17 de octubre de 2005

Mi hermana Lorena

Mi padre, en su última temporada de vida, se la pasó metido en un viaje constante de morfina, para calmarle los dolores del cáncer en la columna vertebral. A ratos estaba tan lúcido que uno no podía creérsela. Eran los momentos más emotivos. A ratos hablaba de una cosa para referirse a otra (por ejemplo, hablaba de pollos para referirse a asuntos de literatura) y, si uno encontraba los símiles adecuados, podía llevar con él una conversación totalmente racional, lógica y hasta divertida. Mis hermanos Ana y Mauricio no entendían muy bien de qué se trataba y lo tiraban de a loco, y mi padre se desesperaba porque necesitaba hablar de cosas importantes con sus hijos. Y hablamos, cómo no. Había un tercer estado en el que se ponía a decir cosas raras. En el segundo estado, por ejemplo, hablaba de "el niño", y se refería a mí. A mis hermanos siempre se refirió por sus nombres. Pero en algunos de sus delirios empezó a preocuparse por "los niños", y no eran ni mis hermanos ni yo. Su angustia era tal que lo mejor era cambiarle el tema o adelantarle la dosis siguiente.
Dos días después de su muerte me cayó el veinte. Agarré a Sebastián Vaquerano, otro de mis hermanos mayores adoptivos (a él y a Thierry Davo está dedicada mi novela Los héroes tienen sueño; hago la aclaración de "adoptivo" por el tema de esta nota), y casi lo puse contra la pared:
-¿Mi padre tiene otros hijos?
Con algo de incomodidad, porque esas cosas siempre dan incomodidad y no deberían, me dijo que una vez le había hablado de una hija, pero sin profundizar en el tema. Me mandó con otros amigos en El Salvador que seguramente sabrían, Santiago Ruiz (padrino de mi hermano Mauricio) y Blanqui, su esposa. Santiago no sabía nada, pero me dio los nombres de otras personas, que tampoco tenían mucha idea, excepto una, que me dio un apellido: Santillana. Si tenía otros hijos, sería con ella. En esos días murió Blanqui, que me dijo por teléfono que podía darme información, y quedé en las mismas.
Hablé con mis tíos Posada Menjívar y ellos no sabían nada, o eso dijeron. La que sí sabía, y no quiso decirme nada, fue la tía Corina, hermana mayor de mi padre. Se le metió que no iba a hablar y no iba a hablar, y no habló.
Y pasaron tres años, en los que me topé con una especie de conspiración de silencio de muchas personas. Unas me mandaban a otras, y ésas de regreso a las anteriores. Busqué en el directorio telefónico y había más gente de apellido Santillana de lo que pensaba, y no era cuestión de preguntar: "Oiga, busco a una señora que no sé cómo se llama que tuvo por lo menos una hija con mi padre, Rafael Menjívar Larín." Yo, francamente, me hubiera colgado el teléfono, fuera o no la señora en cuestión. Pensé en publicar una columna en El diario de hoy (trabajaba en Vértice por esos días) en el plan de "Se buscan hermanos", pero para muchos (includidos ellos) hubiera resultado incómodo, me parece.
Un día, cuando íbamos a inaugurar La Casa del Escritor, llegó la poeta Nora Méndez y se puso a hablar de manera misteriosa, con rodeos y como queriendo decirme algo. Al final lo soltó:
-Tenés una hermana y yo la conozco.
-¿Se apellida Santillana? -le pregunté sin pensarlo.
Lorena Santillana, me dijo. (Se llamaba Menjívar Santillana, pero por cuestiones legales su madre hizo un juicio de patria potestad y le cambió el nombre.) La conocía desde 1988 o 1989, y habían tocado y cantado juntas en el grupo Nueva América, que según me dicen fue muy importante en los últimos años de la guerra. Unos días antes habían ido ambas a la Dirección de Publicaciones e Impresos y ella (Nora) se había puesto a platicar con Carlos Clará y salí al tema. Vieron cómo Lorena se ponía incómoda. Cuando ya se iban, Nora le preguntó qué le pasaba, y le contestó:
-Es mi hermano.
Nora recordó que hacía años le había contado que mi padre era su padre, que lo había visto varias veces, pero que no lo recordaba; después había salido al exilio y nunca había vuelto a verlo.
Así que le dije a Nora que quería conocerla, que hablara con ella y, si aceptaba, que por favor me llevara. La llamó y no sé qué le habrá dicho (creo que no le advirtió muy bien de qué se trataba; Lorena le había dicho que no me contara nada), pero llamé a Krisma y los tres salimos en ese momento para Mejicanos. Media hora después entrábamos en su casa.
Conmoción general. La mamá de Lorena, Emma Santillana, parecía a punto de desmayarse. Lorena estaba rígida, como a punto de que le pasara un camión encima. Sus hijas no entendían nada. Boni, su esposo, a la expectativa. La reconocí de inmediato, porque se parece mucho a la tía Margo (la otra hermana de mi padre) y a la tía Emma (su prima hermana). La abracé y le dije "Tengo tres años buscándote."
En ese momento estaban a punto de salir; su hija mayor, Silvana, iba a tocar con un concertino de la Sinfónica Juvenil. (Es violinista. Es la que va al frente en la foto.) Lorena les dijo: "Vayan ustedes. Yo me encargo de esto." Y empezamos a hablar y a hablar y a hablar.
Al par de horas regresaron los demás. La señora Emma ya estaba más tranquila e intercambiamos algunas frases agradables. Las niñas me enseñaron lo único que tenían de mi padre: una copia de la primera edición de Reforma agraria en Guatemala, Bolivia y Cuba, publicado en 1969. "Éste es mi abuelito", me dijo Silvana, y me mostró la foto de mi padre en la contraportada. En ella tenía 30 años, quizá menos.
Terminamos comienzo pizza y riéndonos como viejos hermanos (y tíos y sobrinos y cuñados todas las combinaciones posibles), y cantando y tocando guitarra (Lorena, Boni y yo), violín (Silvana) y cello (Andrea). Quedamos que al día siguiente, que era sábado, irían a mi casa a comer y a seguir platicando.
Lo que es la genética: todos los de la familia Menjívar Ochoa tocamos por lo menos un instrumento, mi padre incluido; mi hijo es guitarrista, mi hija Eunice estudia canto, y entre los Santillana no hay nadie que le haga a la música. Lorena y sus hijas se han dedicado o se dedican a la música. Lorena también es licenciada en letras; dejó la carrera de medicina a medio camino para dedicarse a lo que le gustaba. Se gana la vida dando clases de literatura, precisamente. (Eso sí, viene de una larga tradición de maestros por el lado materno. Y la docencia era lo que mi padre más disfrutaba.)
Andrea, su hija mediana, es idéntica a mi abuela Carmen. Idéntica. Físicamente, la mirada, todo, pero en niña. Silvana se parece muchísimo a mi primo René, y tiene rasgos de mi padre. Fue impresionante ver también en Lorena gestos característicos de mi padre. De repente nos poníamos a mover las manos del mismo modo y a pararnos así y asá como si hubiéramos ensayado. Allí descubrí que no todo es imitación, y que quién sabe cómo se transmitan las cosas.
De eso hace exactamente dos años, un 17 de octubre como hoy. La foto la tomé en la casa donde vivía en ese entonces (que perteneció al cuentista Álvaro Menen Desleal, uno de mis maestros) el día 18. Hace poco menos de un año nació Javier, su hijo. Es un niño grandote y bien sano.
Lorena tiene ahora 37 años, nueve menos que yo, seis más que Mauricio, cuatro menos que Ana. Nos vemos poco, porque vivimos en extremos opuestos de la ciudad; yo ando en el exceso de trabajo y ella anda en eso de que Javier crezca como debe crecer, con hija adolescente, hija preadolescente, un marido que es una joya y todo lo que hace una vida. Igual nos hablamos por teléfono y nos mandamos correos electrónicos. Al rato la voy a llamar por nuestro segundo aniversario.
En mis pesquisas me llegaron noticias de que hay por lo menos dos hijos más de mi padre, hermanos míos por lo tanto. (Ellos son "los niños" de los que hablaba con angustia en sus delirios de morfina.) No he logrado ubicarlos, pero me gustaría conocerlos. Si alguien de los que lee esto sabe algo, por favor hágamelo saber.
Sé algo: mi padre, por los motivos que fuera, se privó de conocer y enorgullecerse de gente buena. Lástima por él.

