Eliot, cuadernos y el final perdido
Thierry Davo ya tradujo, y ya entrará en proceso de edición, el Brief inventaire de touts les choses. Antenoche me puse a revisarlo (en español, desde luego) y encontré un error que no parece demasiado importante, pero me puso a temblar de ansiedad.
En el capítulo 2, el personaje central decía que Ágata lo siguió mientras paseaba, y siguió siguiéndolo; él trató de evadirla durante horas, pero ella siempre lo encontraba. Cuando llegó a su casa, y sin que viera de dónde salió, ella entró antes que él y le pidió que la esculpiera. (Hay que leer el libro para enterarse de qué se trata.) Se quedó, en fin, mientras él se dedicaba a matar conejos --su madre le había dejado un criadero de conejos-- y se sentó en una mecedora, y esa mecedora no era la misma que ella había usado durante toda la vida para ver pasar el mundo por la ventana. O sea: él le consiguió otra mecedora. En el capítulo 4, ella decía que él fue a su casa por su mecedora, y que fue lo único que llevó de sus cosas viejas. ¡Desde 1988 hasta anteayer no me había dado cuenta! Por algo a los gazapos (erratas que afectan el contenido) les llaman gazapos (los bebés de los conejos, que se agazapan mejor que nadie si hemos de creer en las etimologías).
De inmediato lo corregí y le envié una carta a Thierry, que desde luego no se la tomó tan a la tremenda. Me preguntó, también, que qué era lo que seguía para publicar. Es fácil: Un mundo en el que el cielo cae y cae, que ya tiene traducido desde el año pasado. Pero ¿y para los años siguientes?
Lo que hice fue mandarle una serie de textos en diferente estado de elaboración, o ya terminados, para que me dijera qué rayos podríamos hacer con ellos. La conclusión, después de su respuesta, fue hay debo terminar varios textos que ya están para compilarlos en un solo libro. Son textos que he elaborado a lo largo de años, que curiosamente tienen relación entre sí.
Uno de ellos, "Diario de enero", tiene varias historias, pero contaré sólo una.
Empecé a escribirlo en 2000, en el Hospital Médico Quirúrgico, al día siguiente en que internaron a Álvaro Menen Desleal. Fui a buscar a Álvaro, no me dejaron pasar, y llamé a Cecilia, su esposa. Me dijo que iba en camino y, mientras me fumaba un cigarro y me tomaba un refresco, me puse a escribir junto al teléfono. No sabía muy bien qué estaba escribiendo, pero me pareció que funcionaba. (Es algo de un tipo que sólo puede recordar que olvida, y sus olvidos y sus recuerdos son falsos. Leerlo no es tan difícil como explicarlo.)
Llegó Cecilia, estuve un rato con Álvaro y me fui a trabajar después de escribir otro rato en la entrada. O salida, según.
Al día siguiente regresé un rato al HMQ, a platicar y trabajar un poco en la edición de Tres novelas cortas y poco ejemplares, que estaba por publicarse, y él me pidió que la revisara. En los ratos en que recibía visitas o médicos me ponía a escribir.
Dos días antes de la operación, me fui a hablar por teléfono, me llamaron del diario y me fui a hacer lo que tuviera que hacer. El relato lo estaba escribiendo en una agenda que me regalaron en EDH para navidad, y la dejé olvidada en el teléfono. Me di cuenta cuando ya estaba en el diario. Perdida sin remedio, pensé.
Al día siguiente, el día de la operación, trabajamos con Álvaro en la edición y corrección de La bicicleta al pie de la muralla y otras cosas. "Usted sabe que es posible que no salga vivo de esa operación", me dijo, y nos pusimos a hablar acerca de qué hacer con sus cuentos completos, un proyecto que habíamos trabajado no muy detenidamente en los pasados meses (los tituló Cuentos incompletos y maravillosos), la novela inédita y otros asuntos. Le dije que había perdido el cuaderno y se condolió en serio. Me recomendó que tratara de reconstruirlo, pero el texto era tan raro y tan complejo que era imposible. Nos despedimos y ya no volví a conversar con él. (Esa misma tarde se casó formalmente con Cecilia e hizo su testamento.)
