La antología que no fue
Cuando Jorge Ávalos llegó a El Salvador traía una idea interesante para una antología de cuentos salvadoreños. No pensaba ordenarla cronológicamente, sino por seis o siete temas que le darían dinamismo y también mostrarían un panorama del cuento desde un ángulo un tanto raro, pero novedoso. Me dio la antología --conservo una copia del original, por si hay dudas-- y se le envié por correo electrónico a Miguel Huezo Mixco, quien entonces dirigía la DPI.
En la carta le decía dos cosas: que me parecía que la idea era buena, aunque aún había que desarrollarla, y que no sabía si podía confiar en Jorge, pero que al menos se podía platicar bien con él. No me respondió la carta (así es Miguel a veces), pero meses después me dijo que se estaba trabajando en la antología y que qué bueno que se la había recomendado.
Cuando Ávalos llegó a El Salvador no lo conocíamos en persona. (Me refiero a Miguel y a mí.) Nos había escrito por correo para pedirnos permiso para publicar algún poema en una revista virtual que duró un par de meses (lo que tardaba en llegar de Nueva York, donde vivía, a El Salvador), lo comentamos por mail porque ninguno de nosotros sabía de él y, en fin, le mandamos unos textos, que aparecieron allí. La revista se llamaba Avalovara y estaba bien, aunque quizá sin ser más que una colección de textos sin mucho sentido editorial. Jorge se presentó un día en mi casa --le di mi dirección por si llegaba a El Salvador-- y conversamos varias veces antes de lo de la antología. Mientras, él aún no había ido a conocer a Miguel, no sé por qué; lo de la antología le dio pie para visitarlo.
Jorge me pidió ayuda para conseguir algunos cuentos. Por ejemplo, quería publicar uno de René Rodas y, aunque lo conocía, sus relaciones eran pésimas. Como aún era amigo de René, le escribí para convencerlo y, listo, le dio el texto, que se llama "Santiago la Bellita". También me pidió contacto con otra cuentista que protestó cuyo nombre antes estaba AQUÍ. (Este post está editado del original a petición suya.) A ella no le cayó bien, sobre todo porque Jorge la trató como niña boba, no como escritora, pero igual le dije que la idea de la antología, etcétera, y aceptó con todas las reservas. Le di contacto con Cecilia Salaverría, la viuda de Álvaro Menen Desleal, y le dije más o menos cómo localizar a otras personas, más la que él ya conocía. Con eso debía funcionar. También le di otros contactos para que pudiera conseguir algún trabajo, y de algo le sirvieron junto con los suyos. Cuando regresé a El Salvador hubo mucha gente que se portó bastante generosa conmigo, y había que devolver el favor. Incluso le pedí que diera para La Casa --el proyecto tenía apenas unos meses en marcha-- un taller (bien pagado) acerca de contenidos poéticos, que le quedó bien, según me dicen; duró un par de meses y sólo pude ir a tres o cuatro sesiones.
Hubo dos problemas que no me parecieron serios, o que me parecieron incidentales. Antes de iniciar el taller, me dijo que esperaba que el nivel de la gente que asistía fuera un poco más elevado, no "sólo" estudiantes universitarios, público interesado y escritores en formación. Insistió un poco más de lo que me pareció cómodo, y le dije que, si le parecía que no le convenía, lo daría yo, y que le conseguiría algo más. Me dijo que estaba bien, que trataría de adaptarse. Y no sé si se adaptó o si sus objeciones sólo eran un asunto de pose, pero el nivel le quedó bien. La segunda cosa tuvo que ver con ese nivel: en una de las sesiones se puso a hablar de métrica y rima, y cometió un par de errores básicos, que tres estudiantes de tercer año de profesorado de la Universidad Pedagógica le corrigieron. Trató de defenderse, pero Roberto Laínez y yo le dijimos que no, que los chavos estaban en lo cierto. A partir de ese momento cambió un poco la actitud y se puso más flexible, pero debió servirme de advertencia. En ese momento le pedí que no se metiera en cosas de técnica, sino de análisis poético. Conocía algunos de sus poemas y no me parecieron mal, pero su análisis de otras obras me parecía inteligente y acertado.
Terminó el taller y cada cierto tiempo lo veía y le preguntaba cómo iba la antología. Me dijo que bien, que estaba retrabajándola y que andaba en el plan de conseguir los textos. A mí me pidió dos relatos: uno de Terceras personas y otro que ya se ha publicado en algunas antologías. (Antes me conflictuaba, y ahora sólo me da un poco de risa incómoda, el hecho de que nunca he publicado un libro de cuentos y sin embargo me han incluido en varias antologías, en varios idiomas. Por suerte nadie me ha pedido poesía, porque no sabría qué hacer: sucumbir al llamado del ego o sucumbir dolorosamente a la ética literaria.)
