15 de octubre de 2005

Post número 100

Mal que bien, éste es el post número 100 de este blog en poco menos de un año. No he revisado el blog, y si lo hago me daré cuenta de algo que ya sé: hay muchas cosas de las que deseo hablar (casi desesperadamente) y sin embargo he omitido. Por ejemplo algunos de mis muertos y de mis vivos. La abuela Mina, digamos, una de las tres personas más importantes de mi vida (además de mis hijos y mi esposa), que murió en abril del año pasado y de la que no he dicho nada a nadie excepto "Se murió", si acaso me preguntan. O mis otras dos personas más importantes, que también están muertas. (De una, mi padre, ya dije algunas cosas.) O mi hermana Lorena, a quien conocí hace dos años, que goza de cabal salud junto con sus tres hermosos hijos y su marido el Boni, excelente tipo si alguna vez los hubo, y que ha logrado por fin darme una sensación de tranquilidad cuando pienso en mi familia más cercana. Por ejemplo muchos otros que no menciono quizá porque son míos, y quisiera que sólo fueran míos, como de seguro siente cierto tipo de niño que alguna vez fui.
Pero éste es el post número 100, y voy a hablar de alguien importante.
Resulta que ayer fui a un recital del IV Festival Internacional de Poesía donde se presentaba Vilma Osorio, poeta de La Casa del Escritor, de la que todos estamos orgullosos, cómo no. Hace un par de meses terminó un poemario, el primero, llamado Fijación de la costumbre, de una sencillez, una limpieza y una profundidad impresionantes no sólo para sus 24 años y el año y medio que se mató para terminarlo, sino porque así es. Aquí va uno de sus 31 poemas sin título:

Ocho septiembres han rozado mis mejillas
y tu presencia se desvanece.
Sobre mi hombro, una mano ligera.
Te busco y ahí estás,
a tres metros de extrañarte.

