Cosas del lunes y columna
¡Por fin llegué al punto en que se encuentran el psicópata y la Directora! Pero no en el presente (o sea el futuro), sino en el pasado (o sea el futuro que es menos futuro que el futuro presente). Ocurre en el capítulo XI, que estoy escribiendo para poder entender qué va a pasar en el capítulo VII, en el cual estoy trabado porque no sabía qué iba a pasar en el XI.
Otra cosa que está pendiente es cómo funciona la cosa en el Barrio Rugama. Si todo está destruido, abandonado, con la selva a los lados y dentro de los edificios, ¿dónde vive ese montón de gente? Debajo de la tierra, no; demasiado fácil, y ya hay un lugar donde la gente usa el antiguo metro como lugar de comercio; no me gusta repetirme. La pregunta es más bien ¿cómo hace toda esa gente para que no la vean? Gloria, hossana, that's the question.
Pero de que va, va. Obviamente las vacaciones apenas alcanzaron para un par de capítulos y para darle orden al texto, lo que no es poco. Ahora vamos a ver qué tal rinden los lunes y martes, además de los minutos sueltos en los que me pongo a escribir. He escrito novelas completas en minutos sueltos que siempre hay en medio del trabajo. Tiene su lado emocionante eso de cazar minutos. Hay una reunión, se acaba y quedan quince minutos en lo que llega la siguiente. Un párrafo. Va a llegar alguien, se atrasa media hora, listo, otro par de párrafos y algunas correcciones. Alguien cancela algo, dos horas libres, y es el alucine. Por la noche, entre la cena y la película en familia, media hora más. El truco es tener todo en la cabeza y conservar latente el estado de ánimo necesario para escribir, y no revisar todo sino saber, de una ojeada a las últimas líneas, qué es lo que sigue. Y seguirle. Ya después habrá tiempo para corregir... de quince minutos en quince minutos o un par de días de descanso que se tomen para eso. Nunca he creído cuando alguien dice que no ha escrito porque no tiene tiempo. Siempre hay tiempo, nomás hay que cazarlo.
Y de paso pongo algunas fotos que estaban en un álbum que traía Valeria. Le encantan los álbumes de fotos, y nosotros casi sólo con fotos digitales... Tendremos que imprimir algunas decenas.
Aquí, la abuela Mina (madre de mi madre) y mi papá, en algún momento de finales de los ochenta o principios de los noventa, seguro antes de los Acuerdos de Paz. Están en la casa familiar de la colonia Buenos Aires, a unos pasos del Ministerio de Hacienda.
Mi padre entró varias veces a El Salvador durante la época de la guerra, por el aeropuerto, con su pasaporte y con su nombre y apellido, con todo y que estaba condenadísimo a muerte por cuanto escuadrón hubiera. Entraba siempre con misiones internacionales que venían a pláticas con el gobierno, casi siempre de la Internacional Socialista. Se estaba sólo dos o tres días, cambiaba su boleto a última hora, ya en el aeropuerto, y nunca se movía sin alguien de la misión en cuestión. Se quedaba en el Camino Real, que era de lo más seguro que había, y lo demás era esperar que no se alocara algún escuadrón. Él no era socialdemócrata, ni mucho menos, pero era sensato, y resultaba un buen asesor para la gente de la IS. Tenía visa diplomática, lo que parecería una protección adicional. pero era de Costa Rica, y a quién le importaban en esos días las visas diplomáticas, cuantimás las de otros países, y menos las de Costa Rica.
Curioso: siempre creí que la abuela Mina se llamaba Herminia. Por aquí tengo su último DUI, sacado unos días antes de su muerte, y se llamaba Erminia. (María Erminia Molina López.) Es raro eso de haber tenido una abuela con falta de ortografía...
Aquí, la abuela (María del) Carmen Larín Choto y el abuelo Alfonso Amado Menjívar Castro, padres de mi padre, con mi madre en medio. (Ella se llama Estela Elsa Ochoa Molina, hija de la abuela de la foto anterior.) Debieron tomarla a principios de 1994 o finales de 1993, en la casa de mi padre en Costa Rica. La abuela mina murió en febrero de 1995, de una neumonía de ésas que le dan a mucha gente a principios de año. El abuelo moriría a finales de 1997. Los lentes de mi madre no son por hacerse la interesante. Desde hace una veintena de años tiene algo que le impide generar lágrimas, y tiene que andar echándose un líquido en los ojos cada cierto tiempo. La luz, el aire acondicionado, el humo, lo que sea, la pone fatal. También tiene su lado raro eso de tener una madre incapaz de llorar; excelente para una telenovela mexicana.
