26 de abril de 2007

Hombres contra la muerte: frases, causas y el año equivocado

Voy a llegar hasta donde llegue, pero no prometo nada.
Las primeras páginas de Hombres contra la muerte, de Miguel Ángel Espino, sorprendentes, con personajes bien armados y situaciones perfectamente definidas. Está contado muy a la mexicana, si eso significa algo, con fuertes ecos de Mariano Azuela y José Rubén Romero, los novelistas de la Revolución.
Desde el principio uno sabe el juego del novelista, y lo acepta o no: el “blanco” va a hablar de “el otro”, al estilo de la novela indigenista o de casi todo el costumbrismo (Salarrué se cuece aparte), nada más que no sólo habrá indios y campesinos, sino también negros, mestizos, outcasts, maestros de escuela rebeldes, citadinos que huyen de lo que huyan, patrones indiferentes y capataces malditos, sin quitar el elemento femenino: pobres mujeres piojosas (así las describe literalmente) o bellas e indiferentes niñas ricas. (El mejor resultado de la fórmula, para mi gusto, ha sido Huasipungo, de Jorge Icaza; el peor y más abyecto, El diosero, de Francisco Rojas.) Y está bien, porque después de todo es una literatura de época, y porque así se cocían algunas habas en esos entonces.
Como siempre, Espino tiene frases esplendorosas. Trenes es un catálogo de ellas, y si las hubiera reservado para hacer poesía, no una novela, estarían entre lo mejor que ha dado el país. En Hombres contra la muerte ya hay narración, acción, no una reunión de frases pirotécnicas sin mayor orden ni objetivo.
Transcribo algunas cosas que me gustaron especialmente:

Juan Sel lo contaba. ¿Quién es Juan Sel? Es un puro encendido en la boca, siete machetazos en el cuerpo y nada en el corazón.

Uno de los personajes de Rulfo dijo algo parecido, años después, al describir a Pedro Páramo: “Es un rencor vivo.”

Si usted no ha visto poco a poco el asombro que va brotando, primero, y después el río de lágrimas, y después el ruego y después la desesperación, y por último las canas y cuando ya no les queda nada por esperar, cuando lo han perdido todo, esa luz de perdón en la boca... entonces le falta que caminar con los pies descalzos sobre guijarros ardientes, mil años, cien mil años, para que sepa lo que se siente cuando hemos matado la única esperanza que hubiéramos querido salvar.
Hay un párrafo que me recuerda el Canto de guerra de las cosas, de Joaquín Pasos, en prosa y en otro contexto, pero en el mismo espíritu, a pesar de que se trata de un alegato temprano en contra del calentamiento global:

Los tres mil millones de hectáreas boscosas que cubren la superficie de la tierra se están incendiando urgidas por el hierro de los taladores. Cada árbol que cae es un poco de oxígeno menos. Pero el fuego pide leña, las llamas se extienden, nadie piensa en sembrar, todos piensan en destruir. Un día el mundo amanecerá despoblado de ramas, morirán los pájaros y desaparecerán las nubes, y el calor de la hoguera comenzará a resquebrajar una vida artificial levantada sobre millones de cadáveres. Los bosques están condenados a la agonía. Ya comenzaron a arder, seguirán ardiendo, hasta que la racha maldita arroje por manos del viento, hacia el espejo azul, hacia el cristal de los mares, el último puñado de escoria, la última alegría de los árboles sacrificados por el odio. En la memoria de los hombres quedará bailando, por los siglos, aquel puñado de cenizas que oyó el milagro de los trinos y presenció el sortilegio de las flores.

Y de pronto, entre tanta disquisición, la novela empieza a dispersarse y a mostrar una estructura cada vez más endeble. Icaza, en Huasipungo, cuenta la historia de “el otro”, “del indio”, de manera cruel, casi como en una autopsia, y de allí su efectividad (en Huairapamushcas, o Los hijos del viento, secuela de la anterior, se puso a dar explicaciones y convirtió un buen tema en un trozo de plomo); Espino se pone, él, escritor, a través de sus personajes, a opinar acerca de lo que pasa en ese mundo que creó, y a apelar a la bondad, la lástima o la conciencia del lector. Hay un par de diálogos que hace emitir a su personaje Ramiro Cañas (es el maestro con conciencia social; para entonces los excelentes personajes se le han empezado a acartonar) que me sacaron algunos bostezos. El primero de ellos me recordó el rollo de su hermano mayor, Alfredo (“Un día, primero Dios, / has de quererme un poquito. / Yo levantaré un ranchito / donde vivamos los dos”):

–No es con sangre, no es con sangre. Con sangre han hecho ellos lo que tienen: una vida que ya no se aguanta, de sucia. Lo que debemos conseguir es que nos dejen ser como somos... Que nos dejen entender la vida a nuestro modo. Un pedacito de tierra, una mujer, un hijo... En América la felicidad es así.

–No han querido entendernos... Ha sido más fácil negarnos, decir que somos razas inútiles, perezosas, débiles. Vienen y nos ponen a trabajar, en tanto que la uncinaria nos extenúa y nos roba las ganas de vivir, nos ponen a trabajar y andamos descalzos, sufriendo el paludismo y el catarro. No nos han entendido nunca...