En el ínterin me dijo que él estaba coordinando la próxima publicación de una serie de columnas de ciertos autores en La prensa gráfica, y que yo debía participar, que me había sugerido, que hablara con no sé quién. Le dije que sí sin demasiado interés; en ese momento no podría cumplir con una columna semanal, y podía más bien convertirse en motivo de angustia. Lo que vi es que Jorge se comenzó a colocar como crítico de teatro, de danza, de literatura, como poeta y narrador, como artista plástico, y a veces como crítico de artes plásticas. Allí me acordé de lo que le había dicho a Miguel un año y tantos atrás, y decidí no confiar mucho en él, aunque aún me resultaba agradable su plática. El motivo es sencillo: tantas cartas credenciales sólo pueden pertenecer a un genio o a un farsante, y lo que conocía de Jorge no me parecía genial. Tampoco me parecía un farsante, y buscaba una solución intermedia.
Unos días antes de la inauguración de La Casa, Jorge llegó a la casa (nótese lo de las mayúsculas y minúsculas) para almorzar y preguntarme cuáles eran los planes. Fuimos y le dije de un montón de proyectos que había, y que ya había comentado con varias personas. Los oyó sin demasiado interés. (Un par de esos proyectos fracasaron irremisiblemente, quizá ad majorem Domus gloriam; varios han funcionado, otros apenas están arrancando.) Después de la inauguración, una noche fuimos con Krisma a El Atrio para festejar y Jorge llegó. Lo invitamos a tomar algo y muy nervioso nos dijo que se iba, que tenía que terminar su columna para La prensa gráfica; sólo entró un par de minutos y se fue, sin despedirse. Allí olí que algo andaba mal.
Y sí. Un par de días después apareció su columna y se ponía bien raro. Entre otras cosas, decía que la casa de Salarrué sólo podía llamarse La Casa de Salarrué, y ponerle de otro modo era traicionar algo. Y que también debía dedicarse a cosas que ayudaran a la literatura, como por ejemplo...
Y allí puso exactamente los proyectos que yo le había comentado unos días antes, como si fueran ideas suyas y como si La Casa sólo fuera un cascarón que no fuera a servir para más. (Después me enteraría que estuvo "moviendo palancas" para que La Casa se dividiera en dos: la dedicada a escritores, que manejaría yo, y la parte museográfica, que manejaría él. Y en realidad no hay mucho que manejar en la parte museográfica: lo hace el Museo de la Palabra y la Imagen y es una pequeña colección que se adapta al pequeño tamaño de la Villa Montserrat.) El aire doctoral me purgó, y le mandé un correo en el cual le decía que qué falta de ética, sobre todo porque presentaba ideas ajenas como si fueran suyas, y que, bueno, con su pan se lo comiera.
Al día siguiente recibí un correo como de seis o siete cuartillas donde me despedazaba. Había burlas, insultos, descalificaciones, la verdadera explicación de lo que quiso decir y que yo, en mi estupidez, no había logrado captar. Me hacía acusaciones que, de ser ciertas, yo mismo hubiera insistido en que me destituyeran y me metieran a la cárcel. Un cigarro y un poco de filosofía y a almorzar. Ese día llegó Roberto Laínez, le dije lo que había pasado, me recomendó que tratara de arreglar el asunto, le di la razón, almorzamos y nos fuimos a La Casa.
Llamé a Jorge. Le dije que se había puesto bien loco, y que no valía la pena que nos tratáramos mal. Lo que siguió fue un verdadero ataque de histeria. No recuerdo lo que dijo, porque lo dijo muy rápidamente, con voz chillona, y porque para mí eso no estaba pasando. No pude decir nada: un insulto final y colgó. Nada que ver con el modo dulce (un poco demasiado dulce, quizá) que había mostrado todo ese tiempo. Comentamos el asunto con Roberto, pensé que ya se le pasaría y a trabajar.
Apenas se había ido Roberto cuando llegó la pintora Mayra Barraza. La había visto dos o tres veces antes de eso, y no habíamos platicado a profundidad, así que me extrañó. Después de los saludos habituales, me preguntó que cuál era mi problema con Jorge Ávalos. Ninguno, le dije. Y me contó que una amiga le había reenviado el correo largo que me había escrito, y que lo que decía allí era alarmante. Había pensado --mísero de mí-- que se trataba de un asunto personal. Pero no: esa misma tarde recibí tres llamadas más para decirme de la carta, y otro par de visitas de amigos. Haciendo cuentas, Jorge la había mandado a unas cuarenta personas (y éstas a muchas más). Revisé el mail que me había enviado: sólo estaba dirigido a mí, o sea que ni siquiera tenía derecho a saber quiénes eran los testigos de algo tan feo, ya ni hablar del derecho de respuesta. Me llegaron también varios correos en los cuales algunas personas se solidarizaba con Jorge ante la prepotencia de CONCULTURA (o sea mía), decían un par de cosas malas de mí y, sobre todo, buenas de ellos mismos.
