El fin del milenio
Publicado en El Diario de Hoy el 2 de enero de 2000. Y, sí, ya sé que el milenio terminó en 31 de diciembre de 2000.
A las dos de la mañana sólo los locos caminan por el centro de la ciudad. Las calles son suyas, al menos durante las primeras horas del nuevo milenio, y pueden pasear a gusto sus miradas intensas, los trozos de piel sucia que los harapos no cubren ni intentan cubrir y sus atados llenos de pertenencias imposibles.
Alguna familia rezagada (padre, madre, tres o cuatro hijos) intenta pasar desapercibida en medio de tanta soledad. Caminan entre las sombras. Ven con miedo en todas direcciones y contienen el aliento cuando pasa un automóvil, pero nadie pretende hacerles daño: los locos se ocupan de sus propios asuntos. Tampoco hay nadie para protegerlos; se pueden recorrer cuadras y cuadras sin toparse con una patrulla.
En la calle Rubén Darío, decenas de mendigos, maleantes y drogadictos duermen en hileras debajo de las cornisas de los almacenes, a unos metros de los alambres donde tienen su hogar las golondrinas. Quizá muchos se preguntaron alguna vez: “¿Llegaré al año 2000? ¿Dónde estaré entonces?” Ya es el 2000 y duermen a la intemperie, como cualquier otra madrugada del milenio pasado.
Las vísperas
Por la tarde, un campesino pedía limosna en el Boulevard de los Héroes. La gente estaba ocupada en prepararse para la cena, y no le daban nada. Cada vez que lo ignoraban, el hombre soltaba una risita irónica.
Un vendedor de sorbetes paseaba su carrito a las seis de la tarde por la colonia Miramonte. No vendía. ¿Quién compra un sorbete de carrito el último día del milenio?, pero seguía intentándolo.
En Mejicanos los vendedores de pólvora dicen que se quedarán toda la noche en espera de clientes; no han logrado deshacerse de sus existencias. En San Antonio Abad, otros vendedores dicen que éste es el último año que se dedican al negocio los cohetes, así de mal ha estado el asunto. En el Parque Centenario las ventas también han estado mal.
Sólo los locos no esperaban nada, excepto -quizá- tener la calle para ellos durante algunas horas.
Otro milenio
A las dos de la mañana se ven de vez en cuando, aquí y allá, montoncitos de papeles rasgados, de los que dejan los cohetes cuando estallan. El centro de la ciudad huele a lo mismo de siempre, pero se han agregado los olores de la pólvora y el papel quemado. Las casas y almacenes se ven más viejos y un poco más abandonados, si eso es posible.
En las colonias aledañas al centro, de vez en cuando, se ven algunos niños que se resisten a dormirse y queman estrellitas al borde de las aceras, bajo la vigilancia de unos padres somnolientos.
Durante todo un año se habló del fin del milenio, se plantearon problemas que surgirían con el cambio de calendario, desde el peligro de que las computadoras enloquecieran hasta el eventual fin del mundo. La esperanza se coló en medio de los temores, y en todas partes se intentó ser feliz.
A las doce de la noche la ciudad se llenó de ruidos violentos. Durante veinticinco minutos -reloj en mano- se escuchó un sonido compacto de cohetes. Las ametralladoras intentaron, tartamudeantes, cumplir con su destino. Escondidas entre el estruendo, las descargas de pistolas que llenaron el aire con pedazos mortales de metal.
Y todo pasó demasiado rápido para una espera tan larga.
Ahora comienza una nueva espera; es el primer día de los próximos cien años, y de los próximos mil.
Cuando se cumpla el plazo, ¿serán otra vez los locos los dueños de las calles? ¿Existirán aún los locos?
Ninguno de nosotros estará aquí para atestiguarlo, y talvez sea mejor.
Alguna familia rezagada (padre, madre, tres o cuatro hijos) intenta pasar desapercibida en medio de tanta soledad. Caminan entre las sombras. Ven con miedo en todas direcciones y contienen el aliento cuando pasa un automóvil, pero nadie pretende hacerles daño: los locos se ocupan de sus propios asuntos. Tampoco hay nadie para protegerlos; se pueden recorrer cuadras y cuadras sin toparse con una patrulla.
En la calle Rubén Darío, decenas de mendigos, maleantes y drogadictos duermen en hileras debajo de las cornisas de los almacenes, a unos metros de los alambres donde tienen su hogar las golondrinas. Quizá muchos se preguntaron alguna vez: “¿Llegaré al año 2000? ¿Dónde estaré entonces?” Ya es el 2000 y duermen a la intemperie, como cualquier otra madrugada del milenio pasado.
Las vísperas
Por la tarde, un campesino pedía limosna en el Boulevard de los Héroes. La gente estaba ocupada en prepararse para la cena, y no le daban nada. Cada vez que lo ignoraban, el hombre soltaba una risita irónica.
Un vendedor de sorbetes paseaba su carrito a las seis de la tarde por la colonia Miramonte. No vendía. ¿Quién compra un sorbete de carrito el último día del milenio?, pero seguía intentándolo.
En Mejicanos los vendedores de pólvora dicen que se quedarán toda la noche en espera de clientes; no han logrado deshacerse de sus existencias. En San Antonio Abad, otros vendedores dicen que éste es el último año que se dedican al negocio los cohetes, así de mal ha estado el asunto. En el Parque Centenario las ventas también han estado mal.
Sólo los locos no esperaban nada, excepto -quizá- tener la calle para ellos durante algunas horas.
Otro milenio
A las dos de la mañana se ven de vez en cuando, aquí y allá, montoncitos de papeles rasgados, de los que dejan los cohetes cuando estallan. El centro de la ciudad huele a lo mismo de siempre, pero se han agregado los olores de la pólvora y el papel quemado. Las casas y almacenes se ven más viejos y un poco más abandonados, si eso es posible.
En las colonias aledañas al centro, de vez en cuando, se ven algunos niños que se resisten a dormirse y queman estrellitas al borde de las aceras, bajo la vigilancia de unos padres somnolientos.
Durante todo un año se habló del fin del milenio, se plantearon problemas que surgirían con el cambio de calendario, desde el peligro de que las computadoras enloquecieran hasta el eventual fin del mundo. La esperanza se coló en medio de los temores, y en todas partes se intentó ser feliz.
A las doce de la noche la ciudad se llenó de ruidos violentos. Durante veinticinco minutos -reloj en mano- se escuchó un sonido compacto de cohetes. Las ametralladoras intentaron, tartamudeantes, cumplir con su destino. Escondidas entre el estruendo, las descargas de pistolas que llenaron el aire con pedazos mortales de metal.
Y todo pasó demasiado rápido para una espera tan larga.
Ahora comienza una nueva espera; es el primer día de los próximos cien años, y de los próximos mil.
Cuando se cumpla el plazo, ¿serán otra vez los locos los dueños de las calles? ¿Existirán aún los locos?
Ninguno de nosotros estará aquí para atestiguarlo, y talvez sea mejor.
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