Verdades y simulaciones
La verdad es que, sí, uno usa cosas bien íntimas para armar las novelas, pero las disfraza atribuyéndoselas a personajes (o "personas" como sinónimo de "máscaras") ficticios. Y, sí, la verdad es que, como dijo aquél, "Madame Bovary soy yo", y todos los personajes de uno son uno mismo, o no servirían de mucho.
Entonces la invención es una gran cortina de humo para soltar algunas verdades tan inmencionables, tan dolorosas o tan serias que uno no las compartiría con nadie ni aunque le ofrecieran ser el dueño de todas las deudas de Donald Trump. (Claro que todo tiene su precio, y uno estaría dispuesto a negociar.)
Y allí va uno por el mundo, inventándose mamotretos de cien, doscientas o más páginas sólo para dejar caer en un par de párrafos algo que, si no dice, revienta. Y están las trampas: los lectores creerán que uno es el personaje central y en realidad es el tipo que apenas aparece incidentalmente en la página 96, y que uno realmente cree en el discurso que va entre las páginas 82 y 121, cuando apenas se reservó un párrafo en la 229 para decir su verdad más profunda por boca de una mesera que sirve un café y desaparece de escena por siempre jamás.
Y no es que sea tan fácil, nonononó. Por ejemplo, uno no es directamente el avaro prestamista del cuento, sino uno mismo si fuera viejo y si fuera avaro y si fuera prestamista y si hubiera nacido y crecido bajo ciertas circunstancias, y si en vez de hacer la primera comunión lo hubiera atropellado una bicicleta y etéctera etcétera. Y menos es la señora lujuriosa que vive frente al anciano prestamista, o el niño que llora sin lágrimas entre las ramas de un árbol con marcas de golpes en la espalda, ni es la madre del niño que después de tomar el té con sus amigas se desquita con él porque el marido la engaña, y ella a su vez lo engaña con su hermano (de él, porque no se le da el incesto), ni es el marido ni el hermano ni nadie. Pero es todos al mismo tiempo. Y cada uno de ellos, en el fondo, es un trozo de un ego desgarrado (como todos los egos, nomás que uno tiene un poco más de práctica) que trata de ponerse de acuerdo con los demás trozos, y entre invento e invento dice lo que realmente quiere decir, si es que tiene oportunidad, porque a veces no se da y punto. (Quizá por eso tantos textos abortan.)
El problema de los psicoanalistas es que buscan relaciones directas entre lo que se narra y la psique del autor, y tratan de jugar al que todo lo sabe y todo lo ve. Y, como los críticos literarios, pasan por alto algo fundamental: sin la literatura su oficio no existiría; la suya (la de ambos) es una disciplina subordinada y háganle como gusten. Sin Dostoyevski, Poe y Shakespeare, para hablar de tres de los grandes, el doctor Freud no hubiera tenido mucho de dónde rascarle a la psique, y sus hijitos no podrían cobrar barbaridades por hacer preguntas para las que en realidad no tienen respuesta, como no las tienen los escritores y como en el fondo no las tiene nadie.
En fin, con una docena de novelas escritas, me doy cuenta de que aquí y allá hay páginas que dicen cosas muy mías, que nadie sabe ni sabrá que son mías, y que están puestas a la vista como en "La carta robada" precisamente para que nadie sospeche de ellas. No que haya querido suicidarme como el personaje de Trece, porque no soy de ésos, sino que hay algo que hasta la fecha me duele en una escena que estructuralmente sirve para dar un cierto contexto emocional y explicar la relación entre personajes; el resto es invención. Y no me arrebatan las escenas necrófilas de Breve recuento de todas las cosas, que me producen un cierto horror y un mucho de asco, sino algunos detalles que sólo se entenderán como ambientación. Y así.
En Los años marchitos soy el personaje menos agradable (según yo mismo); en De vez en cuando la muerte, uno que me hubiera gustado ser; en Terceras personas no soy ninguno, pero allí, metidas entre tanta cosa, hay cuatro o cinco ideas en las que creo de corazón, pero no me atrevería a decirlas en público, quizá porque son muy ingenuas o (quizá por eso mismo) terriblemente crueles.