En un principio pensé en responder, pero apliqué la regla fundamental que aprendí en 1992, cuando empecé en esto del ciberespacio: nunca contestes cuando estés enojado, porque vas a decir idioteces. Cuando me calmé, usé otra que mi padre me enseñó cuando era niño: no discutas con imbéciles. (Él decía "pendejos", pero no voy a acusar a Jorge de algo así.) Y aprendí otra: hay gente que es capaz de cualquier cosa con tal de llamar la atención, porque lo que hace no da para mucho, y a falta de obra o méritos se valen del escándalo; si no eres como ellos, no discutas con ellos, porque automáticamente los estás convirtiendo en interlocutores válidos. Y Jorge no era un interlocutor válido.
En eso me dio frío: me acordé de la antología. (También tuvo que ver que ya hubiera neblina y que la oficina fuera húmeda. Lo que busco es un efecto dramático.) Fui a mi oficina, escribí una carta y la dejé reposar para mandarla al día siguiente. Mientras, llamé a Miguel Huezo para decirle que me salía de la antología porque no iba a avalar con mi trabajo a alguien como Jorge. Me dijo que lo pensara, que el proyecto era bueno.
Al día siguiente resultó que la carta de Jorge había llegado no sólo a artistas, sino también a gente de CONCULTURA: a Gustavo Herodier, presidente; a mi jefe inmediato, Manuel Bonilla; al director ejecutivo, a los directores nacionales... Así que a ellos también les envié copia de mi retiro de la antología, con todo y que era un asunto personal. (Aquí guardo copia también de eso, como de la carta de Jorge, de la columna original, y de hecho de todo lo que publicó desde entonces.)
Cuando Jorge se enteró de que me salía de la antología se puso como flor súbitamente deshojada. La palabra que usó fue "conspiración": yo había armado una conspiración para sabotear su trabajo, que era también de CONCULTURA, y por lo tanto debía dejar mis textos en su antología. Gustavo me llamó para preguntarme de qué se trataba, se lo dije, y me pidió que reconsiderara. También Miguel Huezo. También Manuel Bonilla. Y a todos les dije lo mismo: como empleado de CONCULTURA, acataría las decisiones que tomaran y, si era necesario, hasta promovería la dichosa antología. Como escritor, ni de chiste. Me dijeron que estaba bien, pero que no siguiera peleándome con Jorge. Y no me estaba peleando con nadie, pero él mismo había regado el chisme de que yo seguía escribiéndole, y él contestándome, y necio con que estaba "conspirando" contra él. La verdad es que no; generalmente las conspiraciones son de gente "de abajo" contra gente "de arriba", y requieren de gente organizada para tal fin, y yo estaba solito y no veía a Jorge ni siquiera en medio de ninguna parte. Además tenía trabajo que hacer, y si algo he aprendido es que el tiempo es el mejor juez de cualquier desacuerdo.
En uno de los correos a René Rodas le conté lo que había ocurrido. De inmediato le mandó una carta a Jorge sacando su texto de la antología. No porque yo se lo pidiera (ahora puede decir lo que quiera), sino porque yo lo había convencido de meterlo y lo estaba dejando en la estacada.
Con nosotros fuera, la antología seguía, y estaba bien: René es poeta y --con todo y lo de las antologías en las que me ponen-- yo soy novelista. Nada importante se perdería.
El problema es que algo le pasó a Jorge y no sólo la corrigió, como se esperaba, sino que la cambió radicalmente. De seis o siete temas en los que la había planteado, pasó a unos quince, y para esas fechas ya iba por los veinte. Algunas de las secciones sólo tenían tres cuentos, según me enteré después. Una de ellas abría con un texto de Salarrué, seguía con uno de Jorge y terminaba con uno de Álvaro Menen Desleal. O sea que se estaba colocando en medio de los dos maestros del género, él que hasta ese momento no había pubicado un solo libro, ni de cuentos ni de nada... Más aún: terminaba la antología con el único cuento escrito por una muchacha que una vez había ido a un taller que él dio. Si una antología es un panorama del cuento en una época, lugar o sector determinado, lo menos que puede esperarse es que la gente que esté allí tenga una obra y una trayectoria o lo que sea (un oficio reconocible, digamos). Pero para ese entonces se trataba de otra cosa. También había metido fragmentos de novela de gente que no había escrito cuentos, y poemas en prosa. Aquello era un desorden.
