Circa 1920
La abuela Mina nació en 1914, y el abuelo Miguel Ochoa era dos o tres años mayor. Se casaron cuando ella tenía 19 años y él 21 o 22. En la foto, el abuelo tiene 9 o 10 años, según me dijo la abuela, así que debió tomarse alrededor de 1920.
No es original, sino la foto de otra foto muy retocada. El retoque no era de lo mejor; el abuelo, en su juventud, era rubio. Encaneció rápido: lo conocí siempre con pelo escaso y de color gris. Tenía los ojos azul claro, y en la foto se ven oscuros. Era de Chalatenango. (La abuela Carmen era muy blanca también, con los ojos amarillos y pelo claro; tampoco la conocí sin canas. Era de Juayúa, de ascendencia francesa. Ambos se casaron con personas muy morenas, el abuelo Alfonso y la abuela Mina.)
El abuelo Miguel hablaba muy poco de sí mismo, y de hecho hablaba muy poco; no creo que intercambiara más que algunas frases con él en toda la vida, en las pocas ocasiones en que estuvimos frente a frente. Cuando llegábamos a su casa, me ponía a jugar con Miguel, el hijo mayor de su segundo matrimonio, quien más que mi tío fue siempre un lejano pero querido hermano menor. (Tenemos varias anécdotas que quizá cuente algún día.)
Los 31 de diciembre había un ritual infaltable: llegábamos a la hora del almuerzo; Lila, su esposa, nos daba un pavo delicioso; al terminar, ella y mi madre se iban a conversar --Lila es un par de años menor que mi madre--, yo me iba a jugar con Miguel y mi padre se quedaba en el comedor platicando con el abuelo. "Platicando" es un eufemismo: se tomaban durante la tarde dos botellas de whisky Something Special, la mayor parte a cuenta del abuelo, hay que decirlo: el viejo tenía una gran capacidad para el alcohol. Regresábamos a casa a eso de las seis, con mi madre manejando y mi padre quejándose de la borrachera que tenía que ponerse todos los años con el abuelo; él se dormía algunas horas, ella preparaba algo para la cena en casa de la abuela Mina y yo me ponía a hacer lo que tuviera que hacer, según la edad que haya tenido, y así hasta mis 12 años. (A los 13 mi padre estaba exiliado. Se salvó de ésa y las demás borracheras del último día de los siguientes años.)
El abuelo nunca habló de su padre, de quién era, de si lo conocía o no, y no escribía su segundo apellido (Tejada) a menos que fuera necesario. Hasta donde sé, escribía menos de lo que hablaba. Tampoco, me dice Miguel, hablaba de su madre ni de su infancia antes de su llegada a San Salvador, supongo que por los días en que le tomaron la foto que reproduzco.
La abuela Mina sí me habló de la bisabuela, pero no recuerdo su nombre. La detestaba. Su relación era tan estereotipada que da pereza repetir anécdotas y peleas en las que se vieron envueltas. Terminó, desde luego, con la separación de los abuelos, en 1950. No sé si para entonces la bisabuela ya hubiera muerto.
En fin, el abuelo Miguel murió de un derrame cerebral en noviembre de 1980, en un día bastante incómodo: al siguiente del asesinato de los líderes del FDR, Enrique Álvarez Córdova, Juan Chacón, Manuel Franco y otros. Hubo balaceras en las calles, manifestaciones, toque de queda y, por si fuera poco, lluvias fuera de temporada. Me contó Lila que fue una odisea llevarlo a la funeraria, y que aprovecharon un breve momento de calma, un par de días después, para llevarlo al cementerio, enterrarlo y regresar a casa lo más pronto posible.
Su oficio era el de joyero, y no trabajaba mal, hasta que la diabetes le arruinó el pulso y la vista; entonces Lila se hizo cargo del negocio, la joyería La Corona, en Santa Anita, a media cuadra del Cementerio General. A la muerte del abuelo, Miguel debió dejar la escuela y dedicarse a lo mismo, aunque terminó graduándose de abogado. A él le tocó que se le muriera el abuelo entre las manos.
Y no fue la diabetes la que le arruinó la salud, sino los excesos. Nunca dejó de comer bien, o sea de comer cosas prohibidas, en cantidades serias, y jamás dejó el trago. Según yo, había tenido tres derrames, y el tercero lo mató; según Lila, fueron tres mayores, y unos veinte en total, que en los últimos años lo mantuvieron buenas temporadas en el hospital. Al salir, de nuevo la comida y el trago.
El abuelo me regaló dos cosas en la vida, dos anillos: uno muy sencillo, cuando tenía como cuatro años, y otro con una calavera, cuando tenía ocho o nueve y el otro ya no me quedaba. De él sólo recuerdo el mismo gesto serio y su modo de hablar rapidísimo, que sólo mi madre y Lila entendían, y que a veces reproduzco sin darme cuenta, lo que es la genética.
Lo vi por última vez el 31 de diciembre de 1975, a la hora del almuerzo, unos días antes de irnos a México, luego de tres años en Costa Rica. Unas semanas antes habíamos estado presos en Nicaragua, como ya he contado en alguna parte, y tratábamos de olvidarlo con un poco de rutina familiar.