Por la noche, alguien llamó al periódico: era un muchacho que trabajaba en una farmacia de Montserrat. Había encontrado la agenda y quería devolvérmela. Rodrigo Baires me llevó en su heroico carro de entonces (¡caminaba!) y allí estaba el relato, recuperado. El muchacho de la tienda, buena onda. Ni siquiera traté de ofrecerle una recompensa; era obvio que lo hubiera ofendido. (Me pasó otra vez con otro cuaderno y con el gafete de EDH: los perdí, alguien los encontró, me los devolvió. Buena onda.)
A la mañana siguiente Cecilia me llamó para decirme que la operación no había salido bien (al parecer hubo muerte cerebral, pero ella tenía esperanzas). Fui al hospital a conversar un rato, fui al trabajo y por la tarde llevé La bicicleta a la DPI. Yo mismo pasé las correcciones, aunque el encargado de tipear se ofendiera un poco. No sólo era para que quedaran mejor; era para estar un poco más cerca de Álvaro, estuviera donde estuviera.
Empezaron las hemorragias, y el hospital pidió donación de sangre, algo así como 14 litros, y fui a dar mi parte. Allí me encontré con Luis Alvarenga, que también iba a lo mismo. Sólo había platicado una vez, muy poco, con él, y esa vez tampoco hablamos demasiado, porque nos llamaron pronto para lo de la donación. Yo acababa de escribir un artículo acerca de la huelga de médicos del Seguro Social, en el que decía que la patronal no era el gobierno, sino el pueblo, y era al pueblo al que se estaba afectando con los cierres de hospitales y servicios y todo lo demás. Un artículo duro, creo.
Me pusieron en una camilla y la doctora hizo todo el ritual de sacarme sangre. Cuando ya había clavado la aguja y la sangre estaba saliendo, le dije algo como que qué buena mano tenía para eso, que no me había dolido. "Para que vea por lo que peleamos --me dijo--, para que esto sea posible." Le pregunté que por qué me lo decía, me miró a los ojos con una sonrisa un tanto tensa, pero amable, y me contestó: "Usted sabe por qué lo digo." Estuve a punto de pegar el brinco y quitarme la aguja y salir corriendo, pero el estilo es el estilo, y todavía no había perdido --ni he perdido aún-- la confianza en la humanidad. (Claro que hay cada imbécil...)
Salí, me senté fuera de la clínica y me puse a escribir más del cuento. Escribía un poco cada vez que iba, y en los días siguientes en que fui, más para conversar con Cecilia que por ver a Álvaro; de hecho no volví a verlo. Una de las reglas para hacer el relato era que sólo lo escribiría en el HMQ, mientras Álvaro estuviese allí. Es una tontera, pero fue lo que decidí, y asi pasó.
El día en que murió ya había terminado el relato, con la excepción del cierre. Según mis cálculos, me faltaba un párrafo, nada más que uno. Y no pensé en eso al oír a Cecilia del otro lado, y no pensé en el relato en varias semanas. Sé algo: cuando me dijeron que Álvaro había muerto, estuve seguro de que mi padre moriría también. Fue una certeza triste, sin más fundamento que la tristeza. Lo de Álvaro fue cáncer en el páncreas; mi padre estaba luchando contra el suyo desde hacía meses, y estaba a punto de otra operación. Moriría cuatro meses después.
En fin, un día me puse a pasar a máquina el relato y, sí, estaba rarísimo. Ajusté aquí y allá, moví cosas de un lado a otro, resolví detalles como la distancia de una puerta a una esquina, el tiempo que se tarda un anciano en correr una cuadra y recuperar el aliento, etcétera. Al llegar al final me trabé. Sabía cómo debía terminarlo, pero no encontraba las palabras. Lo dejé, y a lo largo de los años, cada cierto tiempo, he agarrado el relato para tratar de terminarlo, y siguen sin salir las palabras. Sé que es un párrafo apenas, y sé que es endemoniadamente difícil ese final en ese espacio, pero cosas más difíciles me ha tocado escribir y he salido airoso.
Pues bien, éste es uno de los textos que entraría en la recopilación que propone Thierry. Ahora tengo que imprimirlo y, pase lo que pase, hacer el final. Y lo voy a hacer en semana santa. Garantizado. (Eso espero.)