Allí fue cuando alguien a quien no voy a mencionar nuevamente entró en ira y sacó su texto de la antología. Siendo, como es, fundamental en el género, la antología estaba en verdadera crisis. Aun así Jorge siguió presionando para que se publicara. Se envió al consejo editorial. Poco después me llamaron de la DPI para decirme que el asunto estaba arreglado: que el consejo había dictaminado que debía reestructurarse la antología, que Jorge sacaría su texto y que debía comunicarse conmigo, con *** y René para llegar a un acuerdo y limar asperezas. Me preguntaron si así estaba dispuesto a meter otra vez el cuento, y dije que sí, que cómo no, pero nada más para dármela de moderado. Sabía que Jorge no llamaría, como en efecto no llamó. (Si hubiera llamado me hubiese metido en un lío. Pero hay gente tan previsible...) Lo que hizo, a cambio, fue mandar una carta insultante al consejo editorial --me lo contó uno de sus miembros--, diciéndoles que no tenían la calidad suficiente para determinar lo que había hecho, que no entendían el concepto, que su texto era fundamental para la cuentística salvadoreña (hasta decía los porqués; aquí tengo el cuento y la verdad es que he leído mejores) y que no cambiaba nada.
Ya era un año o más desde que la antología estaba a punto de publicarse. Había visto a Cecilia Salaverría varias veces y no le había comentado del tema, porque no estoy para andar con chismes (o sí, pero de los que son divertidos, y ése no lo era). Siempre me decía de la antología, a ver cuándo salía, que Jorge no se había comunicado con ella. Y un día me preguntó que cuál texto mía iba a entrar. Ninguno, le dije, y le conté por qué. ¿Y de ***? Tampoco.
Unos días después el coordinador editorial, Carlos Clará (ya Miguel no estaba en la DPI), recibió una carta de Cecilia: Álvaro consideraba que *** y yo éramos sus discípulos y continuadores de su obra, y que si nosotros faltábamos no tenía sentido que Álvaro siguiera allí. Cecilia me dio una copia para que me enterara. La antología, en ese momento, estaba muerta. Sin embargo Jorge siguió presionando y presionando, incluso de manera irracional. (Más irracional, quiero decir.) Me pareció extraño, pero no lo era.
Por esos días se ganó el premio Rogelio Sinán de cuento, en Panamá. Y, desde luego, fui a comprar el libro, por puro morbo y para saber de lo que hablaba. A muchos les gustó; de mí sólo puedo decir que, si alguien de La Casa me lo presenta así, tenga la edad que tenga, le digo que aún le falta mucho para terminarlo y le sugiero que le haga una cirugía mayor. No por la pedantería de los textos, que uno tiene derecho a escribir lo que quiera, sino por simple técnica narrativa.
En la contraportada del libro, en el texto de presentación, leí algo que me dio risa: allí se anunciaba que para ese año (2004) se publicaría una "antología general" del cuento salvadoreño y una colección de su obra poética, ambas en la Dirección de Publicaciones e Impresos y ambas de Jorge. Llamé a Carlos Clará para preguntarle y se sorprendió: en efecto, Jorge había entregado un libro de poemas, pero aún no lo había revisado el consejo editorial, mucho menos lo había aprobado y menos aún estaba programada su publicación. Ya era noviembre, así que era bastante improbable que se hiciera para ese año. Hubo entrevistas varias, como una en la revista La Maga, y no me las perdí. Tuve un ataque de carcajadas cuando leí, en esa misma, acerca de su formación como "antropólogo cultural", y lamenté que hubiera perdido su columna en La prensa gráfica: para él fue un asunto de censura que no publicaran una en la que trataba de ignorante y estúpido al editor de la sección de cultura por no haber ordenado que se cubiera una exposición que a Jorge le parecía importante. Yo también lo hubiera corrido.
En una de las entrevistas anunció que se iría a vivir a Panamá, que tenía un buen trabajo allá y que había encontrado el amor. Eso sería en diciembre. Le hicieron una despedida, etcétera, y todo el mundo se extrañó de que en febrero o marzo apareciera como si nada en sus lugares habituales. No, no se había ido. ¿Quién les había dicho que se iba a ir a vivir a Panamá? Esos eran inventos de quién sabía quién.
La antología, en fin, no se publicó. Lástima, porque la idea original era buena. Jorge trabaja actualmente en El diario de hoy, donde le di contactos para que le publicaran sus primeras notas, hace unos años, en Vértice. Ojalá un trabajo de verdad le cambie el carácter y le mejore la literatura, porque hace falta gente sensata y que escriba bien.
En la carta le decía dos cosas: que me parecía que la idea era buena, aunque aún había que desarrollarla, y que no sabía si podía confiar en Jorge, pero que al menos se podía platicar bien con él. No me respondió la carta (así es Miguel a veces), pero meses después me dijo que se estaba trabajando en la antología y que qué bueno que se la había recomendado.