Y éste soy yo en enero de 2000, en la tumba de Salvador Cayetano Carpio. Había ido a conocerla unos meses antes, cuando regresé a El Salvador, y ese día llevé a mi madre al cementerio de Santa Tecla para que también lo visitara.
Fui por última vez hace un par de años, y había cambiado mucho. De hecho en la foto ya no está como cuando la vi por primera vez. Lo único que había era la placa que está a la altura de mis rodillas: "Familia Carpio-Alvarenga". Después le pusieron la bandera de las FPL y cada vez más leyendas. Luego mosaicos, hicieron más grande la estructura de metal y la última vez que la vi, con el debido respeto, parecía más un arbolito de navidad que la tumba de un dirigente revolucionario.
En fin, va la columna de esta semana. Pero antes me alegra decir que Krisma también tiene la suya a partir de este número de Centroamérica 21. Se puede encontrar aquí. (¿Le pagará la OIE? ¿La CIA? ¿La NBA? No ha querido decirme.)
La mía está en este link.
Concepto, plagio y mediocridad (III)
Rafael Menjívar Ochoa
Cuando Andy Warhol pintó sus famosos cuadros con latas de sopas Campbells, lo que pintó realmente fue... latas de sopas Campbells, de tomate y alverjas, para ser precisos. Cuando solarizó cuatro fotografías de Marilyn Monroe de cuatro maneras diferentes, lo que hizo en realidad fue solarizar cuatro fotografías de Marilyn Monroe y ponerlas en dos filas y dos columnas, un recurso que usaría en repetidas ocasiones.
También pintó botellas de Coca–Cola, de perfume, y fotografió a Muhammad Alí y varios iconos de la imaginería popular estadounidense. Hizo películas, como aquélla en que la lente está fija durante horas y horas en la azotea de un edificio, sin mostrar más que lo que ocurría en dicha azotea, es decir no mucho.
A lo que hacía se le dio un nombre: arte pop. El motivo era que Warhol tomaba elementos de la cotidianeidad de los norteamericanos, figuras populares, etcétera, y los “reconocía” como dignos de entrar en el mundo del arte, a veces bastante en bruto, a veces con ligeras modificaciones (la “intervención” de fotos, digamos) y, cuando se trataba de temas del “arte clásico”, de manera casi caricaturesca o muy poco elaborada.
Todo el mundo “intelectual” neoyorquino se volcó a declararlo un genio, y a explicar que las latas de sopa eran mucho más que eso: eran toda una concepción del arte, en la que lo que importaba no era la ejecución de la obra –¿qué tan difícil puede ser pintar una lata de sopa, o solarizar unas fotos?–, sino el concepto. No lo que la pintura decía, sino lo que Warhol “realmente” quería decir.
Hubo un viraje interesante con respecto a la concepción de las artes plásticas: lo importante no era la obra, sino el artista; no el resultado estético del trabajo, sino las intenciones del artista, su mundo interior, sus ideas, etcétera. El fenómeno no era nuevo: en la concepción romántica de la literatura (de Shelley y Blake a Rimbaud y Baudelaire), el artista era tan importante como su obra, con una diferencia diametral: un rigor estético que Warhol no mostraba.
El propio Warhol se convirtió en parte fundamental de su obra: sus palabras, su modo de vestir, sus actitudes, sus gustos personales, lo que comprara y usara, eran milimétricamente analizados y extrapolados. La paradoja fue que el “arte pop” no estaba destinado al pueblo, sino a una autoproclamada elite intelectual, que de pronto se llenó de críticos de “ese” arte, señoras que compraban de antemano cualquier cosa que Warhol fuese a producir, galerías en las que gente con ropa carísima y extravagante intentaba descifrar qué diablos quería decir Warhol con aquello que parecía lo que realmente era. El “tout New York”, pues, se volvió de pronto adicto al arte, ya no sólo como comprador de cosas de alto precio a modo de inversión –Van Goghs, Picassos y esas cosas–, sino como participantes de un fenómeno artístico de vanguardia. Los ricos, y no necesariamente los más cultos –y sus satélites–, ya tenían un artista al que podían entender, comentar y criticar, además de colgarlo en sus paredes.
Hubo muchos imitadores de Warhol, y otros que fueron derivando de él, incluso algunos de talento excepcional, como el “grafittero” Jean–Michel Basquiat y su “movimiento” SAMO (Same Old Shit).
