1 de julio de 2006

Recuentos de La Casa II

Por supuesto que en las reuniones de las que se habla en el post anterior (que fueron quizá cinco) se hablaba más de política que de literatura, de lo que "un poeta debe" y del "deber moral del escritor" y de que uno "no puede ignorar". Lo de siempre. Allí agarré un poco de alergia a frases del estilo "Como dice Roque...", "Como diría Roque...", "El ejemplo de Roque...", "Las ideas de Roque...", "La muerte de Roque..." Y no es que tenga nada contra Roque Dalton, como luego dicen por allí, al contrario: fue uno de los escritores que más me influyó cuando era joven... y del que más me costó quitarme los vicios. Por ejemplo el ingenio. Me costó descubrir que la literatura puede ser ingeniosa, pero el ingenio no necesariamente --y más bien en casos excepcionales-- es literatura. O la estructura fácil y repetitiva de muchos poemas de El turno del ofendido y otros: una muy buena frase para abrir, cualquier cosa a la mitad y un final magistral. Lo que uno recuerda es la primera y las últimas líneas, y dice: "¡Guau! ¡Qué poema!" En realidad lo que estaba allí era un poema desarticulado con tres versos muy buenos. O los rollos inacabables de Pobrecito poeta que era yo, con frases y pasajes magníficos, pero también mucho rollo sin estructura ni propósito. (Están, claro, "Los extranjeros", "Esbozo de adiós" y varios más; ése es el Roque Dalton al que disfruto.) Entre los escritores salvadoreños, a quien le debo la poca articulación que logré fue a Manlio Argueta, concretamente en Caperucita en la zona roja; con el "modo" en que está escrita una página de ese libro armé mi primera novela publicada, después de haber desechado otras tres y un par de poemarios que eran demasiado... uh... roquianos. (Para los-de-siempre: tomar influencia, ideas o ejemplo de alguien no significa plagio. No, nunca he plagiado a nadie. Sí, Caperucita me sigue pareciendo una muy buena novela, y en El Salvador y Centroamérica me parece una de las fundacionales, con Los compañeros, de Marco Antonio Flores, y varias de Joaquín Gutiérrez..)
Una tarde, antes de la reunión en la que Castrorrivas llevó la batuta, William Alfaro y Osvaldo Hernández pidieron la palabra (y más bien diría que interrumpieron al que hablaba, con justa razón) para decir, con su característica diplomacia:
--¿Y si en vez de hablar de política mejor hablan de literatura y nos dicen cómo se escribe? Los viejos siempre hablan la misma paja, pero no hablan de literatura. ¿Es porque no quieren o es porque no saben?
La verdad es que estaba esperando ese momento, y les dije:
--¿Se lanzan a asistir a talleres de literatura?
Dijeron que sí y ellos, junto con Carlos Clará, Krisma Mancía, Yuleana Juárez (ambas se dedicaban al teatro en ese momento) y otros que no recuerdo fueron los primeros talleristas, en el de métrica y rima. Carlos, Osvaldo y William estuvieron también en el de edición (y hasta un par de lectores de este blog).
El año de 2002, pues, estuvo lleno de talleres (el último terminó en diciembre, una semana antes de navidad) y allí se armó "el taller" de La Casa, que en realidad no es un taller, o no lo que se supone que es un taller, sino un grupo de gente platicando de literatura.
Asistí en México a algunos talleres, a no más de dos sesiones de cada uno, y siempre salía hastiado. Había varias mecánicas:
1. Ejercicios, ejercicios y más ejercicios, y a los dos años le daban a uno un papel en el que quizá debía decir que uno era experto en ejercicios, no poeta o cuentista o lo que fuera. El ejercicio clásico: "Haga un texto en el que haya una mujer, un vestido rojo, un tintero, una pistola y una vaca." Y allí va uno. Al final de la sesión se leía, se hacían algunas observaciones, y a la siguiente otro ejercicio. Y así, ad nauseam. Hace unos meses algunos de los escritores de La Casa (Roger Guzmán, Alberto Quiñónez y Harbert Cea, concretamente, aunque había más) se quejaron de que en otros talleres se hacían ejercicios creativos y que por qué nosotros nunca los habíamos hecho. (Sí, los hicimos una vez, ante el mismo reclamo, por allí de octubre de 2002, pero ellos no sabían.) Les dije que sacaran papel y pluma y les di los elementos para que hicieran textos. Los hicieron. Los comentamos. En general eran muy buenos textos porque, como notarán en los links, tienen con qué defenderse. Preguntaron: "¿Y ahora qué?" "Nada --les dije--. Eso es todo." Se veían un poco desilusionados, así que les eché el rollo que debía echarles: cuando uno escribe, lo que hace es ligar elementos disímiles