Cuando Ávalos llegó a El Salvador no lo conocíamos en persona. (Me refiero a Miguel y a mí.) Nos había escrito por correo para pedirnos permiso para publicar algún poema en una revista virtual que duró un par de meses (lo que tardaba en llegar de Nueva York, donde vivía, a El Salvador), lo comentamos por mail porque ninguno de nosotros sabía de él y, en fin, le mandamos unos textos, que aparecieron allí. La revista se llamaba Avalovara y estaba bien, aunque quizá sin ser más que una colección de textos sin mucho sentido editorial. Jorge se presentó un día en mi casa --le di mi dirección por si llegaba a El Salvador-- y conversamos varias veces antes de lo de la antología. Mientras, él aún no había ido a conocer a Miguel, no sé por qué; lo de la antología le dio pie para visitarlo.
Jorge me pidió ayuda para conseguir algunos cuentos. Por ejemplo, quería publicar uno de René Rodas y, aunque lo conocía, sus relaciones eran pésimas. Como aún era amigo de René, le escribí para convencerlo y, listo, le dio el texto, que se llama "Santiago la Bellita". También me pidió contacto con otra cuentista que protestó cuyo nombre antes estaba AQUÍ. (Este post está editado del original a petición suya.) A ella no le cayó bien, sobre todo porque Jorge la trató como niña boba, no como escritora, pero igual le dije que la idea de la antología, etcétera, y aceptó con todas las reservas. Le di contacto con Cecilia Salaverría, la viuda de Álvaro Menen Desleal, y le dije más o menos cómo localizar a otras personas, más la que él ya conocía. Con eso debía funcionar. También le di otros contactos para que pudiera conseguir algún trabajo, y de algo le sirvieron junto con los suyos. Cuando regresé a El Salvador hubo mucha gente que se portó bastante generosa conmigo, y había que devolver el favor. Incluso le pedí que diera para La Casa --el proyecto tenía apenas unos meses en marcha-- un taller (bien pagado) acerca de contenidos poéticos, que le quedó bien, según me dicen; duró un par de meses y sólo pude ir a tres o cuatro sesiones.
Hubo dos problemas que no me parecieron serios, o que me parecieron incidentales. Antes de iniciar el taller, me dijo que esperaba que el nivel de la gente que asistía fuera un poco más elevado, no "sólo" estudiantes universitarios, público interesado y escritores en formación. Insistió un poco más de lo que me pareció cómodo, y le dije que, si le parecía que no le convenía, lo daría yo, y que le conseguiría algo más. Me dijo que estaba bien, que trataría de adaptarse. Y no sé si se adaptó o si sus objeciones sólo eran un asunto de pose, pero el nivel le quedó bien. La segunda cosa tuvo que ver con ese nivel: en una de las sesiones se puso a hablar de métrica y rima, y cometió un par de errores básicos, que tres estudiantes de tercer año de profesorado de la Universidad Pedagógica le corrigieron. Trató de defenderse, pero Roberto Laínez y yo le dijimos que no, que los chavos estaban en lo cierto. A partir de ese momento cambió un poco la actitud y se puso más flexible, pero debió servirme de advertencia. En ese momento le pedí que no se metiera en cosas de técnica, sino de análisis poético. Conocía algunos de sus poemas y no me parecieron mal, pero su análisis de otras obras me parecía inteligente y acertado.
Terminó el taller y cada cierto tiempo lo veía y le preguntaba cómo iba la antología. Me dijo que bien, que estaba retrabajándola y que andaba en el plan de conseguir los textos. A mí me pidió dos relatos: uno de Terceras personas y otro que ya se ha publicado en algunas antologías. (Antes me conflictuaba, y ahora sólo me da un poco de risa incómoda, el hecho de que nunca he publicado un libro de cuentos y sin embargo me han incluido en varias antologías, en varios idiomas. Por suerte nadie me ha pedido poesía, porque no sabría qué hacer: sucumbir al llamado del ego o sucumbir dolorosamente a la ética literaria.)
En el ínterin me dijo que él estaba coordinando la próxima publicación de una serie de columnas de ciertos autores en La prensa gráfica, y que yo debía participar, que me había sugerido, que hablara con no sé quién. Le dije que sí sin demasiado interés; en ese momento no podría cumplir con una columna semanal, y podía más bien convertirse en motivo de angustia. Lo que vi es que Jorge se comenzó a colocar como crítico de teatro, de danza, de literatura, como poeta y narrador, como artista plástico, y a veces como crítico de artes plásticas. Allí me acordé de lo que le había dicho a Miguel un año y tantos atrás, y decidí no confiar mucho en él, aunque aún me resultaba agradable su plática. El motivo es sencillo: tantas cartas credenciales sólo pueden pertenecer a un genio o a un farsante, y lo que conocía de Jorge no me parecía genial. Tampoco me parecía un farsante, y buscaba una solución intermedia.