Si se busca antecedentes a las latas de sopa y las botellas de refresco y perfume, quizá se llegue a un cuadro fundamental para la plástica: “Esto no es una pipa”, de René Magritte. El cuadro es, ni más ni menos, una pipa común y corriente, y el título aparece dentro del mismo cuadro, debajo del objeto pintado. Magritte estaba marcando, con él, un concepto fundamental para la pintura, en especial para el surrealismo, y para la comprensión del arte, y no sólo se dedicó a copiar objetos de uso; su obra es diversa, inteligente y, sobre todo, original. Algo similar a los juegos de Dadá, pero con mucha más sustancia que una actitud.
Si lo que se espera es originalidad, Andy Warhol la tuvo: fue el primero al que se le ocurrió hacer lo que hizo, y declararlo arte, con los antecedentes de Dadá y Magritte. Fueron sus sucesores, en sus diferentes vertientes, los que se pescaron como rémoras de su idea y se dedicaron a proclamar que todo lo que se les ocurriera era arte, por el simple hecho de que ellos, artistas, lo proclamaban. Y en general eran artistas con deficientes cualidades como pintores, escultores, actores o lo que fuera, y quizá por eso se pusieran en el plan de que el “concepto” es lo que vale en su obra, no la ejecución. Hubo –y hay– artistas de gran talento y grandes conocimientos que se sumaron a la ola, por el simple hecho de que es un arte “más apreciado”, que los pone a la vanguardia de una vanguardia que hace treinta años ya era vieja y estaba agotada.
Y es que, cuando el “concepto” importa, no la ejecución, cualquiera puede ser artista, con tal de que logre explicar que lo que se ve no es realmente lo que se ve, sino “otra cosa”, algo más profundo, así sea algunos paraguas rotos, unas piedras amontonadas o una foto ajena a la que sólo se le puso un tono sepia y algo de textura para presentar en un concurso, con un tercer lugar como premio, avalado por el Centro Cultural de España.
Eso no es plagio: es concepto. Quienes lo crean serán críticos, y que el autor original exija lo que exija: hay “autoridades” que avalan al plagiario y toda una corriente “artística” que ampara a alguien que quizá no sepa muy bien para lo que sirve un pincel.
Otra cosa que está pendiente es cómo funciona la cosa en el Barrio Rugama. Si todo está destruido, abandonado, con la selva a los lados y dentro de los edificios, ¿dónde vive ese montón de gente? Debajo de la tierra, no; demasiado fácil, y ya hay un lugar donde la gente usa el antiguo metro como lugar de comercio; no me gusta repetirme. La pregunta es más bien ¿cómo hace toda esa gente para que no la vean? Gloria, hossana, that's the question.
Pero de que va, va. Obviamente las vacaciones apenas alcanzaron para un par de capítulos y para darle orden al texto, lo que no es poco. Ahora vamos a ver qué tal rinden los lunes y martes, además de los minutos sueltos en los que me pongo a escribir. He escrito novelas completas en minutos sueltos que siempre hay en medio del trabajo. Tiene su lado emocionante eso de cazar minutos. Hay una reunión, se acaba y quedan quince minutos en lo que llega la siguiente. Un párrafo. Va a llegar alguien, se atrasa media hora, listo, otro par de párrafos y algunas correcciones. Alguien cancela algo, dos horas libres, y es el alucine. Por la noche, entre la cena y la película en familia, media hora más. El truco es tener todo en la cabeza y conservar latente el estado de ánimo necesario para escribir, y no revisar todo sino saber, de una ojeada a las últimas líneas, qué es lo que sigue. Y seguirle. Ya después habrá tiempo para corregir... de quince minutos en quince minutos o un par de días de descanso que se tomen para eso. Nunca he creído cuando alguien dice que no ha escrito porque no tiene tiempo. Siempre hay tiempo, nomás hay que cazarlo.
Y de paso pongo algunas fotos que estaban en un álbum que traía Valeria. Le encantan los álbumes de fotos, y nosotros casi sólo con fotos digitales... Tendremos que imprimir algunas decenas.
Aquí, la abuela Mina (madre de mi madre) y mi papá, en algún momento de finales de los ochenta o principios de los noventa, seguro antes de los Acuerdos de Paz. Están en la casa familiar de la colonia Buenos Aires, a unos pasos del Ministerio de Hacienda.
Mi padre entró varias veces a El Salvador durante la época de la guerra, por el aeropuerto, con su pasaporte y con su nombre y apellido, con todo y que estaba condenadísimo a muerte por cuanto escuadrón hubiera. Entraba siempre con misiones internacionales que venían a pláticas con el gobierno, casi siempre de la Internacional Socialista. Se estaba sólo dos o tres días, cambiaba su boleto a última hora, ya en el aeropuerto, y nunca se movía sin alguien de la misión en cuestión. Se quedaba en el Camino Real, que era de lo más seguro que había, y lo demás era esperar que no se alocara algún escuadrón. Él no era socialdemócrata, ni mucho menos, pero era sensato, y resultaba un buen asesor para la gente de la IS. Tenía visa diplomática, lo que parecería una protección adicional. pero era de Costa Rica, y a quién le importaban en esos días las visas diplomáticas, cuantimás las de otros países, y menos las de Costa Rica.
