Socialismo irreal y columna
De la embajada de la Repúbica Popular y Democrática de Corea (Corea del Norte, pues) nos llegaba a El día, todas las semanas, una cantidad ingente de material de propaganda. Los tipos se gastaban fortunas en ediciones de lujo, forradas en tela, en papel couché; los más humildes folletos tenían la calidad suficiente para anunciar modelos de Mercedes Benz a clientes frecuentes, no lo que anunciaban: la revolución socialista. Y no cualquier revolución, no se vaya a creer, sino la que se desarrollaba en la RPDC bajo el manto de sabiduría del Gran Líder y Querido Dirigente Camarada Kim Il Sung. También habiá materiales que eran directamente para indoctrinar, que también sacaban en los idiomas que a uno se le ocurriera, y venían en papel de empaque (como el que se reproduce aquí), con una portada mucho más barata, aunque el contenido, en realidad, no variaba mucho de los otros.
Y no tenía por qué variar. Los temas de todos los materiales eran:
1. Kim Il Sung, como un padre amoroso, había llevado la felicidad al puebo norcoreano, gobernaría eternamente y, mientras tanto, daba directrices casi a cada persona acerca de cómo hacer su trabajo, fueran carpinteros, médicos, ingenieros o músicos.
2. Kim Il Sung, como un padre amoroso, etcétera, luchaba denodadamente por la reunificación de Corea, con el obvio presupuesto de que Corea del Sur encontraría la felicidad también cuando adoptara el régimen norcoreano.
3. Kim Il Sung era el forjador de la Idea Zuche, gracias a la cual Corea del Norte era lo que era.
Y Corea del Norte sería lo que quisiera, pero yo era joven y me llevaba algunos de esos materiales a casa para tratar de entender un poco qué diablos era eso de la Idea Zuche. Aparte de algunas generalidades (el pueblo es dueño de su propio destino, la independencia es lo mejor que le puede pasar a los países, sin Kim Il Sung la historia no se movería de su lugar), no entendía cómo podían gastarse tanto dinero y árboles en poner siempre las mismas tonterías. Eso sí: con grandes fotos del Gran Líder y Querido Dirigente, con uniforme militar y una sonrisa de pasta dentífrica.
Después descubrí que lo de la Idea Zuche --fuera lo que fuera-- era un buen negocio para los compañeros periodistas y para académicos de poca monta, y a veces de no tan poca, pero sí de dignidad limitada. Había libros y folletos llenos de sesudos ensayos acerca de los aportes de la Idea Zuche al marxismo, a los movimientos de liberación nacional, a lo que rayos fuera, escritos casi con formulario por Fulano de Tal de Bolivia, Mengano de Tal de Eritrea, etcétera. Hasta hubo un periodista salvadoreño que escribió lo suyo sobre cómo la Idea Zuche influía en la izquierda de nuestro país y de cómo la guerrilla le debía tanto a Kim Il Sung. A cambio de los artículos, casi todos tenían garantizado su viaje a Corea del Norte, un mes a cuerpo de rey (en un país socialista, ejem), con todo pagado y mucho más. O después del viaje escribían una nota ya no para sus medios de prensa o académicos, sino para las revistas del Instituto de Estudios de la Idea Zuche; en México había uno de tantísimos que servían para lo mismo, o sea ensalzar a Kim Il Sung. Hacían seminarios, comían bien durante varios días, recibían regalos caros y excesivamente orientales --no sé si algo más que eso-- y después andaban por allí burlándose de Kim Il Sung, el Zuche y todo lo que tuviera que ver con ambos.
En 1983 me nombraron jefe de internacionales de El día, y al poco tiempo me llegó lo que muchos esperaban a la vez que despreciaban: una invitación por un mes a la República Popular y Democrática de Corea, que incluía una ceremonia en la que conocería al Gran Líder y Querido Dirigente, más las visitas de rigor, como el lugar donde nació, la piedra donde se sentaba --no estoy bromeando-- cuando era niño a meditar acerca del futuro de Corea, el ladrillo de la escuela que había colocado con sus propias manos... Digamos que la página que reproduzco allá arriba es un palidísimo prospecto de lo que me ofrecían.