Unos días antes de la inauguración de La Casa, Jorge llegó a la casa (nótese lo de las mayúsculas y minúsculas) para almorzar y preguntarme cuáles eran los planes. Fuimos y le dije de un montón de proyectos que había, y que ya había comentado con varias personas. Los oyó sin demasiado interés. (Un par de esos proyectos fracasaron irremisiblemente, quizá ad majorem Domus gloriam; varios han funcionado, otros apenas están arrancando.) Después de la inauguración, una noche fuimos con Krisma a El Atrio para festejar y Jorge llegó. Lo invitamos a tomar algo y muy nervioso nos dijo que se iba, que tenía que terminar su columna para La prensa gráfica; sólo entró un par de minutos y se fue, sin despedirse. Allí olí que algo andaba mal.
Y sí. Un par de días después apareció su columna y se ponía bien raro. Entre otras cosas, decía que la casa de Salarrué sólo podía llamarse La Casa de Salarrué, y ponerle de otro modo era traicionar algo. Y que también debía dedicarse a cosas que ayudaran a la literatura, como por ejemplo...
Y allí puso exactamente los proyectos que yo le había comentado unos días antes, como si fueran ideas suyas y como si La Casa sólo fuera un cascarón que no fuera a servir para más. (Después me enteraría que estuvo "moviendo palancas" para que La Casa se dividiera en dos: la dedicada a escritores, que manejaría yo, y la parte museográfica, que manejaría él. Y en realidad no hay mucho que manejar en la parte museográfica: lo hace el Museo de la Palabra y la Imagen y es una pequeña colección que se adapta al pequeño tamaño de la Villa Montserrat.) El aire doctoral me purgó, y le mandé un correo en el cual le decía que qué falta de ética, sobre todo porque presentaba ideas ajenas como si fueran suyas, y que, bueno, con su pan se lo comiera.
Al día siguiente recibí un correo como de seis o siete cuartillas donde me despedazaba. Había burlas, insultos, descalificaciones, la verdadera explicación de lo que quiso decir y que yo, en mi estupidez, no había logrado captar. Me hacía acusaciones que, de ser ciertas, yo mismo hubiera insistido en que me destituyeran y me metieran a la cárcel. Un cigarro y un poco de filosofía y a almorzar. Ese día llegó Roberto Laínez, le dije lo que había pasado, me recomendó que tratara de arreglar el asunto, le di la razón, almorzamos y nos fuimos a La Casa.
Llamé a Jorge. Le dije que se había puesto bien loco, y que no valía la pena que nos tratáramos mal. Lo que siguió fue un verdadero ataque de histeria. No recuerdo lo que dijo, porque lo dijo muy rápidamente, con voz chillona, y porque para mí eso no estaba pasando. No pude decir nada: un insulto final y colgó. Nada que ver con el modo dulce (un poco demasiado dulce, quizá) que había mostrado todo ese tiempo. Comentamos el asunto con Roberto, pensé que ya se le pasaría y a trabajar.
Apenas se había ido Roberto cuando llegó la pintora Mayra Barraza. La había visto dos o tres veces antes de eso, y no habíamos platicado a profundidad, así que me extrañó. Después de los saludos habituales, me preguntó que cuál era mi problema con Jorge Ávalos. Ninguno, le dije. Y me contó que una amiga le había reenviado el correo largo que me había escrito, y que lo que decía allí era alarmante. Había pensado --mísero de mí-- que se trataba de un asunto personal. Pero no: esa misma tarde recibí tres llamadas más para decirme de la carta, y otro par de visitas de amigos. Haciendo cuentas, Jorge la había mandado a unas cuarenta personas (y éstas a muchas más). Revisé el mail que me había enviado: sólo estaba dirigido a mí, o sea que ni siquiera tenía derecho a saber quiénes eran los testigos de algo tan feo, ya ni hablar del derecho de respuesta. Me llegaron también varios correos en los cuales algunas personas se solidarizaba con Jorge ante la prepotencia de CONCULTURA (o sea mía), decían un par de cosas malas de mí y, sobre todo, buenas de ellos mismos.
En un principio pensé en responder, pero apliqué la regla fundamental que aprendí en 1992, cuando empecé en esto del ciberespacio: nunca contestes cuando estés enojado, porque vas a decir idioteces. Cuando me calmé, usé otra que mi padre me enseñó cuando era niño: no discutas con imbéciles. (Él decía "pendejos", pero no voy a acusar a Jorge de algo así.) Y aprendí otra: hay gente que es capaz de cualquier cosa con tal de llamar la atención, porque lo que hace no da para mucho, y a falta de obra o méritos se valen del escándalo; si no eres como ellos, no discutas con ellos, porque automáticamente los estás convirtiendo en interlocutores válidos. Y Jorge no era un interlocutor válido.
