34 años después
El asunto está así: uno no puede extrañar lo que no ha vivido, porque entonces se pasa todo su presente y su futuro en un mundo de especulaciones que sólo pueden llevar a la amargura, la depresión, el pobrediablismo y, en todo caso, a una visión bastante enferma de la vida.
Por ejemplo, ¿qué hubiera pasado si no hubiera tenido un hijo a los 18 años y no me hubiera casado a esa edad, lo que significó ponerme a trabajar duro desde muy chavo, quedarme con pedazos de carreras (música, letras), armarme una que hasta ese momento no me interesaba (periodismo) y otra que sí (escritor de libros) y no llevar una juventud normal (al menos dentro de los estándares de una clase más o menos media), con fiestas y sesiones de estudio en equipo y todo lo que trae la una vida universitaria? No tengo la menor idea, con todo y que algunos parientes cercanos aún me lo recriminan y que varios amigos (y no tan amigos) me han dicho hasta la náusea de todo lo que me perdí. Para mí, desde acá, no hay nada que valga tanto como lo que he pasado con mi hijo Eduardo desde el 9 de septiembre de 1977, y lo que falta. No entiendo la vida de otro modo ni sin él. Mi segundo matrimonio tuvo cosas que quizá pude evitarme, y tomé decisiones terriblemente erradas, pero está Eunice, mi hija, y eso hace que desde el 1 de octubre de 1987 la vida tenga otro sentido. (¡Sí! ¡Hoy cumple 19 años!) Y Valeria anda en su versión 2.3, aunque es otra etapa de mi vida, y me ha tocado disfrutarla con menos dificultades, con un poco más de calma. (Tampoco podría "extrañar" que esa calma y esas "menos dificultades" no me hayan llegado antes; fueron un precio justo.)
Mi padre, unos meses antes de ponerse grave, me decía que lamentaba todo lo que nos había hecho pasar con los líos en los que anduvo metido: la policía siempre vigilándonos, las amenazas de cateos, las llamadas con amenazas de muerte, el exilio y muchas situaciones harto desagradables que nos pasaron en él, como cuando un escuadrón de la muerte nos mantuvo rodeados en México durante no sé cuántas horas, con niños dentro de casa y una angustia que difícil de olvidar. Eso sin contar con todos los desajustes emocionales, los peligros, la violencia siempre como un punto de referencia, las derrotas a veces innecesarias, todos los compañeros muertos y más. Y, claro, se echaba la culpa hasta de cosas que para él eran malas y para mí eran magníficas. Le dije que si quería un pretexto para sentirse mal, que se buscara otro, porque mi vida había sido buena, y que no podía extrañar algo que no conocía. Creo que después de esa plática logró descansar un poco de todo lo que cargaba en el alma (o lo que haya en su lugar).
Y hay más, pero creo que basta con eso para asentar el punto. (Por cierto, acabo de hablar con mi hija Eunice. Platicamos un rato acerca de Pitágoras --me cae bien ese tipo--, los diálogos socráticos y la Poética y la Política de Aristóteles y la Apología de Sócrates, "pero no la de Platón". Allí sí me mató, porque no conozco otra. Como sea, ¿qué más se puede pedir que poder hablar de eso con ella por teléfono, una mañana de domingo? Y hablamos del Prometeo encadenado, pero no nos acordamos del autor. Acabo de buscar en la Wikipedia y se le atribuye a Esquilo, con algunos conques. La voy a llamar de nuevo para decírselo; aunque a estas alturas ya debió verificarlo, va a ser un buen pretexto para platicar otro rato.)
Todo eso viene al caso porque hace unos días, a través de este blog, me escribió Mauricio Ernesto Franco, de quien no sabía desde hace 34 años, ni más ni menos. Nos conocimos en el espantoso colegio Corazón de María, de las seños Sabater, donde nuestros padres nos metieron en primer grado y hasta segundo, porque de segundo a sexto grado era sólo para niñas. La maestra de segundo, una tal niña Mariíta, era una viejita sádica que disfrutaba pellizcando brazos y clavando tacones en las piernas de los niños que se caían al piso. Y se caían porque lo que nos ponían a hacer en el recreo era a luchar los unos contra quien fuera, y ella era el árbitro. Y después que me digan que las seños Sabater eran unas damas piadosas...