Yo no había escrito nada acerca de la Idea Zuche, ni pensaba hacerlo. Lo del viaje era tentador, porque todo viaje hasta el otro lado del mundo lo es, y me prometían abrir el boleto para que me quedara unos días en París, Madrid o donde quisiera. Pero la tentación no pasó de eso. Me pusieron fecha para irme y todo, me dieron itinerario, primera clase y todo. Algunos periodistas que habían ido me dijeron que era de lo mejor que les había pasado en la vida, con cuartos lujosos, lo de la comida y la satisfacción minuciosa de los más pequeños deseos de uno, y algunos de los más... uh... grandes. Eso sí, cuidado: vigilancia las veintisiete horas del día. Siempre, de algún modo, había gente observándolo a uno. Siempre. En el baño, en la recámara, donde fuera.
Al final no sé qué pretexto les di para no ir. Y se trató de un pretexto en efecto, porque tenía permiso del periódico y todo. Supongo que algo que se había complicado en el trabajo --sería cierto-- o alguna urgencia familiar --no lo creo-- o simplemente dejé pasar el asunto. Me perdí la oportundad única de oír la canción "Seguiremos sólo al querido Líder" por un coro de niños proletarios, que es lo que verdaderamente lamento, y que después me la explicaran.
Si a alguien le interesa, aquí está la partitura de la canción:
Y va mi columna de esta semana en Centroamérica 21, que puede encontrarse aquí:
La izquierda ante el espejo
Rafael Menjívar Ochoa
Los republicanos se sentaban al lado izquierdo de la Asamblea francesa; los monárquicos, a la derecha. Así comenzó la utilización de los términos “izquierda” y “derecha” para definir a progresistas y conservadores. En la Francia revolucionaria, del centro hacia los extremos, y en especial hacia la izquierda, la política hizo extraños compañeros de guillotina.
Con la ejecución de los reyes y el casi irrestricto apoyo popular; habiendo eliminado incluso a los enemigos menos peligrosos durante el Terror, con Danton como fiscal, juez y voz de un pueblo exacerbado; con el triunfo, en fin, en las manos, la izquierda vio hacia sí misma y encontró diferencias a veces sutiles que le parecieron insoportables, y del razonamiento pasó a la cuchilla.
Comenzó con los que especulaban con las necesidades del pueblo, y se siguió con el pueblo. Había hambre, como era de esperarse en un proceso tan convulsivo. El hambre provocó peticiones, que fueron convirtiéndose en protestas. Muchos sans–culottes fueron sumariamente declarados enemigos de la Revolución –es decir del pueblo al que pertenecían– y guillotinados. Después de que Charlotte Corday asesinara a Marat, el vínculo más fuerte de los revolucionarios con el pueblo, las cosas se pusieron aún peores entre jacobinos y girondinos. Las ejecuciones se multiplicaron, y las cabezas que rodaban eran las de los antiguos compañeros de lucha.
Robespierre “El Incorruptible”, eje de la burocracia revolucionaria, autor –entre otros– de la Declaración de los Derechos del Hombre, se anotó un dudoso tanto con la ejecución de Danton, otro gran líder popular –a pesar de su origen burgués–, el 5 de abril de 1794. No duró la victoria: el 28 de julio Robespierre fue a su vez ejecutado por los reaccionarios con 21 de sus compañeros, como Saint Just y Georges Couthon. Sus cabezas fueron colocadas en plaza pública.
Lo interesante es que Saint Just, ante los ataques reaccionarios, se negó ¬a organizar a las fuerzas populares para presentar resistencia, y Couthon fue el creador de una ley según la cual un acusado por un tribunal revolucionario no tenía derecho a defensa ni a testigos.
El fin del “sueño revolucionario” fue el golpe de Barras de 1797 contra el Directorio, luego el golpe del 18 brumario (9 de noviembre) en 1799 y, al terminar la campaña de Napoleón Bonaparte en Egipto, la proclamación, en 1804, ya no de un reinado, sino de todo un imperio.