y construir cosas con ellos. Uno de los encantos de la literatura es encontrar esos elementos y crear las relaciones, y en ese proceso es donde se encuentra al menos una parte de la creatividad y de la originalidad, y eso es lo que lleva tanto tiempo cuando uno escribe: crear las relaciones adecuadas y armar lo que se desprende de ellas. Si alguien le da a uno los elementos, no desata un proceso creativo, sino que lo imita, y necesariamente lo reduce. Eso está bien para gente que va al taller entre la clase de Tai Chi y la preparación de la cena, como un modo de aprender algo en su tiempo libre, pero no para gente que quiere dedicar su vida a escribir. La buena noticia es todos los textos van a ser interesantes; la mala es que todos van a tratar más o menos de lo mismo, y qué pereza armar una antología de textos cortos que traten de mujeres, pistolas, tinteros, vacas y vestidos rojos. "Ah", dijeron, y allí empezó y terminó lo de los ejercicios.
2. Un grupo de jóvenes fascinados por El Escritor que tenían delante (¡un escritor de verdad!), que les transmitiría todos sus trucos, técnicas y conocimientos. Y El Escritor encantado, cómo no, porque no hay tema más interesante e importante que uno mismo. Resultado: un montón de gente que escribía igualito a lo peorcito de El Escritor, con todos los vicios y pocas de sus virtudes, si las tenía. Recién llegado a México, aún había varias toneladas de cuentistas que escribían al estilo de Julio Torri, y se estaba creado una generación completa de imitadores de los poemínimos de Efraín Huerta; éste daba, por cuenta del Instituto Nacional de Bellas Artes, el taller más famoso de poesía del país. No había revista o suplemento que no estuviera lleno de poemínimos, todos copias al carbón de los que aparecían en la página de al lado. El colmo de esta lógica fue la "influencia" de Ernesto Cardenal en los talleres de poesía de Nicaragua. Soldados, agentes de la seguridad del estado, estudiantes de todos los niveles, milicianos, amas de casa, oficinistas, lo que fuera, escribían poemas por toneladas, y casi cada gremio o sector tenía su propia revista, y había antologías y todo. No creo que muchos hayan sobrevivido, y --ya en plan venenoso-- me pregunto, en medio de toda esa marea de poemas igualitos a los de Cardenal, cuántos de Cardenal sobrevivirán.
3. Los "talleres muégano" (en El Salvador el equivalente sería "los talleres alboroto", aunque el símil no es exacto). Están formados por escritores jóvenes que, buscando huir de los riesgos de los talleres anteriores, y estando firmemente en contra de la verticalidad evidente de "los viejos", las "vacas sagradas" y "los figurones", se reúnen consigo mismos y se ponen a crecer juntos literaria y excluyentemente. Empiezan bien, sacan a relucir su talento, creatividad, todo. A los meses comienzan las peleas para ver quién manda o quién influye más. En general se resuelve en la negociación y en la estandarización de los trabajos: si alguien se sale de la línea o destaca, debe arrepentirse o irse. (Por desgracia pocos se van.) Un año después son (todos, no cada uno) las más y mejores promesas jóvenes de la literatura nacional. Dos años después son pedantes, nada más. Eso sí, todos se visten y hablan igual, y miran feo a los otros "talleres muégano" que, desde luego, ni de cerca son tan buenos como ellos. Cinco años después no hay quien los quiera publicar, porque de verdad se han vuelto malos, y se autopublican (uno por uno o en antologías, pero siempre de acuerdo) y se lanzan contra el mundo que no está preparado para sus conceptos. (Siempre hay por lo menos un concepto que los guía, que sólo difiere en el orden de las palabras del concepto del grupo de al lado.) A los ocho o diez años se detestan entre sí, pero, como en los peores matrimonios, no saben qué hacer cuando están solos y siguen juntos "por los hijos" más que por el amor, a si mismos o a la poesía.
4. Las clases de técnica que no llevan a nada más que a saber de técnica, con trabajos aburridos pero bien medidos.
Entonces había que considerar cómo sería el mentado taller de La Casa, para no tener a un montón de gente escribiendo como el encargado (o sea yo), haciendo ejercicios hasta que les reventaran las orejas o fascinándose consigo mismos. Y la solución fue sencilla: considerar el oficio literario como un oficio medieval. Aprendiz, oficial, maestro, ni más ni menos. El aprendiz aprende, el oficial reproduce lo que ha aprendido y cada quién escoge un maestro al cual seguir. En mi caso, en poesía, Eliot. Krisma se lanzó sobre García Lorca. Yuleana sobre Ionesco. Herberth Cea, Huidobro. Nada de escritores municipales: sólo los que hubieran pasado la prueba del tiempo y del espacio. Alberto y Nathaly, a San Juan de la Cruz. Vilma Osorio, a Emily Dickinson. Tere Andrade, Vallejo. Y así sucesivamente.