Si se trata de ponerse así de trágicos, prefiero, digamos, La rebelión de los colgados, de Bruno Traven. Y si dicen que Traven la escribió después de Espino, y que Espino fue precursor de algo, podemos irnos a Fuenteovejuna, del buen Lope, o a Lazarillo de Tormes, del buen Anónimo (¡ese anónimo sí servía para algo!), para ver que nada se ha inventado y que sólo se trata de poner apellido a las cosas, o decir “pero en América...” y de negar que, vamos, lo humano es lo humano, y lo obvio es lo obvio, y la literatura es vieja, ancha y nada ajena. Si quieren hasta nos podemos ir a Calderón con aquello de:

¿Qué delito cometí
contra vosotros naciendo?
Aunque si nací ya entiendo
qué delito he cometido.
Bastante causa ha tenido
vuestra justicia y rigor,
pues el delito mayor
del hombre es haber nacido.

(Cito de memoria, así que perdonarán si hay diferencias de puntuación.) Tan aplicable es al príncipe Segismundo como a un maya metido en medio de una selva insoportable, con o sin conciencia social, de clase o lo que gusten y manden.
No sé. Voy por la página 65 y ya me aburrí. Insisto: voy a seguir hasta donde pueda, pero no prometo mucho. Es descorazonador, sobre todo después de ese excelente principio.
Creo que la persona que escribió la nota de La prensa gráfica acerca de Hombres contra la muerte debería recapacitar en su juicio de que es “la gran novela” de El Salvador. No hay prisa. Que lea un poco más, que compare, y en unos años que vuelva a escribir.
Si me preguntan cuál es “la mejor” novela que ha escrito un salvadoreño, y que esté publicada, diré que Caperucita en la zona roja, de Manlio Argueta. Si se puede hablar de inéditas, No digas amor ni ante un espejo, de Álvaro Menen Desleal. Si me preguntan dónde pongo a mis contemporáneos y a mí mismo (o en vista de que seguro me acusarán de algo), diré que en ninguna parte aún: estamos en proceso de producción y desarrollo, demasiado cercanos aún a nuestros libros y a nuestros temas. Hay novelas excelentes, como El libro de los desvaríos, de Carlos Castro, que habría que reeditar y, como señala Jacinta Escudos, hay varias novelas muy buenas, inéditas, de Mauricio Orellana. Por lo demás habrá que esperar para ver qué pasa y qué nos pasa.
Un dato curioso: se supone que la “edición príncipe” de Hombres contra la muerte es la de 1947, en México, hace sesenta años. Veo la página legal de la edición que tengo, de la Dirección de Publicaciones del Ministerio de Educación (San Salvador, 1974), y veo que fue publicada oiginalmente en la Tipografía Nacional de Guatemala en 1942. Pongo la ilustración allí a un ladito para que no quepan dudas. Sin embargo, no se menciona la edición mexicana de 1947, y se pone la de 1974 como segunda.

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Nota bene: Algo malo tiene mi edición. La de la persona que escribió la nota fue publicada en 1986 y "huele a libro viejo [...] huele también a madera. A esa madera de Belice donde los hombres mueren, enferman o se vuelven locos". La mía, de doce años antes, se ve amarillita, pero se conserva en perfecto estado, y no huele más que a papel.
En la primeritita página dice en lapicero negro que perteneció a Idalia Elizabeth Castillo, y hay varias anotaciones muy pequeñitas en lápiz, con referencias a páginas:
46 Ramiro Cañas
74 William Smith
187 Naturaleza participa de los sentimientos del hombre
No hay más anotaciones. Lástima.

3 comentarios:

Anónimo dijo...

Creeria yo que el deporte nacional al que hacia alusion en un comentario del post anterior no es opinar de lo que no se sabe, pues al fin y al cabo, todo mundo tiene una opinion, sea informada o poco o nada informada.

El deporte nacional es hablar en representacion de otros, mas bien, a mi juicio. Que mania tienen algunos para decirnos que es lo mejor, lo que los salvadoreños hacemos o lo que nos gusta.

Que a la redactora del periodico le parezca "hombres..." la "gran novela" sera su muy juicio personal, instruido o no, no lo se, pero si se sabe que muchos disienten con ella, con igual o mayor conocimiento de causa.

Quizas por eso me gusta su frase "si me preguntan, la gran novela es..." que igual, a mi no me gusto mucho esa novela, como en general, no me atrae la literatura de Manlio Argueta, aunque justo estos dias este leyendo "el siglo..", pero esa es SU opinion y creo que puede decirse que esa es una opinion que la respalda con conocimiento de causa un escritor conocido y respetado, pero cuya opinion no representa a ningun grupo, comite o conglomerado, mas que solo a el mismo.

Saludos.

Anónimo dijo...

Realmente siempre he creído que la crítica tiene que hacer sugerencias, yo leí la novela cuando era aún muy jovencita y todavia la recuerdo muy bien, no se mucho de literatura pero creo que un libro debe impresionar al que lo lee y sí por lo menos una tan sola frase queda grabada en la memoria de quién lo lee me parece que cumplió con su objetivo. Realmente no se sí de acuerdo a los entendidos en la materia la novela sea buena o mala lo que sí se es que ilustra (y lo digo en presente) lo que nuestros países latinos seguimos viviendo, la pobreza e ignorancia sigue siendo el común denominador que ciertos grupos utilizan a su favor para lograr objetivos que nada tienen que ver con los intereses reales de nuestros pueblos y una vez logrado el objetivo se olvidan de aquellos que lucharon por su causa y la historia se repite una y otra vez...

Anónimo dijo...

Solo te diré algo: leete la versión completa, la de 1947. La primera no contiene toda la fuerza que se encuentra en la segunda edición, la cual contiene pasajes importantísimos para conocer el pasado de los personajes y el carácter de ellos.

Sinceramente, hasta ahora considero que es la única novela salvadoreña que me ha atrapado como lo han hecho los grandes clásicos europeos.