Dead Like Me, periodismo y columna
Dead Like Me es una de las series de televisión que más he disfrutado, y lamenté que sólo hubieran grabado dos temporadas. No vi todos los capítulos; me enteré de que existía cuando ya estaban en las repeticiones, en capítulos salteados y en horarios que más bien hacían pensar que la usaban como relleno.
Tiene un humor negro excepcional. La compararon con Six Feet Under, y se llegó a decir que era un remake no muy bien hecho. Nada que ver. Excepto por la cotidianeidad de la muerte, y el humor (que a Six feet se le acabó al final de la segunda temporada), son temas radicalmente diferentes. Mientras que Six feet habla de una familia dedicada al negocio funerario, del que tiene que hacerse cargo --a su pesar-- tras la muerte del padre, Dead Like Me habla de una serie de... uh... parcas, "undeads" o como se quiera llamarles, que "sacan" las almas del cuerpo de gente que se va a morir, o que acaba de morir. Las muertes en general son mucho más excéntricas que las de Six Feet, y tiene un plus: la protagonista es una clásica adolescente nerd y amarga que muere cuando le cae encima la tapa del inodoro de la estación orbital Mir cuando ésta se precipita a tierra. Sin ese personaje, y quizá sin Ellen Muth en el papel, la serie no tendría mucho sentido.
Las "parcas" se reúnen por las mañanas en un lugar que se llama "The Waffle House" para que su jefe les dé las asignaciones del día, que reparte en post-its. Las parcas son una ex bailarina contemporánea que trabaja como policía, poniendo multas al pie de los parquímetros; un drogadicto inglés que murió clavándose un taladro en la cabeza porque intentaba "liberar" su cerebro a nuevas experiencias, una muchacha aventurera muerta en 1925 cuando saltó desde una catarata demasiado alta, con un fondo con poco fondo, y una actriz secundarísima muerta durante la filmación de Lo que el viento se llevó, que trataba de ascender haciéndoles favores sexuales a Clark Gable, Errol Flynn y a veces a desconocidos que tenían cara de ser importantes en la industria cinematográfica.
El papel del jefe está a cargo de Mandy Patinkin, un actor que me cayó muy bien desde su papel en The Princess Bride, una de mis películas favoritas. Allí la hace de espadachín español que busca a un hombre con seis dedos para vengar la muerte de su padre. Durante toda la película se pasa ensayando la frase que le dirá cuando lo encuentre: "Hello. My name is Íñigo Montoya. You killed my father. Prepare to die", en un acento bastante chistoso. También desarrolla un excelente papel dramático --muy dramático-- en la serie Criminal Minds.
En fin, que el lunes fui a Metrocentro a hacer varias cosas pendientes, pasé a almorzar a Sanborns y tenían en oferta la primera serie de Dead Like Me, y por supuesto que la compré. (Los DVDs y CDs de música siguen con descuentos de entre 20 y 70 por ciento.) Esa misma noche vi el piloto y dos capítulos; Krisma se quedó viendo otros tres, que vi ayer mientras ella iba al centro con la Vale, y por la noche nos echamos cuatro más. Lo malo es que sólo nos faltan cuatro por ver, y no estaba la segunda temporada...
Hay algunas copias más en venta para quien quiera comprarlas. Vale la pena. Quizá sea una de las series más inteligentes e irónicas que se hayan filmado hasta ahora.
Me he pasado las últimas seis semanas hablando de periodismo en Centroamérica 21, y me han faltado cosas. Por ejemplo, decir que lo menos periodístico que hay es hacer entrevistas por teléfono. Es muy poco profesional: es necesario tener enfrente al entrevistado para saber de qué está hablando él, de qué está hablando uno y "sentir" por dónde debe ir la plática. Sin embargo hay periodistas que así se ganan la vida de ese modo: inventan un tema, hacen llamadas, escriben más o menos lo que les dijeron --o entendieron-- y ya sacaron la nota del día. Lo que hacen en general es quemar temas buenos o sobredimensionar temas malos, y les llaman "reportajes" a notas sin mucha sustancia.
Siempre me prometo --y no he tenido corazón para cumplirlo-- que no daré entrevistas telefónicas. Me parece que hoy sí lo cumpliré.