Luego, a principios de 2004 empecé un relato rarísimo, lo más cercano que he escrito a una historia de amor. Lo fui armando hasta principios o mediados de 2006, y luego lo dejé descansar. Hasta escribí un final, que según yo había pasado a máquina. Y hace un par de días lo revisé y no, no lo he pasado, o lo pasé en la máquina de La Casa, cuyo disco formatearon hace un par de meses sin tratar de recuperar lo que había dentro. Pero seguro que está en algún cuaderno, porque todo lo escribo en cuadernos, y luego paso en limpio. Lo más probable era que estuviera en el cuaderno donde, precisamente, escribí el relato. Pero no. Allí se corta en el capítulo anterior. Debió ser en otro entonces, y no recuerdo en cuál, porque son decenas, y seguro después escribí algo más, y ahora a identificarlo... Y he buscado y no lo hallo. Y a lo mejor no lo escribí en un cuaderno, sino al reverso de las hojas donde imprimí ese relato, que no sé dónde quedaron, porque hay cientos por todas partes. O no. Son como cinco páginas, no más, pero igual: es un relato tan complicado --me refiero al armado, no a la lectura-- que no podría reproducirlo. O sea que tengo la semana santa también para encontrarlo. (Excepto el miércoles; tengo que trabajar con una compañera de La Casa.)
De los otros textos ya veremos. Quizá quede Espejos, que ya está traducido también, y publicado en el bonito catálogo literario de Cénomane; quizá no.
Todo lo anterior es porque, buscando el final perdido, encontré que hice, quizá a finales de 2002 o principios de 2003, la traducción de una parte de The Waste Land, de Eliot. La idea era que Krisma lo leyera. En La mancha en la pared reproduzco el primer canto, El sepelio de los muertos. Es una versión preliminar, pero algo tendrá de bueno.
En el capítulo 2, el personaje central decía que Ágata lo siguió mientras paseaba, y siguió siguiéndolo; él trató de evadirla durante horas, pero ella siempre lo encontraba. Cuando llegó a su casa, y sin que viera de dónde salió, ella entró antes que él y le pidió que la esculpiera. (Hay que leer el libro para enterarse de qué se trata.) Se quedó, en fin, mientras él se dedicaba a matar conejos --su madre le había dejado un criadero de conejos-- y se sentó en una mecedora, y esa mecedora no era la misma que ella había usado durante toda la vida para ver pasar el mundo por la ventana. O sea: él le consiguió otra mecedora. En el capítulo 4, ella decía que él fue a su casa por su mecedora, y que fue lo único que llevó de sus cosas viejas. ¡Desde 1988 hasta anteayer no me había dado cuenta! Por algo a los gazapos (erratas que afectan el contenido) les llaman gazapos (los bebés de los conejos, que se agazapan mejor que nadie si hemos de creer en las etimologías).
De inmediato lo corregí y le envié una carta a Thierry, que desde luego no se la tomó tan a la tremenda. Me preguntó, también, que qué era lo que seguía para publicar. Es fácil: Un mundo en el que el cielo cae y cae, que ya tiene traducido desde el año pasado. Pero ¿y para los años siguientes?
Lo que hice fue mandarle una serie de textos en diferente estado de elaboración, o ya terminados, para que me dijera qué rayos podríamos hacer con ellos. La conclusión, después de su respuesta, fue hay debo terminar varios textos que ya están para compilarlos en un solo libro. Son textos que he elaborado a lo largo de años, que curiosamente tienen relación entre sí.
Uno de ellos, "Diario de enero", tiene varias historias, pero contaré sólo una.
Empecé a escribirlo en 2000, en el Hospital Médico Quirúrgico, al día siguiente en que internaron a Álvaro Menen Desleal. Fui a buscar a Álvaro, no me dejaron pasar, y llamé a Cecilia, su esposa. Me dijo que iba en camino y, mientras me fumaba un cigarro y me tomaba un refresco, me puse a escribir junto al teléfono. No sabía muy bien qué estaba escribiendo, pero me pareció que funcionaba. (Es algo de un tipo que sólo puede recordar que olvida, y sus olvidos y sus recuerdos son falsos. Leerlo no es tan difícil como explicarlo.)
Llegó Cecilia, estuve un rato con Álvaro y me fui a trabajar después de escribir otro rato en la entrada. O salida, según.
Al día siguiente regresé un rato al HMQ, a platicar y trabajar un poco en la edición de Tres novelas cortas y poco ejemplares, que estaba por publicarse, y él me pidió que la revisara. En los ratos en que recibía visitas o médicos me ponía a escribir.
Dos días antes de la operación, me fui a hablar por teléfono, me llamaron del diario y me fui a hacer lo que tuviera que hacer. El relato lo estaba escribiendo en una agenda que me regalaron en EDH para navidad, y la dejé olvidada en el teléfono. Me di cuenta cuando ya estaba en el diario. Perdida sin remedio, pensé.