Curioso: siempre creí que la abuela Mina se llamaba Herminia. Por aquí tengo su último DUI, sacado unos días antes de su muerte, y se llamaba Erminia. (María Erminia Molina López.) Es raro eso de haber tenido una abuela con falta de ortografía...
Aquí, la abuela (María del) Carmen Larín Choto y el abuelo Alfonso Amado Menjívar Castro, padres de mi padre, con mi madre en medio. (Ella se llama Estela Elsa Ochoa Molina, hija de la abuela de la foto anterior.) Debieron tomarla a principios de 1994 o finales de 1993, en la casa de mi padre en Costa Rica. La abuela mina murió en febrero de 1995, de una neumonía de ésas que le dan a mucha gente a principios de año. El abuelo moriría a finales de 1997. Los lentes de mi madre no son por hacerse la interesante. Desde hace una veintena de años tiene algo que le impide generar lágrimas, y tiene que andar echándose un líquido en los ojos cada cierto tiempo. La luz, el aire acondicionado, el humo, lo que sea, la pone fatal. También tiene su lado raro eso de tener una madre incapaz de llorar; excelente para una telenovela mexicana.
Y éste soy yo en enero de 2000, en la tumba de Salvador Cayetano Carpio. Había ido a conocerla unos meses antes, cuando regresé a El Salvador, y ese día llevé a mi madre al cementerio de Santa Tecla para que también lo visitara.
Fui por última vez hace un par de años, y había cambiado mucho. De hecho en la foto ya no está como cuando la vi por primera vez. Lo único que había era la placa que está a la altura de mis rodillas: "Familia Carpio-Alvarenga". Después le pusieron la bandera de las FPL y cada vez más leyendas. Luego mosaicos, hicieron más grande la estructura de metal y la última vez que la vi, con el debido respeto, parecía más un arbolito de navidad que la tumba de un dirigente revolucionario.
En fin, va la columna de esta semana. Pero antes me alegra decir que Krisma también tiene la suya a partir de este número de Centroamérica 21. Se puede encontrar aquí. (¿Le pagará la OIE? ¿La CIA? ¿La NBA? No ha querido decirme.)
La mía está en este link.
Concepto, plagio y mediocridad (III)
Rafael Menjívar Ochoa
Cuando Andy Warhol pintó sus famosos cuadros con latas de sopas Campbells, lo que pintó realmente fue... latas de sopas Campbells, de tomate y alverjas, para ser precisos. Cuando solarizó cuatro fotografías de Marilyn Monroe de cuatro maneras diferentes, lo que hizo en realidad fue solarizar cuatro fotografías de Marilyn Monroe y ponerlas en dos filas y dos columnas, un recurso que usaría en repetidas ocasiones.
También pintó botellas de Coca–Cola, de perfume, y fotografió a Muhammad Alí y varios iconos de la imaginería popular estadounidense. Hizo películas, como aquélla en que la lente está fija durante horas y horas en la azotea de un edificio, sin mostrar más que lo que ocurría en dicha azotea, es decir no mucho.
A lo que hacía se le dio un nombre: arte pop. El motivo era que Warhol tomaba elementos de la cotidianeidad de los norteamericanos, figuras populares, etcétera, y los “reconocía” como dignos de entrar en el mundo del arte, a veces bastante en bruto, a veces con ligeras modificaciones (la “intervención” de fotos, digamos) y, cuando se trataba de temas del “arte clásico”, de manera casi caricaturesca o muy poco elaborada.
Todo el mundo “intelectual” neoyorquino se volcó a declararlo un genio, y a explicar que las latas de sopa eran mucho más que eso: eran toda una concepción del arte, en la que lo que importaba no era la ejecución de la obra –¿qué tan difícil puede ser pintar una lata de sopa, o solarizar unas fotos?–, sino el concepto. No lo que la pintura decía, sino lo que Warhol “realmente” quería decir.
Hubo un viraje interesante con respecto a la concepción de las artes plásticas: lo importante no era la obra, sino el artista; no el resultado estético del trabajo, sino las intenciones del artista, su mundo interior, sus ideas, etcétera. El fenómeno no era nuevo: en la concepción romántica de la literatura (de Shelley y Blake a Rimbaud y Baudelaire), el artista era tan importante como su obra, con una diferencia diametral: un rigor estético que Warhol no mostraba.