En eso me dio frío: me acordé de la antología. (También tuvo que ver que ya hubiera neblina y que la oficina fuera húmeda. Lo que busco es un efecto dramático.) Fui a mi oficina, escribí una carta y la dejé reposar para mandarla al día siguiente. Mientras, llamé a Miguel Huezo para decirle que me salía de la antología porque no iba a avalar con mi trabajo a alguien como Jorge. Me dijo que lo pensara, que el proyecto era bueno.
Al día siguiente resultó que la carta de Jorge había llegado no sólo a artistas, sino también a gente de CONCULTURA: a Gustavo Herodier, presidente; a mi jefe inmediato, Manuel Bonilla; al director ejecutivo, a los directores nacionales... Así que a ellos también les envié copia de mi retiro de la antología, con todo y que era un asunto personal. (Aquí guardo copia también de eso, como de la carta de Jorge, de la columna original, y de hecho de todo lo que publicó desde entonces.)
Cuando Jorge se enteró de que me salía de la antología se puso como flor súbitamente deshojada. La palabra que usó fue "conspiración": yo había armado una conspiración para sabotear su trabajo, que era también de CONCULTURA, y por lo tanto debía dejar mis textos en su antología. Gustavo me llamó para preguntarme de qué se trataba, se lo dije, y me pidió que reconsiderara. También Miguel Huezo. También Manuel Bonilla. Y a todos les dije lo mismo: como empleado de CONCULTURA, acataría las decisiones que tomaran y, si era necesario, hasta promovería la dichosa antología. Como escritor, ni de chiste. Me dijeron que estaba bien, pero que no siguiera peleándome con Jorge. Y no me estaba peleando con nadie, pero él mismo había regado el chisme de que yo seguía escribiéndole, y él contestándome, y necio con que estaba "conspirando" contra él. La verdad es que no; generalmente las conspiraciones son de gente "de abajo" contra gente "de arriba", y requieren de gente organizada para tal fin, y yo estaba solito y no veía a Jorge ni siquiera en medio de ninguna parte. Además tenía trabajo que hacer, y si algo he aprendido es que el tiempo es el mejor juez de cualquier desacuerdo.
En uno de los correos a René Rodas le conté lo que había ocurrido. De inmediato le mandó una carta a Jorge sacando su texto de la antología. No porque yo se lo pidiera (ahora puede decir lo que quiera), sino porque yo lo había convencido de meterlo y lo estaba dejando en la estacada.
Con nosotros fuera, la antología seguía, y estaba bien: René es poeta y --con todo y lo de las antologías en las que me ponen-- yo soy novelista. Nada importante se perdería.
El problema es que algo le pasó a Jorge y no sólo la corrigió, como se esperaba, sino que la cambió radicalmente. De seis o siete temas en los que la había planteado, pasó a unos quince, y para esas fechas ya iba por los veinte. Algunas de las secciones sólo tenían tres cuentos, según me enteré después. Una de ellas abría con un texto de Salarrué, seguía con uno de Jorge y terminaba con uno de Álvaro Menen Desleal. O sea que se estaba colocando en medio de los dos maestros del género, él que hasta ese momento no había pubicado un solo libro, ni de cuentos ni de nada... Más aún: terminaba la antología con el único cuento escrito por una muchacha que una vez había ido a un taller que él dio. Si una antología es un panorama del cuento en una época, lugar o sector determinado, lo menos que puede esperarse es que la gente que esté allí tenga una obra y una trayectoria o lo que sea (un oficio reconocible, digamos). Pero para ese entonces se trataba de otra cosa. También había metido fragmentos de novela de gente que no había escrito cuentos, y poemas en prosa. Aquello era un desorden.
Allí fue cuando alguien a quien no voy a mencionar nuevamente entró en ira y sacó su texto de la antología. Siendo, como es, fundamental en el género, la antología estaba en verdadera crisis. Aun así Jorge siguió presionando para que se publicara. Se envió al consejo editorial. Poco después me llamaron de la DPI para decirme que el asunto estaba arreglado: que el consejo había dictaminado que debía reestructurarse la antología, que Jorge sacaría su texto y que debía comunicarse conmigo, con *** y René para llegar a un acuerdo y limar asperezas. Me preguntaron si así estaba dispuesto a meter otra vez el cuento, y dije que sí, que cómo no, pero nada más para dármela de moderado. Sabía que Jorge no llamaría, como en efecto no llamó. (Si hubiera llamado me hubiese metido en un lío. Pero hay gente tan previsible...) Lo que hizo, a cambio, fue mandar una carta insultante al consejo editorial --me lo contó uno de sus miembros--, diciéndoles que no tenían la calidad suficiente para determinar lo que había hecho, que no entendían el concepto, que su texto era fundamental para la cuentística salvadoreña (hasta decía los porqués; aquí tengo el cuento y la verdad es que he leído mejores) y que no cambiaba nada.