Ayer, ya tarde, me llamo Alfredo García, de El diario de hoy, para decirme que estaba escribiendo un reportaje acerca de familias que de algún modo --o de todos modos, o de muchos modos-- se dedican al arte. Me preguntó por la mía y le dije que, sí, varias personas se dedicaban o habían dedicado a eso: mi esposa a la poesía, mi hermano Mauricio a la pintura y la escultura --además de que estudió guitarra clásica--, mi hijo a la guitarra clásica y al jazz, mi hija al canto --está en el coro de la UNAM, además de que estudia arquitectura del paisaje--, mi hermana Lorena a la música y a la literatura, sus hijas a la música, y mi padre --es una historia que deberé contar alguna vez, porque ya la he mencionado-- trató de ser escritor, y tanto él como mi madre tocan (ella toca, él tocaba porque ya se murió) la guitarra y cantaban muy bien. Creo que nos viene del lado Choto de la familia; hay varios que hacen música muy a la lírica, pero muy bien. En suma, todos en algún momento, en diferentes grados, nos hemos dedicado al menos un rato a la música, y algunos a la literatura. (Lorena no ha querido soltarme sus poemas. Deben ser buenos, pero algo la avergüenza.) El "reportaje" puede encontrarse en este link. Por lo que sé, hay bastante familias interesantes que se dedican al arte y sus aledaños. Lo que hizo Alfredo fue "quemar" un buen tema por sacar la nota del día. Lástima.
Lo que sé es que no se me antoja seguir siendo cómplice de esas cosas. Y otra vez me prometo que no daré entrevistas telefónicas, esta vez con intenciones de cumplir.
Y ya que estamos en ésas, reproduzco mi columna de esta semana en Centroamérica 21. La nota puede encontrarse aquí. Recomiendo de paso una nota de Jacinta Escudos titulada El club de los escritores suicidas, que es la primera parte de algo interesante. (Así, Alfredo, se escribe un reportaje.)
El término “cuarto poder” parece una frase salida de un jefe de redacción irónico; en el camino alguien se la tomó bastante en serio, la usó como estandarte y desde entonces no hemos parado en la búsqueda de la “verdadera función social” del periodismo.
Lo de “cuarto poder”, si uno es periodista y se pone romántico, podría significar que el periodismo es uno de los actores fundamentales de la vida en comunidad: se encuentran el poder del estado, el poder económico, el poder eclesial y los medios de comunicación masiva.
El origen del término es mucho más simple. Surge en las épocas de la Revolución Francesa, y añade al periodismo –y más bien a los medios de prensa– como el cuarto mosquetero de una serie de sólo tres: poder legislativo, judicial y ejecutivo. El trasfondo es que hay quienes hacen leyes y sistemas de leyes, quienes las protegen y quienes las ejecutan, respectivamente. Los medios de prensa serían los que influyen políticamente en las decisiones de esos tres órganos: un contralor y un vigilante del sistema.
Los medios de comunicación, dentro de esta lógica, no tienen un poder intrínseco: éste depende de la opinión pública que logre generar. Y en ese supuesto proceso ocurre la eterna contradicción: el medio posee una agenda política –la de sus dueños y editores–, y los periodistas tienen –o deberían– una visión más profesional o técnica –más “objetiva”– del oficio, y lo aplican –o deberían– lo mejor que pueden dentro de las restricciones de una línea editorial.
Que el medio crea en su papel especial como parte de un “cuarto poder” es lógico. Que los periodistas jueguen a obtener y ejercer una ración, obviamente mínima, es irreal. Como ya se dijo en una nota anterior, la relación entre un medio y un periodista es generalmente laboral, y dentro de los valores implícitos se encuentra el hecho de que el periodista trabaja para satisfacer las necesidades del medio, no las suyas.
Aun con la amplia libertad con la que cuenta un periodista, la influencia que pudiera tener dependerá de la influencia que el medio le otorgue, y ésta a su vez de la calidad de su trabajo. Pero no hay que hacerse ilusiones: el papel del periodista, en todo momento, es hacer su trabajo de manera profesional; lo que derive de ello será extraperiodístico, así se trate de ayudar a cambiar situaciones, defenestrar a un funcionario público o hablar de la inauguración de una plaza.