El propio Warhol se convirtió en parte fundamental de su obra: sus palabras, su modo de vestir, sus actitudes, sus gustos personales, lo que comprara y usara, eran milimétricamente analizados y extrapolados. La paradoja fue que el “arte pop” no estaba destinado al pueblo, sino a una autoproclamada elite intelectual, que de pronto se llenó de críticos de “ese” arte, señoras que compraban de antemano cualquier cosa que Warhol fuese a producir, galerías en las que gente con ropa carísima y extravagante intentaba descifrar qué diablos quería decir Warhol con aquello que parecía lo que realmente era. El “tout New York”, pues, se volvió de pronto adicto al arte, ya no sólo como comprador de cosas de alto precio a modo de inversión –Van Goghs, Picassos y esas cosas–, sino como participantes de un fenómeno artístico de vanguardia. Los ricos, y no necesariamente los más cultos –y sus satélites–, ya tenían un artista al que podían entender, comentar y criticar, además de colgarlo en sus paredes.
Hubo muchos imitadores de Warhol, y otros que fueron derivando de él, incluso algunos de talento excepcional, como el “grafittero” Jean–Michel Basquiat y su “movimiento” SAMO (Same Old Shit).
Si se busca antecedentes a las latas de sopa y las botellas de refresco y perfume, quizá se llegue a un cuadro fundamental para la plástica: “Esto no es una pipa”, de René Magritte. El cuadro es, ni más ni menos, una pipa común y corriente, y el título aparece dentro del mismo cuadro, debajo del objeto pintado. Magritte estaba marcando, con él, un concepto fundamental para la pintura, en especial para el surrealismo, y para la comprensión del arte, y no sólo se dedicó a copiar objetos de uso; su obra es diversa, inteligente y, sobre todo, original. Algo similar a los juegos de Dadá, pero con mucha más sustancia que una actitud.
Si lo que se espera es originalidad, Andy Warhol la tuvo: fue el primero al que se le ocurrió hacer lo que hizo, y declararlo arte, con los antecedentes de Dadá y Magritte. Fueron sus sucesores, en sus diferentes vertientes, los que se pescaron como rémoras de su idea y se dedicaron a proclamar que todo lo que se les ocurriera era arte, por el simple hecho de que ellos, artistas, lo proclamaban. Y en general eran artistas con deficientes cualidades como pintores, escultores, actores o lo que fuera, y quizá por eso se pusieran en el plan de que el “concepto” es lo que vale en su obra, no la ejecución. Hubo –y hay– artistas de gran talento y grandes conocimientos que se sumaron a la ola, por el simple hecho de que es un arte “más apreciado”, que los pone a la vanguardia de una vanguardia que hace treinta años ya era vieja y estaba agotada.
Y es que, cuando el “concepto” importa, no la ejecución, cualquiera puede ser artista, con tal de que logre explicar que lo que se ve no es realmente lo que se ve, sino “otra cosa”, algo más profundo, así sea algunos paraguas rotos, unas piedras amontonadas o una foto ajena a la que sólo se le puso un tono sepia y algo de textura para presentar en un concurso, con un tercer lugar como premio, avalado por el Centro Cultural de España.
Eso no es plagio: es concepto. Quienes lo crean serán críticos, y que el autor original exija lo que exija: hay “autoridades” que avalan al plagiario y toda una corriente “artística” que ampara a alguien que quizá no sepa muy bien para lo que sirve un pincel.
2 comentarios:
"Nunca he creído cuando alguien dice que no ha escrito porque no tiene tiempo. Siempre hay tiempo, nomás hay que cazarlo." : completamente de acuerdo con esto, yo tampoco les creo, y no sólo con la "escribida" sino con todo.
El giro que le has dado ha la experiencia estitica,y habran muchos
que refutaran hasta los huesos que no es asi.Yo soy de clasea de opinion que las sopas si tenian su sentido,ya lo explico: el pop era pop lo agarra
o lo dejas no tiene esa plataforma
artificial del conceptual,lo del plagio creo que no es exclusivo de la plastica,momento antes que me lapiden
la gravedad no esta en retokmar la foto,sino en hacerse el artista bien el hombre se gana el que? 2199.50 con lo del bus lo serio e insisisto es la ridiculez de so9stener y afianzar una deciisision errada y esa es la herida que la hemorragaiade la ignominia de este instituciones como pseudoconcultura promueveen y
disculpas por no identificarme en anterior comentario y feliz año nuevo
BONAMPACK
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