Ya era un año o más desde que la antología estaba a punto de publicarse. Había visto a Cecilia Salaverría varias veces y no le había comentado del tema, porque no estoy para andar con chismes (o sí, pero de los que son divertidos, y ése no lo era). Siempre me decía de la antología, a ver cuándo salía, que Jorge no se había comunicado con ella. Y un día me preguntó que cuál texto mía iba a entrar. Ninguno, le dije, y le conté por qué. ¿Y de ***? Tampoco.
Unos días después el coordinador editorial, Carlos Clará (ya Miguel no estaba en la DPI), recibió una carta de Cecilia: Álvaro consideraba que *** y yo éramos sus discípulos y continuadores de su obra, y que si nosotros faltábamos no tenía sentido que Álvaro siguiera allí. Cecilia me dio una copia para que me enterara. La antología, en ese momento, estaba muerta. Sin embargo Jorge siguió presionando y presionando, incluso de manera irracional. (Más irracional, quiero decir.) Me pareció extraño, pero no lo era.
Por esos días se ganó el premio Rogelio Sinán de cuento, en Panamá. Y, desde luego, fui a comprar el libro, por puro morbo y para saber de lo que hablaba. A muchos les gustó; de mí sólo puedo decir que, si alguien de La Casa me lo presenta así, tenga la edad que tenga, le digo que aún le falta mucho para terminarlo y le sugiero que le haga una cirugía mayor. No por la pedantería de los textos, que uno tiene derecho a escribir lo que quiera, sino por simple técnica narrativa.
En la contraportada del libro, en el texto de presentación, leí algo que me dio risa: allí se anunciaba que para ese año (2004) se publicaría una "antología general" del cuento salvadoreño y una colección de su obra poética, ambas en la Dirección de Publicaciones e Impresos y ambas de Jorge. Llamé a Carlos Clará para preguntarle y se sorprendió: en efecto, Jorge había entregado un libro de poemas, pero aún no lo había revisado el consejo editorial, mucho menos lo había aprobado y menos aún estaba programada su publicación. Ya era noviembre, así que era bastante improbable que se hiciera para ese año. Hubo entrevistas varias, como una en la revista La Maga, y no me las perdí. Tuve un ataque de carcajadas cuando leí, en esa misma, acerca de su formación como "antropólogo cultural", y lamenté que hubiera perdido su columna en La prensa gráfica: para él fue un asunto de censura que no publicaran una en la que trataba de ignorante y estúpido al editor de la sección de cultura por no haber ordenado que se cubiera una exposición que a Jorge le parecía importante. Yo también lo hubiera corrido.
En una de las entrevistas anunció que se iría a vivir a Panamá, que tenía un buen trabajo allá y que había encontrado el amor. Eso sería en diciembre. Le hicieron una despedida, etcétera, y todo el mundo se extrañó de que en febrero o marzo apareciera como si nada en sus lugares habituales. No, no se había ido. ¿Quién les había dicho que se iba a ir a vivir a Panamá? Esos eran inventos de quién sabía quién.
La antología, en fin, no se publicó. Lástima, porque la idea original era buena. Jorge trabaja actualmente en El diario de hoy, donde le di contactos para que le publicaran sus primeras notas, hace unos años, en Vértice. Ojalá un trabajo de verdad le cambie el carácter y le mejore la literatura, porque hace falta gente sensata y que escriba bien.
6 comentarios:
jajaja ya extrañaba leerte...que risa, si lo ves bien da risa. Yo se que en el momento no de chiste, pero si... hay gente que le encanta vivir a lo Niurka.
Andale... Una Niurka de la literatura... En estos días anda una así, dando patadas para que le hagan caso, pero pos no. Ya hablaré de ese y otros casos en su momento.
Un gusto leerte.
Como que ya habia habido una pero con gente de el siglo antepasado hasta llegar con gente como Hugo Lindo,lastima no pude comprarala en los reciclados,solo medio lo revise y cuando regrese por el,ya no estaba.
Lastima que los proyectos sea de donde vengan terminen mal o derivando en conflicto,lo malo sobre todo es que las diferencias se manejen como el señor ese,que termino hablando con todos menos con ud.
Bueno lo que no fue no sera como dice la cancion.
Lástima que no pudo ser......lei en LPG que van a antologar a los 38 participantes del V festival...Maria Poumier en Francia, será cierto....aqui el link donde lo lei:
http://laprensagrafica.com/cultura/621766.asp
rené Figueroa
Una pena. Porque como vos decís, pudo haber sido una buena idea, que ahora todos estaríamos disfrutando. Saludos.
Años después, éste señor Jorge Ávalos, sigue comportándose de manera similar.
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