Los medios tienen resueltos sus objetivos: hay una línea editorial establecida, hay preferencias políticas e ideológicas, hay un modo estándar de procesar la información y se presupone que lo más importante es la presentación de un producto periodísticamente sólido.
Para los periodistas es más pantanoso, y por eso se habla a menudo de ética, se arman reuniones sobre el tema y llegan a imprimirse manuales para que las cosas queden claras.
Pero no todas están claras, desde lo más grave –corrupción abierta– hasta otras que de tan simples pasan desapercibidas para los propios periodistas. Una de ellas es la frágil y siempre peligrosa relación con el poder.
Para la mayor parte de los reporteros el fin de año es fructífero. Se los invita a recepciones en ministerios, en la presidencia, con bailes, buena comida, licor y lo que se acostumbra. Después llegan a las redacciones con los regalos recibidos, y son frecuentes las pláticas acerca de lo que ganaron en la rifa. Esos “reconocimientos” a la labor periodística se pagan con dinero público, y no hay mucha diferencia con el tráfico de influencias que los mismos periodistas denuncian durante el resto del año; a lo sumo, los regalos a los comunicadores serán mucho más baratos. Lo mismo podría aplicarse a la relación debida con organismos políticos, organizaciones no gubernamentales y equipos de fútbol.
El primer principio ético es la calidad. Habrá escuelas deficientes y editores sin experiencia, pero también debe existir el impulso –¡y la práctica– de los periodistas de continuar formándose más allá de lo que aprendieron en la escuela. Ésta no deja de ser una guía que, además, poco tiene que ver con el ejercicio cotidiano.
El segundo, conservar el papel de testigo imparcial. Desde el momento en que el periodista cree que es parte de un “cuarto poder”, y que debe ejercer sus fueros, algo se perdió en alguna parte.
Un dato curioso: muy pocos, de los que ostentan espacios de opinión permanentes en los medios salvadoreños son periodistas de oficio. ¿Se debe a que ejercen su derecho a la libertad de expresión como ciudadanos; a que algunos son parte agendas políticas –del medio o aliados del medio– o a que no hay muchos periodistas preparados para asumir el trabajo? No se arriesga aquí una respuesta, porque algo habrá de cada una de las posibilidades, pero no deja de ser un tema de reflexión.
Tiene un humor negro excepcional. La compararon con Six Feet Under, y se llegó a decir que era un remake no muy bien hecho. Nada que ver. Excepto por la cotidianeidad de la muerte, y el humor (que a Six feet se le acabó al final de la segunda temporada), son temas radicalmente diferentes. Mientras que Six feet habla de una familia dedicada al negocio funerario, del que tiene que hacerse cargo --a su pesar-- tras la muerte del padre, Dead Like Me habla de una serie de... uh... parcas, "undeads" o como se quiera llamarles, que "sacan" las almas del cuerpo de gente que se va a morir, o que acaba de morir. Las muertes en general son mucho más excéntricas que las de Six Feet, y tiene un plus: la protagonista es una clásica adolescente nerd y amarga que muere cuando le cae encima la tapa del inodoro de la estación orbital Mir cuando ésta se precipita a tierra. Sin ese personaje, y quizá sin Ellen Muth en el papel, la serie no tendría mucho sentido.
Las "parcas" se reúnen por las mañanas en un lugar que se llama "The Waffle House" para que su jefe les dé las asignaciones del día, que reparte en post-its. Las parcas son una ex bailarina contemporánea que trabaja como policía, poniendo multas al pie de los parquímetros; un drogadicto inglés que murió clavándose un taladro en la cabeza porque intentaba "liberar" su cerebro a nuevas experiencias, una muchacha aventurera muerta en 1925 cuando saltó desde una catarata demasiado alta, con un fondo con poco fondo, y una actriz secundarísima muerta durante la filmación de Lo que el viento se llevó, que trataba de ascender haciéndoles favores sexuales a Clark Gable, Errol Flynn y a veces a desconocidos que tenían cara de ser importantes en la industria cinematográfica.
