6 de agosto de 2007

1962 y 1972

A Káiser y Chéster los entrenó el tio Juan --primo de mi madre e hijo del tío Federico Molina--, oficial de la Guardia Nacional y gente del entonces coronel José Alberto Medrano. Fue de los fundadores de la no muy bien recordada ANSESAL. (Corrijo: algunos la recordarán bien. Yo no le tengo especial aprecio.) A Chéster apenas lo recuerdo; un autobús lo atropelló y mató poco después de tomada la foto. Káiser era un año menor que yo, y murió a sus doce y a mis trece; quedó paralizado de la cadera hacia abajo (al parecer una dolencia común en los pastores alemanes) y el tio Mauricio, su dueño oficial, hermano de mi madre, decidió sacrificarlo después de un triste consejo familiar, en el que se suponía que yo tenía la última palabra. (No sé cómo los adultos hacen --hacemos-- pasar por eso a los chavos; no es justo.)
No sé si fue por el entrenamiento del tío Juan o porque le tocó estar cerca de la muerte de Chéster, pero era todo un espectáculo ver a Káiser cruzar una calle. Se sentaba muy derecho en la acera, miraba hacia un lado, miraba hacia el otro, volvía a mirar muy rápidamente y cruzaba sólo si no se veían carros cerca. Podía pasarse varios minutos en eso si la calle era muy transitada. (¿En el San Salvador de 1962 había calles muy transitadas? Digamos que lo recuerdo de 1963 o 1964 hasta 1972; era bueno).
Káiser era mi niñera cuando yo estaba en casa de la abuela Mina, que es la que aparece en la foto. Aún existe, en la 17 calle oriente, en la colonia Santa Eugenia, cerca de San Miguelito. Le pusieron una barda alta y espantosa después de varios robos a la oficina del tío Mauricio, que estuvo allí durante años. La última vez que la vi, quizá en 2000, estaba bastante deteriorada.
El asunto es que me dejaban en el jardín de afuera sólo con los perros (alguien debe tener esas fotos; creo que mi madre) y ellos se colocaban de manera estratégica para que yo no pudiera salir y nadie pudiera entrar, excepto gente de la familia. Recuerdo una vez en que Raúl Castellanos, de la Comisión Política del Partido Comunista (vivía muy cerca de allí), trató de pasar a saludar y Káiser casi se lo come, con todo y que al perro se lo habían llevado un par de veces a su casa para cruzarlo con su perra, que creo que se llamaba Laika.
Desde meses antes de morir, Káiser me buscaba obsesivamente. Me sentaba en el piso y él ponía la cabeza sobre mi piernas. No le caía bien Chéster III (el perro que aparece en la foto de abajo), del que nunca me separaba, pero en esa época llegó a soportarlo, y Chéster entendía bien lo que estaba pasando y lo permitía.