Mi papel sería el de conductor, pero sólo bajo un presupuesto: todos los que estuviéramos allí seríamos lo mismo (escritores), en diferentes etapas de un proceso común. Y las apuestas serían individuales. Cada quién en su rollo y estilo, y los demás tratando de entender el rollo y el estilo de los demás y tratando de aportar a él. Nada de "yo haría tal cosa" o "si haces tal cosa va a quedar mejor", sino "dentro de esa lógica, quizá funcione esto o lo otro", o "el corte de verso no funciona" o "el ritmo del tercer y el cuarto verso no son compatibles"; ya el criticado sabría si aplicar o no lo que le dijeran. Es su apuesta, es su trabajo, es su responsabilidad. Si se hace una comparación entre la gente de La Casa, se notará que no hay dos escritores que escriban igual o utilicen los mismos recursos, y son un montón de gente. Y eso, el hecho de que se trate de ideas y aplicaciones diferentes, me parece, evita competencias, envidias, rivalidades y todo lo demás.
Algo fundamental es que lo más importante en el proceso no es escribir bien, sino:
1. Aprender a leer los materiales propios como si fueran ajenos. Para ello hace falta antes aprender cosas técnicas básicas: corte de verso, adjetivación, creación de imágenes, manejo de ritmo, etcétera. Nada complicado, pero es como la armonía en la música: uno puede aprenderlo en una hora, pero se pasará el resto de la vida lidiando con ello. Luego, entender que, cuando se critica el trabajo ajeno, uno lo hace para entender el propio.
2. Aprender a corregir. El proceso de escritura de un texto es apenas el inicio de un proceso. El punto de partida es obvio: allí no hay genios, sino gente que trabaja para lograr un objetivo, cada quién a su ritmo. El talento natural (si existe; a veces no es así, y eso no le impide a nadie ser escritor) sirve si acaso para agarrar impulso. Luego, todo texto debe encontrar su verdadera forma, y eso lleva tiempo. El texto final aparece cuando uno dice: "No puedo más. Es todo lo que puedo dar en este momento."
El objetivo del taller, según se planteó desde el principio, es la elaboración de una "unidad", esto es: un poemario, una novela, un libro de cuentos, una pieza teatral... No una "unidad" cualquiera, sino una con la calidad suficiente para pasar la prueba de un consejo editorial. (Ya llevamos una decena de libros así; un par ya se publicó, hay otros a punto de.) Después, el escritor deja de ser parte del taller. No es que ya no pueda llegar o que no tenga derecho a estar en las sesiones o participar, sino que su trabajo ya no pasa por el filtro de los "aprendices": su relación de trabajo, en el ámbito de La Casa (fuera de ella cada quién hace lo que le parezca) es con los que a su vez han terminado sus "unidades" y conmigo. Y puede trabajar, bajo ciertos lineamientos, con los novatos.
El objetivo no es sólo crear una jerarquía, sino también evitar que influyan en los más nuevos (que no necesariamente son los más jóvenes en edad), generalmente de manera involuntaria. A la hora de estar lidiando con sus trabajos, algunos recurren a "recursos probados" y, zaz, empiezan a usar mecánicas o soluciones que a los "mayores" les funcionaron. Y no va por allí el asunto.
Y para todos los talleristas está estrictamente prohibido leer mis textos. Algunos lo ha hecho, en contra de mi voluntad; varios sólo conocen lo que está en mi otro blog, y ha sido más que demasiado. Cuando terminan su unidad, que lean lo que quieran.
Hay gente que ha llegado a La Casa a buscar "el secreto" para escribir como algunos de los que están allí. Se van decepcionados: no hay secreto. Todo está a la vista y es tan simple como lo que aquí se cuenta. Es trabajo, nada más. Y amor a lo que se hace; si no, ¿para qué tomarse tanto trabajo? Porque los papás tienen toda la razón cuando le dicen a uno que de esto no se va a ganar la vida. Pero esto es lo que somos, y negarlo u ocultarlo sólo provocará tristeza y frustración.
Y en La Casa hay de todo: estudiantes de economía, de medicina, de derecho, de comunicaciones, de bachillerato, profesores, un par de ingenieros civiles, de sistemas, eléctricos, un agrónomo, una socióloga, comerciantes... Y a eso se dedican, y pagan para hacer lo que no pueden dejar de hacer aunque lo intenten, que es escribir.