Las revoluciones triunfantes desde entonces han establecido fechas clave a partir de las cuales las cosas serán diferentes para siempre y para todos: 25 de octubre de 1917 (7 de noviembre según el calendario juliano) para la soviética, 1 de enero de 1959 para la cubana, 19 de julio de 1979 para la desaparecida sandinista. Los franceses fueron tan radicales que nadie siguió su ejemplo: cambiaron los nombres de los días y los meses, y empezaron a contar desde el 22 de septiembre de 1792 (1 Vendimia del año I). El mundo, la vida, la comprensión de las cosas, recomenzaban, y aprender la nueva nomenclatura significaba aprender que la libertad, la igualdad y la fraternidad tenían un lugar en el mundo.
¿La moraleja es que cualquier revolución está destinada al fracaso, y que sólo triunfan los regímenes conservadores? No necesariamente. Además del “factor humano”, que hace que la gente en el poder se comporte de manera particular –el poder tiene una lógica que no se puede obviar–, hay varias ideas que deberían tomarse en cuenta.
Por ejemplo, que la revolución, como un movimiento transformador, es sólo un medio para cambiar cierto estado de cosas; con su institucionalización (y, así suene contradictorio, una revolución siempre se institucionaliza), los objetivos cambian hacia la búsqueda del bienestar común. Muchos países con regímenes de izquierda dedicaron parte de sus esfuerzos a este fin, pero no fue su prioridad: continuaron peleando contra enemigos reales, luego contra imaginarios, luego contra sí mismos, en busca de una pureza de ideas que sustentara el nuevo orden. El simple pensamiento sutil fue considerado casi una traición, y tratado en consecuencia, innecesaria e inútilmente. Porque institucionalizar una revolución significa generar una nueva forma de poder, y tarde o temprano hará falta un nuevo movimiento antagónico para que la historia siga su marcha.
Quizá el punto está en saber cómo, dónde y cuándo detenerse y afrontar nuevas etapas, y son estas etapas las que la izquierda más cercana en el tiempo –aun teniendo a Lenin, el mago de los virajes políticos, como maestro– no ha sido capaz de detectar.
Y no tenía por qué variar. Los temas de todos los materiales eran:
1. Kim Il Sung, como un padre amoroso, había llevado la felicidad al puebo norcoreano, gobernaría eternamente y, mientras tanto, daba directrices casi a cada persona acerca de cómo hacer su trabajo, fueran carpinteros, médicos, ingenieros o músicos.
2. Kim Il Sung, como un padre amoroso, etcétera, luchaba denodadamente por la reunificación de Corea, con el obvio presupuesto de que Corea del Sur encontraría la felicidad también cuando adoptara el régimen norcoreano.
3. Kim Il Sung era el forjador de la Idea Zuche, gracias a la cual Corea del Norte era lo que era.
Y Corea del Norte sería lo que quisiera, pero yo era joven y me llevaba algunos de esos materiales a casa para tratar de entender un poco qué diablos era eso de la Idea Zuche. Aparte de algunas generalidades (el pueblo es dueño de su propio destino, la independencia es lo mejor que le puede pasar a los países, sin Kim Il Sung la historia no se movería de su lugar), no entendía cómo podían gastarse tanto dinero y árboles en poner siempre las mismas tonterías. Eso sí: con grandes fotos del Gran Líder y Querido Dirigente, con uniforme militar y una sonrisa de pasta dentífrica.
Después descubrí que lo de la Idea Zuche --fuera lo que fuera-- era un buen negocio para los compañeros periodistas y para académicos de poca monta, y a veces de no tan poca, pero sí de dignidad limitada. Había libros y folletos llenos de sesudos ensayos acerca de los aportes de la Idea Zuche al marxismo, a los movimientos de liberación nacional, a lo que rayos fuera, escritos casi con formulario por Fulano de Tal de Bolivia, Mengano de Tal de Eritrea, etcétera. Hasta hubo un periodista salvadoreño que escribió lo suyo sobre cómo la Idea Zuche influía en la izquierda de nuestro país y de cómo la guerrilla le debía tanto a Kim Il Sung. A cambio de los artículos, casi todos tenían garantizado su viaje a Corea del Norte, un mes a cuerpo de rey (en un país socialista, ejem), con todo pagado y mucho más. O después del viaje escribían una nota ya no para sus medios de prensa o académicos, sino para las revistas del Instituto de Estudios de la Idea Zuche; en México había uno de tantísimos que servían para lo mismo, o sea ensalzar a Kim Il Sung. Hacían seminarios, comían bien durante varios días, recibían regalos caros y excesivamente orientales --no sé si algo más que eso-- y después andaban por allí burlándose de Kim Il Sung, el Zuche y todo lo que tuviera que ver con ambos.
