Del amor y otras literaturas
De las miriadas de escritores que han existido a lo largo del par de millones de años que llevamos en este planeta --por la gente de otros planetas no respondo--, sólo quedan algunos nombres, ciertas obras, acaso alguna frase anónima que se repite en algún mercado de algún lugar cuyo nombre nos resulta imposible pronunciar.
De Safo de Lesbos sobreviven algunos fragmentos de poemas escritos hace 2,600 años para un amor correspondido. Se publican en libritos llenos de puntos suspensivos entre los cuales sobrevive alguna palabra perdida, el trozo de una frase, y me da la impresión de que mucho de lo que "se sabe" de ella --si realmente fue "ella"-- es más un deseo de aprehender un poco más de la belleza que dejó que una biografía que deba tomarse en serio. Un poco antes se escribió El cantar de los cantares, una serie de poemas profanos amparados en un libro religioso --y quizá preservados, paradójicamente, gracias a él-, atribuidos a un rey llamado Salomón, de quien se dice poseía una sabiduría excepcional.
De Omar Khayyam, mil años después, quedan decenas de rubaiyatas y uno puede disfrutar, como si la estuviera viviendo, la herejía de ser libre de alma y corazón, y siente la embriaguez de un vino que no es necesario haber probado.
Mucho más acá en el tiempo, hace cuatrocientos y tantos años, el sevillano-mexicano Gutierre de Cetina produjo decenas de poemas que están debidamente registrados y publicados, pero sólo un madrigal, apenas un sencillo madrigal, respira aún, y es suficiente para que uno sonría y diga "Qué bien escribía ese tipo". Lo transcribo:
Franz Kafka parece --y sólo parece-- un caso excepcional. Antes de que la tuberculosis lo venciera, le pidió a su amigo Max Brod que después de su muerte destruyera todo lo que estuviera inédito e inconcluso, o eso se dice y dice el propio Brod en su biografía. Si Kafka hubiera querido de verdad que su obra se destruyera, seguro lo hace él mismo. (Los nazis se encargarían en 1933 de quemar un par de docenas de sus cuadernos y algunas cartas, además llevar a sus hermanas a los campos de exterminio.) De las novelas inconclusas --y gracias a Brod-- sobreviven América y dos trabajos excepcionales: El proceso, entre otras cosas una obra maestra del manejo del tiempo narrativo, y El castillo, tan grande --en todo sentido-- que parece imposible terminar de escribirlo. Claro que para su muerte Kafka ya era un escritor respetado, y --además de su libro de aforismos, el primero-- ya había publicado cosas capitales como "En la colonia penal", "La muralla china", "El médico rural" y, desde luego, La metamorfosis.
Miles publicaron libros el año pasado, y ya nadie los recuerda, si alguien los conoció alguna vez. Quizá, dentro de veinte o cien, alguien encuentre uno de ellos y diga "Ésta es la gran obra de esa época", o lo condene de nuevo a un rincón en el que enmohecerá y se deshará y santo remedio. Nada habrá pasado y el cosmos seguirá su marcha hacia quién sabe dónde. (Somos un planeta tan pequeño...)
Lo que quiero decir es que un escritor, uno cualquiera, es incidental: su nombre, su vida, sus ideas, su orgullo o la imagen que quiera dejar para la posteridad. Porque la posteridad es cruel, o sea justa, y no sabemos bajo qué códigos funcione, y tratar de averiguarlo se puede llevar tanto tiempo y energía como se llevaría escribir Los Karamázov, si a uno le tocara en la lotería cósmica ser Dostoyevski, y eso sólo ocurrió una vez (1821-1881, concretamente).