5 comentarios:

Anónimo dijo...

Desde hace tiempo tengo la loca idea que muchas de las cosas que nos definen como personas (gestos, modos de caminar, risas) no son del todo aprendidos, sino mas bien heredados y reforzados con la convivencia familiar.
Tu ejemplo parece apuntar a que mis sospechas tienen un poquito de verdad.

saludos

Rafael Menjivar Ochoa dijo...

Y hasta un muchote.
La tía Margo --hermana de mi padre-- siempre se balancea en un pie, luego en el otro. Es una especie de maña vieja. Lorena no la conoce aún, pero tiene exactamente el mismo movimiento. Sé que, desde que la vi, supe que era mi hermana. Si me la hubiera encontrado por casualidad, lo hubiera sabido.
Saludos.

Anónimo dijo...

La sangre llama Rafa. Es increíble, ya quisiera escribir yo algo así pero aún hay gente sensible con respecto a esos temas en la familia. Espero el momento de poder zanjar todo eso.

Rafael Menjivar Ochoa dijo...

En mi familia también. Pero eso es problema de ellos, no mío. También espero zanjar esos problemas; ojalá haya oportunidad. Saludos.

Galileo dijo...

Bueno, la hermana Lorena también quisiera zanjar un millón de cosas.
Ya tengo un hermano con quien no compatí cosas de cipotes pero que compartimoscosasde viejos(ni tanto, jeje) pero tenemos más, si bien parece que mi pareja en eso de los hermanos esel Rafa...
Aún así, por eso que dice HistAcresis, la sangre llama y algúndíadaré un abrazo a los otros ... será bueno ver mis propios gestos en 3 ó 4 personasmás.
TE QUIERO RAFA!!!!