En tercer grado nos pasaron al Externado de San José, ad majorem Dei gloriam, y no es que mejorara mucho el trato, pero al menos aprendíamos más y los maestros tenían que ocultarse para abusar de los chavos. Éramos todo un grupo: Ramiro Velasco, Daniel Funes Orellana, Leonardo Heredia hijo, Luis Alberto Aparicio, uno de apellido Quezada, Mauricio, yo y creo que ya.
Lo que nos unía con Mauricio era que leíamos mucho, y no sólo eso: leíamos "libros gordos". Sólo un compañero de apellido Trabanino nos ganó una vez, porque se aventó Los miserables, y francamente tuve que esperar varios años para atreverme. (Por ese entonces teníamos entre ocho y trece años, y casi todos los otros uno más que yo, con excepción de René Figueroa, mi hermanito del alma en ese entonces, que es apenas un mes mayor.) Y yo leí Moby Dick, y aún no lo olvido.
Cuando estábamos en cuarto grado, Mauricio se cayó de no recuerdo dónde ni por qué. Tuvo una conmoción cerebral severa, y se pasó un buen rato en la Policlínica (hoy Pro Familia) y luego otro rato en su casa, en recuperación. Al principio no podía ver, después se le cruzaba la vista, y le costaba hablar y qué sé yo. Angustiante. Fui a verlo un par de veces a la clínica y lo llamé por teléfono a su casa, hasta que apareció otra vez con sus "libros gordos". (Teníamos la misma edición de las obras completas de Mark Twain, la de Aguilar.) Curiosamente, ese mismo año (sería 1969), tuve otro golpe terrible en la cabeza que al parecer me desató los problemas de migraña. No me pasé ni un solo día en el hospital, y sólo me pusieron hielo para que se desinflamara; todavía tengo un reborde en la parte trasera de la cabeza.
Mauricio Franco me llamó anoche por teléfono (se lo mandé en un mail), y nos pusimos a acordarnos de cosas y de gentes. Curiosamente le ha seguido la pista a todos los que fueron nuestros compañeros (Federico Guillermo Guerrero Munguía, Juan Pablo Córdova Hinds, a los que ya mencioné y a otros, como Mauricio Funes, Rolando Marín, qué sé yo), y ha convivido durante años con varios de ellos. Y sentí alegría de que hubiera podido hacerlo, y saber que hay gente a la que conocí hace mucho que pudo llevar una vida menos fracturada (imagino que no menos difícil), más como debería ser. Y me da la tentación de sentir una nostalgia por cosas que no viví, y que no termino de entender, pero qué diablos: el próximo miércoles nos veremos para almorzar (¡después de 34 años!) y ya lo viviré a través de él, que es otro modo de vivir.
¿Y la foto de arriba? Bueno, el del primer plano soy yo, haciendo la primera comunión, en 1967, en la iglesia de San Francisco. Ese día decidí que no había un dios, de una manera bastante boba, pero lógica. Las seños Sabater y la catequista nos dijeron que, en el momento de recibir la hostia, podíamos pedir un deseo, sólo uno y sólo por esa vez, y que Dios nos lo iba a conceder. Me habían puesto un traje bastante grueso, y hacía un calor del carajo. El deseo que pedí no fue la paz mundial, como cualquier Miss Universo, ni que se acabaran los ricos y los pobres o que llegara el reino de Dios; pedí no volver a sentir nunca ese calor. Lo pedí con verdadera fe. Me pasé mucho rato arrodillado pidiéndolo. Y no sólo no dejó de hacer calor, sino que llegué a casa con una deshidratación severa. Así fue como me hice ateo.
Y el que está detrás de mí es Mauricio Franco.
