ante lo que sólo puede ser una broma. Cruel, pero broma. (O un juego: estarás de acuerdo en que Trece y TP no dejan de ser juegos.) Creo que también entendí mucho, allí, de la idiosincrasia francesa, si algo así existe, y me encantó. Mis recuerdos de la gente de por allá son muy cálidos, de gente realmente acogedora. Pendejos hay en todas partes, y me topé con un par; la mayoría fueron buena onda conmigo, y muy generosos. Y me encanta esa propensión a discutir por todo, a saber discutir, a disfrutar de la discusión, y las fiestas al estilo Astérix. Gosciny era un genio y, al igual que Esnault, gordo. (Ya quedamos en que Alain es un gordo honorario.)

Ernesto Bautista dijo...

Pues de la ruleta rusa es de las que mas me gustaron de Trece. Si hay personajes esperando hablar aun, pues estaria interesante conocerlos.

Saludotes Rafa.

Anónimo dijo...

Señor Menjívar
Gusto saludarlo de nuevo. Supono que ese corazón-memoria se repone.
Estoy intentando escribir algo sobre "De el mundo en el que el cielo cae y cae" No he encontrado crítica a la obra o a algunos de los textos, quizá no he sabido buscar. ¿Tendrá algunas pàginas de internet donde pueda yo leer referencias de la crítica literaria a su obra?
En verdad estoy impresionada con sus textos que me han regalado personajes entrañables.
Es un gusto escribirle maestro.
Cynthia