Al día siguiente, el día de la operación, trabajamos con Álvaro en la edición y corrección de La bicicleta al pie de la muralla y otras cosas. "Usted sabe que es posible que no salga vivo de esa operación", me dijo, y nos pusimos a hablar acerca de qué hacer con sus cuentos completos, un proyecto que habíamos trabajado no muy detenidamente en los pasados meses (los tituló Cuentos incompletos y maravillosos), la novela inédita y otros asuntos. Le dije que había perdido el cuaderno y se condolió en serio. Me recomendó que tratara de reconstruirlo, pero el texto era tan raro y tan complejo que era imposible. Nos despedimos y ya no volví a conversar con él. (Esa misma tarde se casó formalmente con Cecilia e hizo su testamento.)
Por la noche, alguien llamó al periódico: era un muchacho que trabajaba en una farmacia de Montserrat. Había encontrado la agenda y quería devolvérmela. Rodrigo Baires me llevó en su heroico carro de entonces (¡caminaba!) y allí estaba el relato, recuperado. El muchacho de la tienda, buena onda. Ni siquiera traté de ofrecerle una recompensa; era obvio que lo hubiera ofendido. (Me pasó otra vez con otro cuaderno y con el gafete de EDH: los perdí, alguien los encontró, me los devolvió. Buena onda.)
A la mañana siguiente Cecilia me llamó para decirme que la operación no había salido bien (al parecer hubo muerte cerebral, pero ella tenía esperanzas). Fui al hospital a conversar un rato, fui al trabajo y por la tarde llevé La bicicleta a la DPI. Yo mismo pasé las correcciones, aunque el encargado de tipear se ofendiera un poco. No sólo era para que quedaran mejor; era para estar un poco más cerca de Álvaro, estuviera donde estuviera.
Empezaron las hemorragias, y el hospital pidió donación de sangre, algo así como 14 litros, y fui a dar mi parte. Allí me encontré con Luis Alvarenga, que también iba a lo mismo. Sólo había platicado una vez, muy poco, con él, y esa vez tampoco hablamos demasiado, porque nos llamaron pronto para lo de la donación. Yo acababa de escribir un artículo acerca de la huelga de médicos del Seguro Social, en el que decía que la patronal no era el gobierno, sino el pueblo, y era al pueblo al que se estaba afectando con los cierres de hospitales y servicios y todo lo demás. Un artículo duro, creo.
Me pusieron en una camilla y la doctora hizo todo el ritual de sacarme sangre. Cuando ya había clavado la aguja y la sangre estaba saliendo, le dije algo como que qué buena mano tenía para eso, que no me había dolido. "Para que vea por lo que peleamos --me dijo--, para que esto sea posible." Le pregunté que por qué me lo decía, me miró a los ojos con una sonrisa un tanto tensa, pero amable, y me contestó: "Usted sabe por qué lo digo." Estuve a punto de pegar el brinco y quitarme la aguja y salir corriendo, pero el estilo es el estilo, y todavía no había perdido --ni he perdido aún-- la confianza en la humanidad. (Claro que hay cada imbécil...)
Salí, me senté fuera de la clínica y me puse a escribir más del cuento. Escribía un poco cada vez que iba, y en los días siguientes en que fui, más para conversar con Cecilia que por ver a Álvaro; de hecho no volví a verlo. Una de las reglas para hacer el relato era que sólo lo escribiría en el HMQ, mientras Álvaro estuviese allí. Es una tontera, pero fue lo que decidí, y asi pasó.
El día en que murió ya había terminado el relato, con la excepción del cierre. Según mis cálculos, me faltaba un párrafo, nada más que uno. Y no pensé en eso al oír a Cecilia del otro lado, y no pensé en el relato en varias semanas. Sé algo: cuando me dijeron que Álvaro había muerto, estuve seguro de que mi padre moriría también. Fue una certeza triste, sin más fundamento que la tristeza. Lo de Álvaro fue cáncer en el páncreas; mi padre estaba luchando contra el suyo desde hacía meses, y estaba a punto de otra operación. Moriría cuatro meses después.