En los escritores citados, y en muchos más, hay un factor común: su amor a la literatura. No es el amor pasivo de aquella olvidable historieta de los años sesenta, Susy: Secretos del corazón, en la que la muchacha, siempre, se pasaba esperando que el joven guapo del Ferrari se fijara en ella. Y el del Ferrari de seguro se hubiera fijado si acaso ella se le hubiera acercado --digamos-- a menos de diez metros. "¿Me habrá visto?" "¿Pensará en mí?" "¿No se dará cuenta de que mi amor es verdadero?" Y no, no se daba cuenta, ni había modo de que se diera. El episodio terminaba cuando por casualidad el muchacho se tropezaba con ella y le tiraba los libros o lo que trajera en las manos, la miraba a los ojos y pensaba: "¡Ah! ¡En ese brillo he descubierto el verdadero amor!" Seguía una escena en la que ambos se iban platicando y listo, hasta la semana que viene, con una historia milimétricamente igual. (También estaba "la mala", que previsiblemente era la novia del muchacho, o la atrevida que osaba platicar con él con fines inconfesables, cuánto descaro. A veces hasta había besos, y siempre había forma de que la descarada terminara rumiando su humillación. Las cosas que lee uno cuando es niño y tiene una prima cursi y quinceañera...)
Tampoco se trata --como vulgarmente decía un viejo amigo-- de confundir el amor con las ganas de ir al baño, que de la lujuria quedarán buenos recuerdos pero muy poca consistencia, ni el abusivo amor a los espejos (quizá el más frecuente). Es un amor por el que se trabaja todos los días, hasta el agotamiento, y sin embargo uno siempre se siente fresco y a gusto. Y es un amor del que se habla con otros que también lo sienten y disfrutan, y tampoco se comparte pasivamente. Y la idea es que los resultados de ese amor sean siempre mejores, siempre más consistentes, siempre más satisfactorios (el amor en sí mismo es la satisfacción de amar), o no valdría la pena.
Para eso no hay edades, ni recetas; no hay fecha para enamorarse, ni para descubrir --acaso-- que en realidad a uno le gusta otra cosa y, en fin, así son los amores: los hay eternos, los hay de paso, los hay de toda la vida, los hay de infancia, los hay de vejez. (Milton encontró su amor a eso de los setenta años; Rimbaud lo abandonó a los diecinueve. Hay también matrimonios de conveniencia, y pasiones estúpidas. La vida, pues.)
Si uno llega a escribir un libro, bien. Si no, tampoco importa. Si sobrevive una semana o mil años ya no es asunto de uno, ni debería serlo. Lo importante es que "eso" sea lo mejor que uno haya hecho en su vida, hasta el siguiente, si lo hay. Tampoco valdría la pena si uno lo viera de otro modo.
Con todo y que en el fondo es un amor colectivo, cada quién lo vive de manera diferente (o, de nuevo, no valdría la pena), con sus propias palabras e intensidades. Imitar los modos que otro tiene para amar es suicidarse, es decir darse por vencido antes de conocer el final de la película, y en una de ésas hasta el principio.
Otro factor importante es que la literatura es un proceso. Un escritor, cualquier escritor, es parte de un proceso muy largo que empezó con las runas y ojalá no termine. Y uno debe tener noción de ese proceso, y de que en ese proceso uno también es incidental: un eslabón más, y quizá no el más grande, pero tan importante como todos los demás.
Si un escritor se ve a sí mismo como un ente aislado, como una cadena aparte, se verá condenado a aprender de la manera larga cosas que ya no tienen razón de ser, y luego averiguar las que sí; inventará hilos azules y no le alcanzará el tiempo para llegar a ninguna parte. Peor aún si decide que alguien --Neruda, Roque Dalton, Vallejo, quien sea-- encontró la forma del verdadero amor y se dedica a utilizarla hasta la náusea, y más bien hasta el bostezo. O lo peor de lo peor: usar la literatura sólo como un medio para encontrar otros amores, llámesele política, ecología, feminismo o lo que sea. (¡Poesía ecológica! ¡En serio...!)