Por ejemplo, ¿qué hubiera pasado si no hubiera tenido un hijo a los 18 años y no me hubiera casado a esa edad, lo que significó ponerme a trabajar duro desde muy chavo, quedarme con pedazos de carreras (música, letras), armarme una que hasta ese momento no me interesaba (periodismo) y otra que sí (escritor de libros) y no llevar una juventud normal (al menos dentro de los estándares de una clase más o menos media), con fiestas y sesiones de estudio en equipo y todo lo que trae la una vida universitaria? No tengo la menor idea, con todo y que algunos parientes cercanos aún me lo recriminan y que varios amigos (y no tan amigos) me han dicho hasta la náusea de todo lo que me perdí. Para mí, desde acá, no hay nada que valga tanto como lo que he pasado con mi hijo Eduardo desde el 9 de septiembre de 1977, y lo que falta. No entiendo la vida de otro modo ni sin él. Mi segundo matrimonio tuvo cosas que quizá pude evitarme, y tomé decisiones terriblemente erradas, pero está Eunice, mi hija, y eso hace que desde el 1 de octubre de 1987 la vida tenga otro sentido. (¡Sí! ¡Hoy cumple 19 años!) Y Valeria anda en su versión 2.3, aunque es otra etapa de mi vida, y me ha tocado disfrutarla con menos dificultades, con un poco más de calma. (Tampoco podría "extrañar" que esa calma y esas "menos dificultades" no me hayan llegado antes; fueron un precio justo.)
Mi padre, unos meses antes de ponerse grave, me decía que lamentaba todo lo que nos había hecho pasar con los líos en los que anduvo metido: la policía siempre vigilándonos, las amenazas de cateos, las llamadas con amenazas de muerte, el exilio y muchas situaciones harto desagradables que nos pasaron en él, como cuando un escuadrón de la muerte nos mantuvo rodeados en México durante no sé cuántas horas, con niños dentro de casa y una angustia que difícil de olvidar. Eso sin contar con todos los desajustes emocionales, los peligros, la violencia siempre como un punto de referencia, las derrotas a veces innecesarias, todos los compañeros muertos y más. Y, claro, se echaba la culpa hasta de cosas que para él eran malas y para mí eran magníficas. Le dije que si quería un pretexto para sentirse mal, que se buscara otro, porque mi vida había sido buena, y que no podía extrañar algo que no conocía. Creo que después de esa plática logró descansar un poco de todo lo que cargaba en el alma (o lo que haya en su lugar).
Y hay más, pero creo que basta con eso para asentar el punto. (Por cierto, acabo de hablar con mi hija Eunice. Platicamos un rato acerca de Pitágoras --me cae bien ese tipo--, los diálogos socráticos y la Poética y la Política de Aristóteles y la Apología de Sócrates, "pero no la de Platón". Allí sí me mató, porque no conozco otra. Como sea, ¿qué más se puede pedir que poder hablar de eso con ella por teléfono, una mañana de domingo? Y hablamos del Prometeo encadenado, pero no nos acordamos del autor. Acabo de buscar en la Wikipedia y se le atribuye a Esquilo, con algunos conques. La voy a llamar de nuevo para decírselo; aunque a estas alturas ya debió verificarlo, va a ser un buen pretexto para platicar otro rato.)
Todo eso viene al caso porque hace unos días, a través de este blog, me escribió Mauricio Ernesto Franco, de quien no sabía desde hace 34 años, ni más ni menos. Nos conocimos en el espantoso colegio Corazón de María, de las seños Sabater, donde nuestros padres nos metieron en primer grado y hasta segundo, porque de segundo a sexto grado era sólo para niñas. La maestra de segundo, una tal niña Mariíta, era una viejita sádica que disfrutaba pellizcando brazos y clavando tacones en las piernas de los niños que se caían al piso. Y se caían porque lo que nos ponían a hacer en el recreo era a luchar los unos contra quien fuera, y ella era el árbitro. Y después que me digan que las seños Sabater eran unas damas piadosas...
