A máquina
Junto con los libros que me mandaron anteayer de Piedra Santa, de los que se habla en el post anterior, venía una carta muy amable de la representante de la editorial en El Salvador. Abrí el sobre, leí la carta, di las gracias mentalmente --ya mandé un mail de agradecimiento-- y listo, me lo traje a casa.
Krisma se dio cuenta ayer de algo que me encantó: el sobre estaba escrito con una máquina de escribir, no con impresora, no con una etiqueta bien guapa y perfecta, en tipografía limpísima. Con una máquina además mecánica --para algo son las etimologías--, no eléctrica, que tiene los tipos chuecos y hasta un poco sucios. Como debe ser. Y sentí algo bonito, pero también recordé el dolor de dedos después de una sesión de quince horas de escribir, y así pude relativizar la añoranza.
Tengo de usar computadoras desde enero de 1990, y no me he bajado de ellas desde entonces. Ese año, o quizá a principios de 1991, traté de usar por última vez una máquina como las de antes. Me sentí torpe. No es que sea un bólido para escribir, pero ya no recordaba que había que jalar la palanquita para cambiar de línea, que había que calcular en qué momento poner el guión si la palabra era muy larga, que las máquinas ésas son mañosas y hay teclas que deben pulsarse de cierto modo y otras de otro. No lo intenté de nuevo. Quizá un día de éstos, nada más para recordar, trate de poner algunas frases en alguna que me encuentre. Si no, allí está la Vaio (¿había mencionado que es verde?), para darme la ilusión de que estoy cercano a mis antiguas Lettera 30.
Y pensar que durante años mi sueño fue una Olivetti de margarita... (Lo más cercano a eso que tuve fue una Brother matricial, pequeñita, con una línea de pantalla. Era difícil conseguir las cintas, pero se podía escribir en papel térmico. Al final no supe qué hacer con ella; no era para trabajo muy pesado. La llevé al Monte de Piedad y me dieron el doble de lo que me había costado. La alta tecnología impresionó al tasador, y eso que según él me estaba dando un precio bajísimo, porque ése es el trabajo de los tasadores. En fin.)
Krisma se dio cuenta ayer de algo que me encantó: el sobre estaba escrito con una máquina de escribir, no con impresora, no con una etiqueta bien guapa y perfecta, en tipografía limpísima. Con una máquina además mecánica --para algo son las etimologías--, no eléctrica, que tiene los tipos chuecos y hasta un poco sucios. Como debe ser. Y sentí algo bonito, pero también recordé el dolor de dedos después de una sesión de quince horas de escribir, y así pude relativizar la añoranza.
Tengo de usar computadoras desde enero de 1990, y no me he bajado de ellas desde entonces. Ese año, o quizá a principios de 1991, traté de usar por última vez una máquina como las de antes. Me sentí torpe. No es que sea un bólido para escribir, pero ya no recordaba que había que jalar la palanquita para cambiar de línea, que había que calcular en qué momento poner el guión si la palabra era muy larga, que las máquinas ésas son mañosas y hay teclas que deben pulsarse de cierto modo y otras de otro. No lo intenté de nuevo. Quizá un día de éstos, nada más para recordar, trate de poner algunas frases en alguna que me encuentre. Si no, allí está la Vaio (¿había mencionado que es verde?), para darme la ilusión de que estoy cercano a mis antiguas Lettera 30.
Y pensar que durante años mi sueño fue una Olivetti de margarita... (Lo más cercano a eso que tuve fue una Brother matricial, pequeñita, con una línea de pantalla. Era difícil conseguir las cintas, pero se podía escribir en papel térmico. Al final no supe qué hacer con ella; no era para trabajo muy pesado. La llevé al Monte de Piedad y me dieron el doble de lo que me había costado. La alta tecnología impresionó al tasador, y eso que según él me estaba dando un precio bajísimo, porque ése es el trabajo de los tasadores. En fin.)
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