Para explicar un poco de lo que hablo, tengo mis escritores salvadoreños favoritos: en cuento, Edgar Allan Poe y Julio Cortázar; en poesía, T.S. Eliot, César Vallejo y Vicente Huidobro; en teatro, William Shakespeare, Tennessee Williams y algo de Albee; en novela, Fiodr Dostoyevski, Franza Kafka, una de Camus, todas las de Juan Rulfo (o sea una también), tres de José Saramago y cuatro de Gabriel García Márquez. Y disfruto a otros escritores más cercanos en el tiempo y el espacio, como Salarrué, Álvaro Menen Desleal y Caperucita en la zona roja, de Manlio Argueta.
Hay otros, mucho más jóvenes, mucho más cercanos, a quienes veo crear cosas nuevas y únicas, que compartimos y las difrutamos los fines de semana mientras comemos pan dulce y tomamos coca cola de dieta. Así de simple. Algunos son adolescentes, otros andan en los límites de eso que llaman "edad mediana". Hay dos factores que nos unen: el amor a la literatura y la noción de que somos parte de un proceso en el cual nos tocó estar, como a otros les tocó estar en otros menesteres y otros procesos.
Hay un tercer factor que se desprende de los anteriores: el respeto al trabajo, que es lo único que justifica a cualquier persona. No su idea acerca del trabajo, sino su trabajo concreto, el que tiene entre las manos y ha salido de sus manos.
¿O no se trataba de eso?
De Safo de Lesbos sobreviven algunos fragmentos de poemas escritos hace 2,600 años para un amor correspondido. Se publican en libritos llenos de puntos suspensivos entre los cuales sobrevive alguna palabra perdida, el trozo de una frase, y me da la impresión de que mucho de lo que "se sabe" de ella --si realmente fue "ella"-- es más un deseo de aprehender un poco más de la belleza que dejó que una biografía que deba tomarse en serio. Un poco antes se escribió El cantar de los cantares, una serie de poemas profanos amparados en un libro religioso --y quizá preservados, paradójicamente, gracias a él-, atribuidos a un rey llamado Salomón, de quien se dice poseía una sabiduría excepcional.
De Omar Khayyam, mil años después, quedan decenas de rubaiyatas y uno puede disfrutar, como si la estuviera viviendo, la herejía de ser libre de alma y corazón, y siente la embriaguez de un vino que no es necesario haber probado.
Mucho más acá en el tiempo, hace cuatrocientos y tantos años, el sevillano-mexicano Gutierre de Cetina produjo decenas de poemas que están debidamente registrados y publicados, pero sólo un madrigal, apenas un sencillo madrigal, respira aún, y es suficiente para que uno sonría y diga "Qué bien escribía ese tipo". Lo transcribo:
Ojos claros, serenos,
si de un dulce mirar sois alabados,
¿por qué, si me miráis, miráis airados?
Si cuanto más piadosos,
más bellos parecéis a aquél que os mira,
no me miréis con ira,
por que no parezcáis menos hermosos.
¡Ay, tormentos rabiosos!
Ojos claros, serenos,
ya que así me miráis, miradme al menos.
Franz Kafka parece --y sólo parece-- un caso excepcional. Antes de que la tuberculosis lo venciera, le pidió a su amigo Max Brod que después de su muerte destruyera todo lo que estuviera inédito e inconcluso, o eso se dice y dice el propio Brod en su biografía. Si Kafka hubiera querido de verdad que su obra se destruyera, seguro lo hace él mismo. (Los nazis se encargarían en 1933 de quemar un par de docenas de sus cuadernos y algunas cartas, además llevar a sus hermanas a los campos de exterminio.) De las novelas inconclusas --y gracias a Brod-- sobreviven América y dos trabajos excepcionales: El proceso, entre otras cosas una obra maestra del manejo del tiempo narrativo, y El castillo, tan grande --en todo sentido-- que parece imposible terminar de escribirlo. Claro que para su muerte Kafka ya era un escritor respetado, y --además de su libro de aforismos, el primero-- ya había publicado cosas capitales como "En la colonia penal", "La muralla china", "El médico rural" y, desde luego, La metamorfosis.