El papel del jefe está a cargo de Mandy Patinkin, un actor que me cayó muy bien desde su papel en The Princess Bride, una de mis películas favoritas. Allí la hace de espadachín español que busca a un hombre con seis dedos para vengar la muerte de su padre. Durante toda la película se pasa ensayando la frase que le dirá cuando lo encuentre: "Hello. My name is Íñigo Montoya. You killed my father. Prepare to die", en un acento bastante chistoso. También desarrolla un excelente papel dramático --muy dramático-- en la serie Criminal Minds.
En fin, que el lunes fui a Metrocentro a hacer varias cosas pendientes, pasé a almorzar a Sanborns y tenían en oferta la primera serie de Dead Like Me, y por supuesto que la compré. (Los DVDs y CDs de música siguen con descuentos de entre 20 y 70 por ciento.) Esa misma noche vi el piloto y dos capítulos; Krisma se quedó viendo otros tres, que vi ayer mientras ella iba al centro con la Vale, y por la noche nos echamos cuatro más. Lo malo es que sólo nos faltan cuatro por ver, y no estaba la segunda temporada...
Hay algunas copias más en venta para quien quiera comprarlas. Vale la pena. Quizá sea una de las series más inteligentes e irónicas que se hayan filmado hasta ahora.
* * *
Me he pasado las últimas seis semanas hablando de periodismo en Centroamérica 21, y me han faltado cosas. Por ejemplo, decir que lo menos periodístico que hay es hacer entrevistas por teléfono. Es muy poco profesional: es necesario tener enfrente al entrevistado para saber de qué está hablando él, de qué está hablando uno y "sentir" por dónde debe ir la plática. Sin embargo hay periodistas que así se ganan la vida de ese modo: inventan un tema, hacen llamadas, escriben más o menos lo que les dijeron --o entendieron-- y ya sacaron la nota del día. Lo que hacen en general es quemar temas buenos o sobredimensionar temas malos, y les llaman "reportajes" a notas sin mucha sustancia.
Siempre me prometo --y no he tenido corazón para cumplirlo-- que no daré entrevistas telefónicas. Me parece que hoy sí lo cumpliré.
Ayer, ya tarde, me llamo Alfredo García, de El diario de hoy, para decirme que estaba escribiendo un reportaje acerca de familias que de algún modo --o de todos modos, o de muchos modos-- se dedican al arte. Me preguntó por la mía y le dije que, sí, varias personas se dedicaban o habían dedicado a eso: mi esposa a la poesía, mi hermano Mauricio a la pintura y la escultura --además de que estudió guitarra clásica--, mi hijo a la guitarra clásica y al jazz, mi hija al canto --está en el coro de la UNAM, además de que estudia arquitectura del paisaje--, mi hermana Lorena a la música y a la literatura, sus hijas a la música, y mi padre --es una historia que deberé contar alguna vez, porque ya la he mencionado-- trató de ser escritor, y tanto él como mi madre tocan (ella toca, él tocaba porque ya se murió) la guitarra y cantaban muy bien. Creo que nos viene del lado Choto de la familia; hay varios que hacen música muy a la lírica, pero muy bien. En suma, todos en algún momento, en diferentes grados, nos hemos dedicado al menos un rato a la música, y algunos a la literatura. (Lorena no ha querido soltarme sus poemas. Deben ser buenos, pero algo la avergüenza.) El "reportaje" puede encontrarse en este link. Por lo que sé, hay bastante familias interesantes que se dedican al arte y sus aledaños. Lo que hizo Alfredo fue "quemar" un buen tema por sacar la nota del día. Lástima.
Lo que sé es que no se me antoja seguir siendo cómplice de esas cosas. Y otra vez me prometo que no daré entrevistas telefónicas, esta vez con intenciones de cumplir.
Y ya que estamos en ésas, reproduzco mi columna de esta semana en Centroamérica 21. La nota puede encontrarse aquí. Recomiendo de paso una nota de Jacinta Escudos titulada El club de los escritores suicidas, que es la primera parte de algo interesante. (Así, Alfredo, se escribe un reportaje.)
¿Qué pasó con el periodismo salvadoreño? / y 5
Rafael Menjívar OchoaEl término “cuarto poder” parece una frase salida de un jefe de redacción irónico; en el camino alguien se la tomó bastante en serio, la usó como estandarte y desde entonces no hemos parado en la búsqueda de la “verdadera función social” del periodismo.