En 1983 me nombraron jefe de internacionales de El día, y al poco tiempo me llegó lo que muchos esperaban a la vez que despreciaban: una invitación por un mes a la República Popular y Democrática de Corea, que incluía una ceremonia en la que conocería al Gran Líder y Querido Dirigente, más las visitas de rigor, como el lugar donde nació, la piedra donde se sentaba --no estoy bromeando-- cuando era niño a meditar acerca del futuro de Corea, el ladrillo de la escuela que había colocado con sus propias manos... Digamos que la página que reproduzco allá arriba es un palidísimo prospecto de lo que me ofrecían.
Yo no había escrito nada acerca de la Idea Zuche, ni pensaba hacerlo. Lo del viaje era tentador, porque todo viaje hasta el otro lado del mundo lo es, y me prometían abrir el boleto para que me quedara unos días en París, Madrid o donde quisiera. Pero la tentación no pasó de eso. Me pusieron fecha para irme y todo, me dieron itinerario, primera clase y todo. Algunos periodistas que habían ido me dijeron que era de lo mejor que les había pasado en la vida, con cuartos lujosos, lo de la comida y la satisfacción minuciosa de los más pequeños deseos de uno, y algunos de los más... uh... grandes. Eso sí, cuidado: vigilancia las veintisiete horas del día. Siempre, de algún modo, había gente observándolo a uno. Siempre. En el baño, en la recámara, donde fuera.
Al final no sé qué pretexto les di para no ir. Y se trató de un pretexto en efecto, porque tenía permiso del periódico y todo. Supongo que algo que se había complicado en el trabajo --sería cierto-- o alguna urgencia familiar --no lo creo-- o simplemente dejé pasar el asunto. Me perdí la oportundad única de oír la canción "Seguiremos sólo al querido Líder" por un coro de niños proletarios, que es lo que verdaderamente lamento, y que después me la explicaran.
Si a alguien le interesa, aquí está la partitura de la canción:
Y va mi columna de esta semana en Centroamérica 21, que puede encontrarse aquí:
La izquierda ante el espejo
Rafael Menjívar Ochoa
Los republicanos se sentaban al lado izquierdo de la Asamblea francesa; los monárquicos, a la derecha. Así comenzó la utilización de los términos “izquierda” y “derecha” para definir a progresistas y conservadores. En la Francia revolucionaria, del centro hacia los extremos, y en especial hacia la izquierda, la política hizo extraños compañeros de guillotina.
Con la ejecución de los reyes y el casi irrestricto apoyo popular; habiendo eliminado incluso a los enemigos menos peligrosos durante el Terror, con Danton como fiscal, juez y voz de un pueblo exacerbado; con el triunfo, en fin, en las manos, la izquierda vio hacia sí misma y encontró diferencias a veces sutiles que le parecieron insoportables, y del razonamiento pasó a la cuchilla.
Comenzó con los que especulaban con las necesidades del pueblo, y se siguió con el pueblo. Había hambre, como era de esperarse en un proceso tan convulsivo. El hambre provocó peticiones, que fueron convirtiéndose en protestas. Muchos sans–culottes fueron sumariamente declarados enemigos de la Revolución –es decir del pueblo al que pertenecían– y guillotinados. Después de que Charlotte Corday asesinara a Marat, el vínculo más fuerte de los revolucionarios con el pueblo, las cosas se pusieron aún peores entre jacobinos y girondinos. Las ejecuciones se multiplicaron, y las cabezas que rodaban eran las de los antiguos compañeros de lucha.
Robespierre “El Incorruptible”, eje de la burocracia revolucionaria, autor –entre otros– de la Declaración de los Derechos del Hombre, se anotó un dudoso tanto con la ejecución de Danton, otro gran líder popular –a pesar de su origen burgués–, el 5 de abril de 1794. No duró la victoria: el 28 de julio Robespierre fue a su vez ejecutado por los reaccionarios con 21 de sus compañeros, como Saint Just y Georges Couthon. Sus cabezas fueron colocadas en plaza pública.