En tercer grado nos pasaron al Externado de San José, ad majorem Dei gloriam, y no es que mejorara mucho el trato, pero al menos aprendíamos más y los maestros tenían que ocultarse para abusar de los chavos. Éramos todo un grupo: Ramiro Velasco, Daniel Funes Orellana, Leonardo Heredia hijo, Luis Alberto Aparicio, uno de apellido Quezada, Mauricio, yo y creo que ya.
Lo que nos unía con Mauricio era que leíamos mucho, y no sólo eso: leíamos "libros gordos". Sólo un compañero de apellido Trabanino nos ganó una vez, porque se aventó Los miserables, y francamente tuve que esperar varios años para atreverme. (Por ese entonces teníamos entre ocho y trece años, y casi todos los otros uno más que yo, con excepción de René Figueroa, mi hermanito del alma en ese entonces, que es apenas un mes mayor.) Y yo leí Moby Dick, y aún no lo olvido.
Cuando estábamos en cuarto grado, Mauricio se cayó de no recuerdo dónde ni por qué. Tuvo una conmoción cerebral severa, y se pasó un buen rato en la Policlínica (hoy Pro Familia) y luego otro rato en su casa, en recuperación. Al principio no podía ver, después se le cruzaba la vista, y le costaba hablar y qué sé yo. Angustiante. Fui a verlo un par de veces a la clínica y lo llamé por teléfono a su casa, hasta que apareció otra vez con sus "libros gordos". (Teníamos la misma edición de las obras completas de Mark Twain, la de Aguilar.) Curiosamente, ese mismo año (sería 1969), tuve otro golpe terrible en la cabeza que al parecer me desató los problemas de migraña. No me pasé ni un solo día en el hospital, y sólo me pusieron hielo para que se desinflamara; todavía tengo un reborde en la parte trasera de la cabeza.
Mauricio Franco me llamó anoche por teléfono (se lo mandé en un mail), y nos pusimos a acordarnos de cosas y de gentes. Curiosamente le ha seguido la pista a todos los que fueron nuestros compañeros (Federico Guillermo Guerrero Munguía, Juan Pablo Córdova Hinds, a los que ya mencioné y a otros, como Mauricio Funes, Rolando Marín, qué sé yo), y ha convivido durante años con varios de ellos. Y sentí alegría de que hubiera podido hacerlo, y saber que hay gente a la que conocí hace mucho que pudo llevar una vida menos fracturada (imagino que no menos difícil), más como debería ser. Y me da la tentación de sentir una nostalgia por cosas que no viví, y que no termino de entender, pero qué diablos: el próximo miércoles nos veremos para almorzar (¡después de 34 años!) y ya lo viviré a través de él, que es otro modo de vivir.
¿Y la foto de arriba? Bueno, el del primer plano soy yo, haciendo la primera comunión, en 1967, en la iglesia de San Francisco. Ese día decidí que no había un dios, de una manera bastante boba, pero lógica. Las seños Sabater y la catequista nos dijeron que, en el momento de recibir la hostia, podíamos pedir un deseo, sólo uno y sólo por esa vez, y que Dios nos lo iba a conceder. Me habían puesto un traje bastante grueso, y hacía un calor del carajo. El deseo que pedí no fue la paz mundial, como cualquier Miss Universo, ni que se acabaran los ricos y los pobres o que llegara el reino de Dios; pedí no volver a sentir nunca ese calor. Lo pedí con verdadera fe. Me pasé mucho rato arrodillado pidiéndolo. Y no sólo no dejó de hacer calor, sino que llegué a casa con una deshidratación severa. Así fue como me hice ateo.
Y el que está detrás de mí es Mauricio Franco.
6 comentarios:
Para empezar, vos no me conocés....