No es original, sino la foto de otra foto muy retocada. El retoque no era de lo mejor; el abuelo, en su juventud, era rubio. Encaneció rápido: lo conocí siempre con pelo escaso y de color gris. Tenía los ojos azul claro, y en la foto se ven oscuros. Era de Chalatenango. (La abuela Carmen era muy blanca también, con los ojos amarillos y pelo claro; tampoco la conocí sin canas. Era de Juayúa, de ascendencia francesa. Ambos se casaron con personas muy morenas, el abuelo Alfonso y la abuela Mina.)
El abuelo Miguel hablaba muy poco de sí mismo, y de hecho hablaba muy poco; no creo que intercambiara más que algunas frases con él en toda la vida, en las pocas ocasiones en que estuvimos frente a frente. Cuando llegábamos a su casa, me ponía a jugar con Miguel, el hijo mayor de su segundo matrimonio, quien más que mi tío fue siempre un lejano pero querido hermano menor. (Tenemos varias anécdotas que quizá cuente algún día.)
Los 31 de diciembre había un ritual infaltable: llegábamos a la hora del almuerzo; Lila, su esposa, nos daba un pavo delicioso; al terminar, ella y mi madre se iban a conversar --Lila es un par de años menor que mi madre--, yo me iba a jugar con Miguel y mi padre se quedaba en el comedor platicando con el abuelo. "Platicando" es un eufemismo: se tomaban durante la tarde dos botellas de whisky Something Special, la mayor parte a cuenta del abuelo, hay que decirlo: el viejo tenía una gran capacidad para el alcohol. Regresábamos a casa a eso de las seis, con mi madre manejando y mi padre quejándose de la borrachera que tenía que ponerse todos los años con el abuelo; él se dormía algunas horas, ella preparaba algo para la cena en casa de la abuela Mina y yo me ponía a hacer lo que tuviera que hacer, según la edad que haya tenido, y así hasta mis 12 años. (A los 13 mi padre estaba exiliado. Se salvó de ésa y las demás borracheras del último día de los siguientes años.)
El abuelo nunca habló de su padre, de quién era, de si lo conocía o no, y no escribía su segundo apellido (Tejada) a menos que fuera necesario. Hasta donde sé, escribía menos de lo que hablaba. Tampoco, me dice Miguel, hablaba de su madre ni de su infancia antes de su llegada a San Salvador, supongo que por los días en que le tomaron la foto que reproduzco.
La abuela Mina sí me habló de la bisabuela, pero no recuerdo su nombre. La detestaba. Su relación era tan estereotipada que da pereza repetir anécdotas y peleas en las que se vieron envueltas. Terminó, desde luego, con la separación de los abuelos, en 1950. No sé si para entonces la bisabuela ya hubiera muerto.
En fin, el abuelo Miguel murió de un derrame cerebral en noviembre de 1980, en un día bastante incómodo: al siguiente del asesinato de los líderes del FDR, Enrique Álvarez Córdova, Juan Chacón, Manuel Franco y otros. Hubo balaceras en las calles, manifestaciones, toque de queda y, por si fuera poco, lluvias fuera de temporada. Me contó Lila que fue una odisea llevarlo a la funeraria, y que aprovecharon un breve momento de calma, un par de días después, para llevarlo al cementerio, enterrarlo y regresar a casa lo más pronto posible.
Su oficio era el de joyero, y no trabajaba mal, hasta que la diabetes le arruinó el pulso y la vista; entonces Lila se hizo cargo del negocio, la joyería La Corona, en Santa Anita, a media cuadra del Cementerio General. A la muerte del abuelo, Miguel debió dejar la escuela y dedicarse a lo mismo, aunque terminó graduándose de abogado. A él le tocó que se le muriera el abuelo entre las manos.
Y no fue la diabetes la que le arruinó la salud, sino los excesos. Nunca dejó de comer bien, o sea de comer cosas prohibidas, en cantidades serias, y jamás dejó el trago. Según yo, había tenido tres derrames, y el tercero lo mató; según Lila, fueron tres mayores, y unos veinte en total, que en los últimos años lo mantuvieron buenas temporadas en el hospital. Al salir, de nuevo la comida y el trago.
El abuelo me regaló dos cosas en la vida, dos anillos: uno muy sencillo, cuando tenía como cuatro años, y otro con una calavera, cuando tenía ocho o nueve y el otro ya no me quedaba. De él sólo recuerdo el mismo gesto serio y su modo de hablar rapidísimo, que sólo mi madre y Lila entendían, y que a veces reproduzco sin darme cuenta, lo que es la genética.
Lo vi por última vez el 31 de diciembre de 1975, a la hora del almuerzo, unos días antes de irnos a México, luego de tres años en Costa Rica. Unas semanas antes habíamos estado presos en Nicaragua, como ya he contado en alguna parte, y tratábamos de olvidarlo con un poco de rutina familiar.
No hay comentarios:
Publicar un comentario