Miles publicaron libros el año pasado, y ya nadie los recuerda, si alguien los conoció alguna vez. Quizá, dentro de veinte o cien, alguien encuentre uno de ellos y diga "Ésta es la gran obra de esa época", o lo condene de nuevo a un rincón en el que enmohecerá y se deshará y santo remedio. Nada habrá pasado y el cosmos seguirá su marcha hacia quién sabe dónde. (Somos un planeta tan pequeño...)
Lo que quiero decir es que un escritor, uno cualquiera, es incidental: su nombre, su vida, sus ideas, su orgullo o la imagen que quiera dejar para la posteridad. Porque la posteridad es cruel, o sea justa, y no sabemos bajo qué códigos funcione, y tratar de averiguarlo se puede llevar tanto tiempo y energía como se llevaría escribir Los Karamázov, si a uno le tocara en la lotería cósmica ser Dostoyevski, y eso sólo ocurrió una vez (1821-1881, concretamente).
En los escritores citados, y en muchos más, hay un factor común: su amor a la literatura. No es el amor pasivo de aquella olvidable historieta de los años sesenta, Susy: Secretos del corazón, en la que la muchacha, siempre, se pasaba esperando que el joven guapo del Ferrari se fijara en ella. Y el del Ferrari de seguro se hubiera fijado si acaso ella se le hubiera acercado --digamos-- a menos de diez metros. "¿Me habrá visto?" "¿Pensará en mí?" "¿No se dará cuenta de que mi amor es verdadero?" Y no, no se daba cuenta, ni había modo de que se diera. El episodio terminaba cuando por casualidad el muchacho se tropezaba con ella y le tiraba los libros o lo que trajera en las manos, la miraba a los ojos y pensaba: "¡Ah! ¡En ese brillo he descubierto el verdadero amor!" Seguía una escena en la que ambos se iban platicando y listo, hasta la semana que viene, con una historia milimétricamente igual. (También estaba "la mala", que previsiblemente era la novia del muchacho, o la atrevida que osaba platicar con él con fines inconfesables, cuánto descaro. A veces hasta había besos, y siempre había forma de que la descarada terminara rumiando su humillación. Las cosas que lee uno cuando es niño y tiene una prima cursi y quinceañera...)
Tampoco se trata --como vulgarmente decía un viejo amigo-- de confundir el amor con las ganas de ir al baño, que de la lujuria quedarán buenos recuerdos pero muy poca consistencia, ni el abusivo amor a los espejos (quizá el más frecuente). Es un amor por el que se trabaja todos los días, hasta el agotamiento, y sin embargo uno siempre se siente fresco y a gusto. Y es un amor del que se habla con otros que también lo sienten y disfrutan, y tampoco se comparte pasivamente. Y la idea es que los resultados de ese amor sean siempre mejores, siempre más consistentes, siempre más satisfactorios (el amor en sí mismo es la satisfacción de amar), o no valdría la pena.
Para eso no hay edades, ni recetas; no hay fecha para enamorarse, ni para descubrir --acaso-- que en realidad a uno le gusta otra cosa y, en fin, así son los amores: los hay eternos, los hay de paso, los hay de toda la vida, los hay de infancia, los hay de vejez. (Milton encontró su amor a eso de los setenta años; Rimbaud lo abandonó a los diecinueve. Hay también matrimonios de conveniencia, y pasiones estúpidas. La vida, pues.)
Si uno llega a escribir un libro, bien. Si no, tampoco importa. Si sobrevive una semana o mil años ya no es asunto de uno, ni debería serlo. Lo importante es que "eso" sea lo mejor que uno haya hecho en su vida, hasta el siguiente, si lo hay. Tampoco valdría la pena si uno lo viera de otro modo.