Igual es delicioso el proceso de crear mundos y personas que no existían antes, y vivir con ellos mientras dura el proceso de escritura. E igual eso es más importante que decir algo en particular o confesar algo de manera solapada. Algo es seguro: muy pocos sabrán qué parte de Madame Bovary es uno y, contrario a lo que dicen los críticos y psicoanalistas, contrario a lo que se dice en ocasiones a la prensa, uno sabe perfectamente lo que está escribiendo. Las interpretaciones suelen ser proyecciones de los lectores; uno sabe muy bien en lo que anda, y disfruta cuando los demás llegan y dicen: "¿En serio no te habías dado cuenta de que lo que pusiste en el capítulo cuatro significa que...?"
En los últimos días me ha caído la idea de escribir algo basado en hechos reales, que le ocurran a un personaje que sea bastante parecido a mí. No unas memorias, porque eso es para gente con un tipo de vanidad diferente al mío. Cosas mías que le pasen a alguien que fuera yo si hubiera vivido lo que me ha tocado vivir, y que quisiera contar de su vida, como cualquier personaje de ficción. A pesar de que soy básicamente feliz, me doy cuenta de que mi lado sórdido es mucho, de que en todo individuo y en toda familia hay detalles o épocas de verdad espeluznantes, y que ponerlas a la vista tan en crudo puede ser desagradable desde cualquier perspectiva. Y hay otro riesgo: decir la verdad a secas también puede ser aburrido, y quizá de allí la necesidad de inventar para darle algo de interés a las dos o tres frases en las que uno es uno mismo.
Por allí tengo un lindo cuaderno nuevo en el que comenzaré a escribir algunas notas con mi Parker 45. Ya veremos si sale algo interesante o se quedará entre el montón de proyectos que no pudieron ser.
Entonces la invención es una gran cortina de humo para soltar algunas verdades tan inmencionables, tan dolorosas o tan serias que uno no las compartiría con nadie ni aunque le ofrecieran ser el dueño de todas las deudas de Donald Trump. (Claro que todo tiene su precio, y uno estaría dispuesto a negociar.)
Y allí va uno por el mundo, inventándose mamotretos de cien, doscientas o más páginas sólo para dejar caer en un par de párrafos algo que, si no dice, revienta. Y están las trampas: los lectores creerán que uno es el personaje central y en realidad es el tipo que apenas aparece incidentalmente en la página 96, y que uno realmente cree en el discurso que va entre las páginas 82 y 121, cuando apenas se reservó un párrafo en la 229 para decir su verdad más profunda por boca de una mesera que sirve un café y desaparece de escena por siempre jamás.
Y no es que sea tan fácil, nonononó. Por ejemplo, uno no es directamente el avaro prestamista del cuento, sino uno mismo si fuera viejo y si fuera avaro y si fuera prestamista y si hubiera nacido y crecido bajo ciertas circunstancias, y si en vez de hacer la primera comunión lo hubiera atropellado una bicicleta y etéctera etcétera. Y menos es la señora lujuriosa que vive frente al anciano prestamista, o el niño que llora sin lágrimas entre las ramas de un árbol con marcas de golpes en la espalda, ni es la madre del niño que después de tomar el té con sus amigas se desquita con él porque el marido la engaña, y ella a su vez lo engaña con su hermano (de él, porque no se le da el incesto), ni es el marido ni el hermano ni nadie. Pero es todos al mismo tiempo. Y cada uno de ellos, en el fondo, es un trozo de un ego desgarrado (como todos los egos, nomás que uno tiene un poco más de práctica) que trata de ponerse de acuerdo con los demás trozos, y entre invento e invento dice lo que realmente quiere decir, si es que tiene oportunidad, porque a veces no se da y punto. (Quizá por eso tantos textos abortan.)