Hubo otros poetas de varios países (ella era la única de El Salvador), y un par me recordaron a Asurancéturix, el bardo de la aldea de Astérix. En algún momento me reí pensando que yo era el herrero del pueblo pegándoles con el martillo y gritando: "¡No cantarás! ¡No! ¡No cantarás!" Pero estaba cuidando a Valeria, que se portó bastante bien, y sólo intercambié algunas miradas con Krisma de ésas que sólo las parejas entienden.
El recital fue en la Sala Nacional de Exposiciones, la pequeña belleza que está en el Parque Cuscatlán, donde hay una exposición de Benjamín Cañas. Sólo había visto su obra en folletos, libros, periódicos e internet, y nada que ver. El hombre es grande, y más cuando se ve su obra en directo.
Después del recital, la poeta María Cristina Orantes, organizadora del Festival, nos invitó a que visitáramos, a un lado de la Sala, el monumento a los desaparecidos y asesinados durante la guerra, que promovió y realizó el Museo de la Palabra y la Imagen, entre otras instituciones.
Desde que se inauguró el monumento, no recuerdo hace cuánto tiempo (¿un año?, ¿menos?), decidí que iría al día siguiente. O al siguiente. O al siguiente, y así se pasó el tiempo. Había varios amigos a los que quería saludar, que están entre los más de 36,000 inscritos en mármol con letras perfectamente legibles y parcas. En el fondo, supongo, no quería terminar de darlos por muertos. Es más: cuando estaba en el recital ni siquiera recordaba que el monumento estuviera allí. Así que dije "Qué diablos" y fui de una vez. (Supongo que regresaré.)
El primer nombre que busqué fue el de Roberto Franco, titiritero, secuestrado en noviembre o diciembre de 1983 frente al Teatro Nacional. Se dijo que su cadáver había aparecido en alguna carretera al mar, pero nadie logró identificarlo.
Lo conocí en 1979, cuando llegó a México para presentarse en las festividades del cuarto aniversario del Bloque Popular Revolucionario, que se realizarían en la UNAM, la Carpa Geodésica y creo que en Antropología. Su llegada fue divertida, si no trágica. Roberto nunca había salido muy lejos y en una de ésas los del Bloque le dicen: "Vaya al Distrito Federal y busque al doctor Rafael Menjívar", o sea mi padre. Ni una dirección, ni un teléfono, nada. Tres o cuatro horas después estaba platicando con mi padre, que en un principio estaba de lo más desconfiado; siempre nos mandaban orejas, algunos burdos, algunos un tanto menos. Roberto le pareció uno de ellos, y allí va una anécdota para saber por qué: cuando la Guardia Nacional tomó el local del Taller de los Vagos --al que él pertenecía--, lo dejaron entrar, caminar por toda la casa y salir de la casa sin hacerle una sola pregunta. Mucho tuvo que ver la presencia de ánimo de Roberto, pero si los propios guardias lo confundieron, cuantimás mi padre, que era un simple economista.
En fin, Roberto necesitaba a alguien que lo acompañara con la guitarra en sus presentaciones, y ése fui yo. Trabajar con él fue de las cosas más divertidas que me han pasado. Tenía dos títeres principales: la rana Aurora (roja y de pelo amarillo, los colores del Bloque) y la rana Mateo, verde como cualquier rana. Sabía su oficio y fue todo un éxito. Los del grupo de teatro Sol del Río 32 acababan de llegar también a México y estaban hospedados con la gente de El Galpón, de Uruguay. Roberto los localizó quién sabe cómo, me los presentó y allí empezó una larga amistad con Leo Argüello (quien debería actualizar su base de datos en IMDB), uno de mis hermanos mayores, que debe estar leyendo esto.
En medio de la santurronería de mucha gente del Bloque, un día me dijo Roberto que nos fuéramos de parranda, pero de esas parrandas de verdad, de preferencia que termináramos tirados con tres o cuatro adolescentes (yo lo era; tenía 19 años; él andaría por los 28-29), en total promiscuidad, sin recordar ni siquiera cómo habíamos vomitado tanto, etcétera. Nos fuimos a la Zona Rosa, aparecieron las adolescentes discotequeras, dispuestas a todo, y nos dimos cuenta de que no servíamos para eso. Nada más no servíamos para eso. Así que terminamos a las cuatro de la mañana comiendo un delicioso asado en algún lugar que ahora de seguro ya no existe, hablando de literatura, teatro y qué sé yo, él con no más de dos cervezas entre pecho y espalda y yo con un agua de tamarindo.
Llegó varias veces al Defe, y a veces se escapaba de sus responsables para ir a vernos. Una de ésas coincidió con el cumpleaños de mi hijo Eduardo. Eso debió ser en 1981 o 1982. Fue a la tienda, compró un montón de refrescos de todos tipos (ya teníamos el pastel), montó el teatrino y salió a la calle a invitar a todos los niños que pasaran para que fueran a la función. Y desde luego que fue una función para niños, pero usó a la rana Aurora, la que servía para amenizar los mítines del Bloque. Es uno de los cumpleaños que mi hijo recuerda con más cariño, y cómo no: al rato teníamos como treinta o cuarenta niños corriendo por todas partes y pastel embarrado en todos los muebles.
Casi a finales de 1983 llegó a México Homero López, quien regresaba de terminar sus estudios de teatro en Kiev. Roberto se había criado con él en San Ramón, y de inmediato fue a verlo. Para ese entonces ya se había retirado de la política, tras la muerte de Cayetano Carpio (a mí me habían expulsado en 1982, antes de todo ese relajo). Me dijo que quería irse para allá con su hijo, que qué posibilidades de trabajo había, todo eso. Empezamos a hacer contactos y, sí, había buenas posibilidades. Quedamos en que regresaría definitivamente entre diciembre de 1983 y enero de 1984, que podía quedarse en casa mientras se estabilizaba.
Volvió a arreglar lo que hubiera que arreglar y un mes después lo agarró un escuadrón cuando iba al Teatro Nacional, donde trabajaba.
Además de actuar en mítines y de armar talleres y presentaciones en zonas marginales y en tomas de fábricas, Roberto era parte de los grupos de choque del BPR, y también combatiente urbano de las FPL. A él le tocó estar, armado, en la masacre del entierro del arzobispo Romero, disparando hacia el Banco Hipotecario (ahora Biblioteca Nacional, lo que son las cosas) y en muchas otras.
Un día le pregunté por qué arriesgarse tanto, si lo más importante era que se dedicara a los títeres. "Te podría decir que por conciencia de clase --me contestó--, porque es cierto. Te podría decir que por ideales. La verdad es que soy aventurero. Me gusta la adrenalina."
Ayer, al ver el nombre de Roberto Franco en el monumento, sentí tranquilidad. Allí está. El hecho de que esté allí es excelente; pude platicar con él después de 22 años, y la sonrisa todavía no me la quitan.

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Nota bene: Busqué, y no encontré, a dos amigos más: Benjamín Valiente Alvarez y Ana María Gómez. Quizá no busqué bien. Quizá no los pusieron porque eran gente organizada. Igual ambos fueron asesinados; no murieron en combate. Allí estaba también Juan Chacón, secretario general del Bloque, de quien hay algunas anécdotas de cuando llegaba a casa. Y Enrique Alvarez Córdova, gran amigo de mi padre. El nombre del arzobispo Romero se está desgastando; se ve que todos los que llegan lo acarician con un dedo, y ese dedo colectivo está erosionándolo. Pero erosionarán la inscripción del nombre, no el nombre.

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