Chéster III llegó a casa en 1969. Aunque no lo parezca, lo que se ve en segundo plano es la colonia Buenos Aires, a unos pasos de las Tres Torres. El de la izquierda es el actual parque, donde en esos días un señor que vivía en la esquina del Boulevard de los Héroes y la calle Aurora llevaba a su vaca y a un ternero a pastar. A la derecha hay ahora un bebedero llamado Luna Park, creo, y una serie de oficinas de no muy buen ver. Las Tres Torres quedan a la derecha de la foto, tirando hacia adelante, y nuestra antigua casa está hecha una desgracia; el nuevo dueño la "rediseñó" y la convirtió en una masa irreconocible de concreto y metal.
Hubo un Chéster II, también pastor alemán, y antes de él un hermano suyo, Rintin, que sólo vivió un par de meses; mi madre lo atropelló unos días antes de que nos pasáramos a la nueva casa, a mediados de 1968. Chéster II vivió 11 meses; un recogedor de basura, como ocurría en esas épocas, le dio un trozo de carne envenenada a cuenta de la municipalidad. Ricardo Durán, quien trabajaba con mi tío (ya he hablado de él y de su hijo, Juan Durán, actual jefe de diseñadores de El diario de hoy), lo enterró precisamente en el parque de la Buenos Aires. Me enseñó dónde, y por las tardes me iba a sentar a su lado mientras leía.
La idea de comprarme un perro tuvo que ver con que no tenía amigos, y sólo eventuales compañeros de juegos. A los primos los veía poco. Me pasaba leyendo, armando mecanos, haciendo figuras geométricas de cartulina y sentado afuera de la casa, viendo a ninguna parte. Si así era en un vecindario con tantos niños como la Santa Eugenia, ¿cómo sería en la Buenos Aires? Así que llegó Chéster II y luego Chéster III. Y Chéster III estaba loco.
Más bien fue el primer perro --y quizá el único-- con el que realmente jugué, me reí e hice lo que hace un niño con su perro. Varios habían pasado por casa, y no duraron mucho: nunca supe qué pasó con el perro salchicha de mi primera infancia; a Flipper (un cocker spaniel) un carro le quebró una pata, el médico lo enyesó, se infectó y... Bueno, Chéster II tampoco era muy cuerdo: un día, sin más ni más, se le ocurrió saltar del tendedero en casa de la abuela (unos cuatro metros) y se fracturó una pata delantera, que curó, aunque le quedó torcida.
Chéster III se portaba como yo en esa época, o sea como un niño que por primera vez se portaba como niño (duraría poco), y nos íbamos a buscar charcos con renacuajos y a ver, día con día, cómo crecían, y luego oíamos cantar a las ranas. Me esperaba en la esquina de Los Héroes a que llegara del colegio, y detestaba a un lobo (sí, un lobo) que unos vecinos alemanes tenían a tres casas de la nuestra, y que previsiblemente se llamaba Wolf. En 1972, el día del golpe de estado de marzo (¿fue en marzo?), Chéster y Wolf estaban peleando feamente en el momento en que cayó una bomba de 500 libras en el cuartel San Carlos, a sólo unas cuadras, y las baterías antiaéreas lanzaban balas casi sobre nuestras cabezas. No sé cómo logramos separarlos mi hermana, yo y los dos niños dueños de Wolf, que además no hablaban español. Después fue correr a casa y curar al perro.
También lo atropelló un carro: lo arrastró durante media cuadra y le cortó un trozo de cola, quizá tres o cuatro vértebras. Desde entonces caminaba chistosísimo, con la cadera desviada hacia la derecha, y se enojaba si se daba cuenta de que uno se reía a su costa.
Hay muchas anécdotas con Chéster III, la mayor parte quizá intrascendentes, pero para mí son invaluables. La más seria es cómo detestaba a alguien muy cercano a la casa, de manera que parecía irracional y gratuita; una vez le atravesó una pierna con dos colmillos, y fue todo un lío llevarlo al hospital, pagarle el tratamiento, pedirle disculpas y sentir vergüenzas. Podía llegar a casa y el perro sólo se ponía de mal humor, pero si se me acercaba se le salía la legión de diablos. Resultó que el tipo era un acosador sexual de niños.
Había también un buen amigo de mi padre al que odiaba, pero por motivos más "personales". Cuando tenía como cuatro meses de edad, pinté una camiseta con plumón verde y se la puse al perro; él estaba feliz, pero el amigo de mi padre empezó a burlarse, a señalarlo y decirle cosas que a un humano lo hubieran ofendido. Le quité la camiseta, pero el amigo siguió burlándose, y cuando llegaba a casa recordaba la escena y se ponía a reír. Chéster nunca lo perdonó: cuando creció, trató de atacarlo varias veces; una vez rompió una cadena, otra destrabó una puerta de la zona de servicio y otra dejó la puerta de entrada llena de rasguños. Cuando lo de la cadena apenas logré detenerlo, abrazándolo y tirándolo al suelo, mientras el amigo huía de casa.
Salimos de El Salvador el 5 de enero de 1973. Unos días antes fuimos a dejar a Chéster a la finca de un socio y amigo del tío Mauricio; no podíamos llevarlo a Costa Rica. En diciembre de ese mismo año vinimos a pasar vacaciones al país y fuimos a verlo. Ya no era un perro-niño, sino un perro serio, que controlaba a todos los perros de la zona. Antes jugaba a provocar a dos o tres perros a la vez, hacía que lo persiguieran hasta la casa y allí los apaleaba, feliz; para entonces mostraba los dientes y los demás retrocedían con miedo.
Fingió no reconocerme durante un buen rato; obviamente no me perdonaba que lo hubiera abandonado. Me fui a caminar por allí y al rato me siguió. Empezamos a jugar y durante un par de horas fuimos amigos nuevamente. No lo volví a ver. Me dicen que murió de viejo.
Desde entonces no tuve perros, hasta ahora que nos acompañan Boris y Natasha. Gatos sí, varios, todos con historias extrañas. (Por algo eran gatos.) La mayor parte de ellos no vivió mucho, excepto Amy, quien ahora está con mi hija Eunice y debe andar en los 16 años.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Me enterneció profundamente esa historia. Será porque mi hijo varón tiene la edad que tu tenías en la historia?

Tambien tuvo un perro, un caniche royal (francés), de los grandes, Falcon se llamaba. Lo atropelló un auto hace como dos meses. Agonizó en sus brazos, con el estomago y los pulmones llenándose de sangre. Mi hijo vivió su primera mini depresión por la muerte de su perro. Y yo me sentí mal porque él sufría.

Le compré otro, un golden retriver. tremendo loco que resultó : rompió el box spring de mi cama y se metió dentro. No lo hallabamos por más que lo buscabamos. Hasta que tuvo hambre y ladró.

Terribles esos amores perros!

El innombrable.