Híjole, con esto de que te sacan del diccionario de autores y buscándote bronca con CCD, esto parece más amenaza que otra cosa... Pero no, no lo es (ja ja!). Lo que pasa es que es cierto: vos que no me conocés, ni yo a vos. Pero de todos modos, te cuento esta historia:
después de casi 6 años de haber estado trabajando como loco, logré robarme una semana y me fuí de vacaciones. En una decisión de último minuto (literalmente), fuí a parar a Taxco, Iguala, Cuernavaca, Acapulco y Ciudad de Méjico. Estando en Cuernavaca, pasé por la librería que esté en el Palacio de Cortez. Tenía añales de no ver tantos libros en Español. Aún haciendo grandes esfuerzos, llegó un momento en el que tenía 6 libros de los que debía que escoger sólo 2 para comprar (larga historia por cierto). Entre la indecisión propia de nosotros los de signo libra, seguí revisando y justo en la esquina inferior izquierda de mi pulila reconocí tu nombre, junto al título "Un Buen Espejo". Y fué así como retorné la copia en Español de "El Hombre Duplicado" de Saramango y decidí comprar tu libro, junto con uno de Elena Poniatowska. Lo comencé a leer en el bus para Acapulco, y lo terminé en alguí lugar entre Méjico y Canadá, en un asiento de pasillo (no me gustan las ventanas en los aviones).
A qué viene esta historia? pues a nada. Solo quería contarte se siente sabroso encontrarse escritos de salvatruchos en tierras ajenas.
Gracias por leer el libro. Me da gusto además que un salvadoreño que vive en Canadá lo haya comprado en Cuernavaca... La globalización tiene también sus lados interesantes.
Un buen espejo es en realidad la tercera edición de Los años marchitos, mi segunda novela publicada. Lo que pasó fue que a Sandro Cohen, el editor, le gustó el libro, y quería publicarlo, pero le agarró que quería que apareciera como una primera edición. Entre un montón de títulos, se le ocurrió el de Un buen espejo, que no termina de gustarme, pero la edición está padre. Hubo dos ediciones: una para las bibliotecas de Nueva York y otra para venderse en México. Tengo que pedirle ejemplares a Sandro, porque no me ha mandado...
(Y el título no me gustó porque me pasé, en su momento, como seis meses buscándolo; se me ocurrió Los años marchitos y tuve que hacer un par de maromas dentro de la novela para ponerlo. Eso sí, pude darle una buena corregida, porque tenía bastante errores. Sólo hubo una errata en Un buen espejo: se fue "cuidad" en vez de "ciudad" en algún lugar. Lo más limpio que me ha tocado hasta ahora, junto con Trece, que no tiene nunguna. La más fea fue la de Los héroes tienen sueño: tiene tres erratas en el primer párrafo. Después ya no, pero ya para qué. Pronto se volverá a publicar y corregiré eso.)
de don fin en con fin...
Ya no me acuero del himno del colegio..Pero bueno... eso de la nostalgia... me acordó a un poema... Pero no me acuerdo el autor o el poema... Igual no importa :P
Así que estuviste en el Externado... Ya decía yo que ese airecito lo reconocía. Y el himno empieza:
Fundador sois, Ignacio, y general
de la compañía real
que Jesús con su nombre distinguió.
La legión de Loyola, con fiel corazón,
su pendón enarbola con mucho... uh... nomeacuerdoqué...
Ya voces escúchanse
de trompa bélica
y el santo ejército
sin treguas bátese
y alza sus lábaros
en la batalla triunfaaaaal.
Compañía de Jesús corre a la lid.
Esteee... No. No era ése. El otro terminaba:
Por mi hogar y mi patria y mi fé,
viva el Externado de San José.
Obvio, pero qué diablos.
Encontré el poema... no sé porqué me lo recordaba más bonito en mi mente... pero ahi va:
como la vida privada de los árboles
(o de los náufragos): aferrado a estas palabras
en el océano como una mesa
cubierta de partituras, y un barco
navegando en los ojos, escribo:
una imagen absurda que se confunde
con la nostalgia de cosas que no he vivido,
como la vida privada de los árboles
o de los náufragos.
Andrés Anwandter
(crero que se pegaron mal las marcas de párrafo)
el himno era de con fin a con fin y asi continuaba, en que año estudiaron en el externado
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