Lo de “cuarto poder”, si uno es periodista y se pone romántico, podría significar que el periodismo es uno de los actores fundamentales de la vida en comunidad: se encuentran el poder del estado, el poder económico, el poder eclesial y los medios de comunicación masiva.
El origen del término es mucho más simple. Surge en las épocas de la Revolución Francesa, y añade al periodismo –y más bien a los medios de prensa– como el cuarto mosquetero de una serie de sólo tres: poder legislativo, judicial y ejecutivo. El trasfondo es que hay quienes hacen leyes y sistemas de leyes, quienes las protegen y quienes las ejecutan, respectivamente. Los medios de prensa serían los que influyen políticamente en las decisiones de esos tres órganos: un contralor y un vigilante del sistema.
Los medios de comunicación, dentro de esta lógica, no tienen un poder intrínseco: éste depende de la opinión pública que logre generar. Y en ese supuesto proceso ocurre la eterna contradicción: el medio posee una agenda política –la de sus dueños y editores–, y los periodistas tienen –o deberían– una visión más profesional o técnica –más “objetiva”– del oficio, y lo aplican –o deberían– lo mejor que pueden dentro de las restricciones de una línea editorial.
Que el medio crea en su papel especial como parte de un “cuarto poder” es lógico. Que los periodistas jueguen a obtener y ejercer una ración, obviamente mínima, es irreal. Como ya se dijo en una nota anterior, la relación entre un medio y un periodista es generalmente laboral, y dentro de los valores implícitos se encuentra el hecho de que el periodista trabaja para satisfacer las necesidades del medio, no las suyas.
Aun con la amplia libertad con la que cuenta un periodista, la influencia que pudiera tener dependerá de la influencia que el medio le otorgue, y ésta a su vez de la calidad de su trabajo. Pero no hay que hacerse ilusiones: el papel del periodista, en todo momento, es hacer su trabajo de manera profesional; lo que derive de ello será extraperiodístico, así se trate de ayudar a cambiar situaciones, defenestrar a un funcionario público o hablar de la inauguración de una plaza.
Los medios tienen resueltos sus objetivos: hay una línea editorial establecida, hay preferencias políticas e ideológicas, hay un modo estándar de procesar la información y se presupone que lo más importante es la presentación de un producto periodísticamente sólido.
Para los periodistas es más pantanoso, y por eso se habla a menudo de ética, se arman reuniones sobre el tema y llegan a imprimirse manuales para que las cosas queden claras.
Pero no todas están claras, desde lo más grave –corrupción abierta– hasta otras que de tan simples pasan desapercibidas para los propios periodistas. Una de ellas es la frágil y siempre peligrosa relación con el poder.
Para la mayor parte de los reporteros el fin de año es fructífero. Se los invita a recepciones en ministerios, en la presidencia, con bailes, buena comida, licor y lo que se acostumbra. Después llegan a las redacciones con los regalos recibidos, y son frecuentes las pláticas acerca de lo que ganaron en la rifa. Esos “reconocimientos” a la labor periodística se pagan con dinero público, y no hay mucha diferencia con el tráfico de influencias que los mismos periodistas denuncian durante el resto del año; a lo sumo, los regalos a los comunicadores serán mucho más baratos. Lo mismo podría aplicarse a la relación debida con organismos políticos, organizaciones no gubernamentales y equipos de fútbol.
El primer principio ético es la calidad. Habrá escuelas deficientes y editores sin experiencia, pero también debe existir el impulso –¡y la práctica– de los periodistas de continuar formándose más allá de lo que aprendieron en la escuela. Ésta no deja de ser una guía que, además, poco tiene que ver con el ejercicio cotidiano.
El segundo, conservar el papel de testigo imparcial. Desde el momento en que el periodista cree que es parte de un “cuarto poder”, y que debe ejercer sus fueros, algo se perdió en alguna parte.
Un dato curioso: muy pocos, de los que ostentan espacios de opinión permanentes en los medios salvadoreños son periodistas de oficio. ¿Se debe a que ejercen su derecho a la libertad de expresión como ciudadanos; a que algunos son parte agendas políticas –del medio o aliados del medio– o a que no hay muchos periodistas preparados para asumir el trabajo? No se arriesga aquí una respuesta, porque algo habrá de cada una de las posibilidades, pero no deja de ser un tema de reflexión.
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