En fin, un día me puse a pasar a máquina el relato y, sí, estaba rarísimo. Ajusté aquí y allá, moví cosas de un lado a otro, resolví detalles como la distancia de una puerta a una esquina, el tiempo que se tarda un anciano en correr una cuadra y recuperar el aliento, etcétera. Al llegar al final me trabé. Sabía cómo debía terminarlo, pero no encontraba las palabras. Lo dejé, y a lo largo de los años, cada cierto tiempo, he agarrado el relato para tratar de terminarlo, y siguen sin salir las palabras. Sé que es un párrafo apenas, y sé que es endemoniadamente difícil ese final en ese espacio, pero cosas más difíciles me ha tocado escribir y he salido airoso.
Pues bien, éste es uno de los textos que entraría en la recopilación que propone Thierry. Ahora tengo que imprimirlo y, pase lo que pase, hacer el final. Y lo voy a hacer en semana santa. Garantizado. (Eso espero.)
Luego, a principios de 2004 empecé un relato rarísimo, lo más cercano que he escrito a una historia de amor. Lo fui armando hasta principios o mediados de 2006, y luego lo dejé descansar. Hasta escribí un final, que según yo había pasado a máquina. Y hace un par de días lo revisé y no, no lo he pasado, o lo pasé en la máquina de La Casa, cuyo disco formatearon hace un par de meses sin tratar de recuperar lo que había dentro. Pero seguro que está en algún cuaderno, porque todo lo escribo en cuadernos, y luego paso en limpio. Lo más probable era que estuviera en el cuaderno donde, precisamente, escribí el relato. Pero no. Allí se corta en el capítulo anterior. Debió ser en otro entonces, y no recuerdo en cuál, porque son decenas, y seguro después escribí algo más, y ahora a identificarlo... Y he buscado y no lo hallo. Y a lo mejor no lo escribí en un cuaderno, sino al reverso de las hojas donde imprimí ese relato, que no sé dónde quedaron, porque hay cientos por todas partes. O no. Son como cinco páginas, no más, pero igual: es un relato tan complicado --me refiero al armado, no a la lectura-- que no podría reproducirlo. O sea que tengo la semana santa también para encontrarlo. (Excepto el miércoles; tengo que trabajar con una compañera de La Casa.)
De los otros textos ya veremos. Quizá quede Espejos, que ya está traducido también, y publicado en el bonito catálogo literario de Cénomane; quizá no.
Todo lo anterior es porque, buscando el final perdido, encontré que hice, quizá a finales de 2002 o principios de 2003, la traducción de una parte de The Waste Land, de Eliot. La idea era que Krisma lo leyera. En La mancha en la pared reproduzco el primer canto, El sepelio de los muertos. Es una versión preliminar, pero algo tendrá de bueno.
3 comentarios:
Nunca entendí bien la cosa, porque no me interesan los detalles, pero parece que hay un capítulo del Quijote en el que Sancho Panza monta a su burro, cuando se suponía que en este momento no tenía burro. A Cervantes se le había olvidado que unos capítulos antes, a Sancho se le había extraviado la bendita montura. Ergo: la mecedora es el equivalente salvadoreño del burro de los españoles. ¿o non?
¡No digas eso que me van a abrir otro blog, je je!
A Sancho le roban el burro y se pasa un capítulo llorando por él. Luego hay unas pláticas con Don Quijote y deciden irse de la Sierra Morena porque es insegura... y Sancho baja en el burro. En el libro segundo se dedican a especular acerca de por qué Cervantes cometió una regada de tal calibre, y al final lo dejan por la paz, Sancho en su burro y Cervantes a lo suyo.
Una mecedora es un buen modo de iniciar una literatura de los errores, pero la crítica local diría:
"Lo que pasa es que es ce**te hijuela**** es c**ero y no se fija ni en lo que escribe, sapo idiota", etcétera. Y no dudo que Cervantes haya tenido a los suyos y por el estilo, aunque sólo nos haya llegado uno que otro Avellaneda (también anónimo, si te fijas).
Na. Mejor corrige lo de la mecedora. O no: igual por aquí no muchos leen francés. Ya veré lo que hago con la edición en español.
Tu relato sobre Alvaro Menen Desleal me ha tocado algo aquí adentro. Tú sabés que en los últimos meses me he dedicado a leer su obra completa, para el asunto de mi tesis. Lo hemos platicado. Pero uno toma los libros y pocas veces puede saber las historias ocultas tras ellos, y menos de primera mano, como en este caso. Pues también lo admiro como tú (sólo que no tuve el gusto de conocerlo). También busco en su obra las cosas que tú ya has encontrado. Un abrazo.
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