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No, no es la última entrega de la serie. Faltan un montón de cosas, además de las que ya estoy omitiendo. No estamos ni siquiera cerca de los talleres de danza y video, pero prometo ser breve.

6 comentarios:

Anónimo dijo...

Hey... sentí un déja vu... de alguna madrugada leyendo este post... Ahora...
prender cosas técnicas básicas: corte de verso, adjetivación, creación de imágenes, manejo de ritmo, etcétera. Nada complicado

O.o

Ajá... nada complicado...


Seguimos pendientes

Rafael Menjivar Ochoa dijo...

No es complicado. Es trabajoso, nomás. Yo no dije que fuera fácil tampoco...
Muy bueno tu último cuento.

Anónimo dijo...

Está buena la serie! Creo que en estos temas no hay que ser breve.

Anónimo dijo...

Oye, Menjívar... ¿y qué tal un taller vía mail o vía blog? ¿No sería estupendo incluir a escritores de todos los países hispanohablantes?
Digo... es nomás una ocurrencia

Rafael Menjivar Ochoa dijo...

¡Ese Hugo...!
Sería excelente, y de que se puede, se puede. El problema es quiém diablos revisa todos los materiales que eventualmente lleguen...
podría empezar con el rollo... uh... no teórico, porque eso nunca sirve, pero sí podría hablarse de los trucos que facilitan la escritura. Lo bueno es que puedo empezar a sistematizar lo que hemos estado haciendo en los últimos cuatro años. Lo malo es que sería reducir cosas bien complejas a recetas, o ése es el riesgo. Quiero decir que el contacto personal es importante, y que cada poema es un mundo...
Uhm...
¿Qué se te ocurre?

Anónimo dijo...

¡Híjole, mano!
De ocurrírseme, se me ocurren muchas tonterías (ya me conoces)... pero, a modo de prueba, abrir una cuenta de mail (o usar un espacio de alguna página web) para empezar a recibir textos... y luego... y luego... y luego... ¡ah!, que no haya un coordinador único del taller. Que sean varios...
No, eso empezaría a volverse un relajo.
Pero es lo divertido de la vida... resolver problemas echando relajo.