Lo interesante es que Saint Just, ante los ataques reaccionarios, se negó ¬a organizar a las fuerzas populares para presentar resistencia, y Couthon fue el creador de una ley según la cual un acusado por un tribunal revolucionario no tenía derecho a defensa ni a testigos.
El fin del “sueño revolucionario” fue el golpe de Barras de 1797 contra el Directorio, luego el golpe del 18 brumario (9 de noviembre) en 1799 y, al terminar la campaña de Napoleón Bonaparte en Egipto, la proclamación, en 1804, ya no de un reinado, sino de todo un imperio.
Las revoluciones triunfantes desde entonces han establecido fechas clave a partir de las cuales las cosas serán diferentes para siempre y para todos: 25 de octubre de 1917 (7 de noviembre según el calendario juliano) para la soviética, 1 de enero de 1959 para la cubana, 19 de julio de 1979 para la desaparecida sandinista. Los franceses fueron tan radicales que nadie siguió su ejemplo: cambiaron los nombres de los días y los meses, y empezaron a contar desde el 22 de septiembre de 1792 (1 Vendimia del año I). El mundo, la vida, la comprensión de las cosas, recomenzaban, y aprender la nueva nomenclatura significaba aprender que la libertad, la igualdad y la fraternidad tenían un lugar en el mundo.
¿La moraleja es que cualquier revolución está destinada al fracaso, y que sólo triunfan los regímenes conservadores? No necesariamente. Además del “factor humano”, que hace que la gente en el poder se comporte de manera particular –el poder tiene una lógica que no se puede obviar–, hay varias ideas que deberían tomarse en cuenta.
Por ejemplo, que la revolución, como un movimiento transformador, es sólo un medio para cambiar cierto estado de cosas; con su institucionalización (y, así suene contradictorio, una revolución siempre se institucionaliza), los objetivos cambian hacia la búsqueda del bienestar común. Muchos países con regímenes de izquierda dedicaron parte de sus esfuerzos a este fin, pero no fue su prioridad: continuaron peleando contra enemigos reales, luego contra imaginarios, luego contra sí mismos, en busca de una pureza de ideas que sustentara el nuevo orden. El simple pensamiento sutil fue considerado casi una traición, y tratado en consecuencia, innecesaria e inútilmente. Porque institucionalizar una revolución significa generar una nueva forma de poder, y tarde o temprano hará falta un nuevo movimiento antagónico para que la historia siga su marcha.
Quizá el punto está en saber cómo, dónde y cuándo detenerse y afrontar nuevas etapas, y son estas etapas las que la izquierda más cercana en el tiempo –aun teniendo a Lenin, el mago de los virajes políticos, como maestro– no ha sido capaz de detectar.
4 comentarios:
Leyendo el post sobre la pobreza y la desgracia de los paises comunistas, como Corea, ahora me doy cuenta que el gobierno Arenero es de los peores comunistas que hay.
Salvadoreno harto de esta babosada.
En definitiva no me gustaria solo "seguir al cariñoso y amoroso líder que desde niño pensaba sobre el futuro del país", pero en esa parte del mundo, adoran las tradiciones milenarias y por ahi imagino que querian meterse en la mente de la gente.
Es más, no permitiría que el cariñoso y amoroso lider me viera jamas...jaja.. ( me da un asquito eso de cariño y amor del lider jaja)
Pero bueno, como han avanzado entonces las "izquierdas", dando por hecho que el comunismo internacional como tal y basico ha muerto?
Crees que todavia estamos en lo de "vamos tras el lider como ovejas al matadero"?
Muy cuadrada la melodía, mejor no sigamos al lider…
Creo que has apuntado hacia un asunto muy importante: la preservación de la Pureza. Hay muchos ejemplos a lo largo de la historia en donde en su nombre se han asesinado poetas, flagelado personas, cometido genocidios y ahogado doncellas. Tan triste que la búsqueda de un ideal acabe pervirtiendo y llenando de bajeza a sus defensores.
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