El problema de los psicoanalistas es que buscan relaciones directas entre lo que se narra y la psique del autor, y tratan de jugar al que todo lo sabe y todo lo ve. Y, como los críticos literarios, pasan por alto algo fundamental: sin la literatura su oficio no existiría; la suya (la de ambos) es una disciplina subordinada y háganle como gusten. Sin Dostoyevski, Poe y Shakespeare, para hablar de tres de los grandes, el doctor Freud no hubiera tenido mucho de dónde rascarle a la psique, y sus hijitos no podrían cobrar barbaridades por hacer preguntas para las que en realidad no tienen respuesta, como no las tienen los escritores y como en el fondo no las tiene nadie.
En fin, con una docena de novelas escritas, me doy cuenta de que aquí y allá hay páginas que dicen cosas muy mías, que nadie sabe ni sabrá que son mías, y que están puestas a la vista como en "La carta robada" precisamente para que nadie sospeche de ellas. No que haya querido suicidarme como el personaje de Trece, porque no soy de ésos, sino que hay algo que hasta la fecha me duele en una escena que estructuralmente sirve para dar un cierto contexto emocional y explicar la relación entre personajes; el resto es invención. Y no me arrebatan las escenas necrófilas de Breve recuento de todas las cosas, que me producen un cierto horror y un mucho de asco, sino algunos detalles que sólo se entenderán como ambientación. Y así.
En Los años marchitos soy el personaje menos agradable (según yo mismo); en De vez en cuando la muerte, uno que me hubiera gustado ser; en Terceras personas no soy ninguno, pero allí, metidas entre tanta cosa, hay cuatro o cinco ideas en las que creo de corazón, pero no me atrevería a decirlas en público, quizá porque son muy ingenuas o (quizá por eso mismo) terriblemente crueles.
Igual es delicioso el proceso de crear mundos y personas que no existían antes, y vivir con ellos mientras dura el proceso de escritura. E igual eso es más importante que decir algo en particular o confesar algo de manera solapada. Algo es seguro: muy pocos sabrán qué parte de Madame Bovary es uno y, contrario a lo que dicen los críticos y psicoanalistas, contrario a lo que se dice en ocasiones a la prensa, uno sabe perfectamente lo que está escribiendo. Las interpretaciones suelen ser proyecciones de los lectores; uno sabe muy bien en lo que anda, y disfruta cuando los demás llegan y dicen: "¿En serio no te habías dado cuenta de que lo que pusiste en el capítulo cuatro significa que...?"
En los últimos días me ha caído la idea de escribir algo basado en hechos reales, que le ocurran a un personaje que sea bastante parecido a mí. No unas memorias, porque eso es para gente con un tipo de vanidad diferente al mío. Cosas mías que le pasen a alguien que fuera yo si hubiera vivido lo que me ha tocado vivir, y que quisiera contar de su vida, como cualquier personaje de ficción. A pesar de que soy básicamente feliz, me doy cuenta de que mi lado sórdido es mucho, de que en todo individuo y en toda familia hay detalles o épocas de verdad espeluznantes, y que ponerlas a la vista tan en crudo puede ser desagradable desde cualquier perspectiva. Y hay otro riesgo: decir la verdad a secas también puede ser aburrido, y quizá de allí la necesidad de inventar para darle algo de interés a las dos o tres frases en las que uno es uno mismo.
Por allí tengo un lindo cuaderno nuevo en el que comenzaré a escribir algunas notas con mi Parker 45. Ya veremos si sale algo interesante o se quedará entre el montón de proyectos que no pudieron ser.
2 comentarios:
Gracias por la lección, he tomado apuntes. Ya sé, yo no he publicado nada ni he escrito ninguna novela. Sin embargo, te prometo que, a veces, cuando escribo, no sé muy bien a donde estou yendo. Tal vez sea esa la razón por la que no he escrito nada demasiado largo aún, ni me he atrevido siquiera a participar en algún concurso. Tengo la impresión de que aún me falta demasiado por aprender, aunque a veces me sienta genial tras escribir los que sea que escriba.
Por cierto, no he leído nada tuyo, pero lo haré. Me iré de caza un día de estos a alguna librería, a ver si tengo suerte. Un saludo.
Pero, eso sí, siempre soy yo, sin serlo, un poco de cada personaje. A veces, incluso de personajes contrarios. Tengo que seguir escribiendo, hace ya seis meses que no escribo nada (salvo en el blog).
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