Con todo y que en el fondo es un amor colectivo, cada quién lo vive de manera diferente (o, de nuevo, no valdría la pena), con sus propias palabras e intensidades. Imitar los modos que otro tiene para amar es suicidarse, es decir darse por vencido antes de conocer el final de la película, y en una de ésas hasta el principio.
Otro factor importante es que la literatura es un proceso. Un escritor, cualquier escritor, es parte de un proceso muy largo que empezó con las runas y ojalá no termine. Y uno debe tener noción de ese proceso, y de que en ese proceso uno también es incidental: un eslabón más, y quizá no el más grande, pero tan importante como todos los demás.
Si un escritor se ve a sí mismo como un ente aislado, como una cadena aparte, se verá condenado a aprender de la manera larga cosas que ya no tienen razón de ser, y luego averiguar las que sí; inventará hilos azules y no le alcanzará el tiempo para llegar a ninguna parte. Peor aún si decide que alguien --Neruda, Roque Dalton, Vallejo, quien sea-- encontró la forma del verdadero amor y se dedica a utilizarla hasta la náusea, y más bien hasta el bostezo. O lo peor de lo peor: usar la literatura sólo como un medio para encontrar otros amores, llámesele política, ecología, feminismo o lo que sea. (¡Poesía ecológica! ¡En serio...!)
Para explicar un poco de lo que hablo, tengo mis escritores salvadoreños favoritos: en cuento, Edgar Allan Poe y Julio Cortázar; en poesía, T.S. Eliot, César Vallejo y Vicente Huidobro; en teatro, William Shakespeare, Tennessee Williams y algo de Albee; en novela, Fiodr Dostoyevski, Franza Kafka, una de Camus, todas las de Juan Rulfo (o sea una también), tres de José Saramago y cuatro de Gabriel García Márquez. Y disfruto a otros escritores más cercanos en el tiempo y el espacio, como Salarrué, Álvaro Menen Desleal y Caperucita en la zona roja, de Manlio Argueta.
Hay otros, mucho más jóvenes, mucho más cercanos, a quienes veo crear cosas nuevas y únicas, que compartimos y las difrutamos los fines de semana mientras comemos pan dulce y tomamos coca cola de dieta. Así de simple. Algunos son adolescentes, otros andan en los límites de eso que llaman "edad mediana". Hay dos factores que nos unen: el amor a la literatura y la noción de que somos parte de un proceso en el cual nos tocó estar, como a otros les tocó estar en otros menesteres y otros procesos.
Hay un tercer factor que se desprende de los anteriores: el respeto al trabajo, que es lo único que justifica a cualquier persona. No su idea acerca del trabajo, sino su trabajo concreto, el que tiene entre las manos y ha salido de sus manos.
¿O no se trataba de eso?
11 comentarios:
Que buen post, Rafael. De los mejores que te he leído.
Se desprende mucho amor de éste post.
Saludos.
Victor
Amor, amor, amoooor... jeje, creo que el que da la literatura tiene, contra los de otro tipo, la ventaja de ser fiel, de estar siempre allí y de renovarse constantemente. ;)
Rafa: me ha gustado mucho este texto. Lo suficientemente personal para que nos toque, lo necesariamente impersonal para que guste. Gracias.
Al leer tu nota recordé las Meditaciones de Marco Aurelio. Cuando escribiste que sólo ciertos nombres son recordados por la historia, busqué este pasaje del libro (que fue escrito hace 1900 años). El emperador nos previene para que no nos perdamos en la búsqueda de la gloria y la posteridad:
"¡Que desatinado es el comportamiento de los hombres! No quieren reverenciar a sus contemporáneos y a sus conciudadanos, pero pretenden en sumo grado ser alabados por los venideros, a quienes nunca han visto ni verán jamás. Es casi como si te lamentases porque tus antepasados no te hayan dedicado palabras honoríficas"
La posteridad nos recordará a Marco Aurelio y a mí por nuestra sensatez. (Y a ti por ser uno de los salvadoreños que podían recordar a Marco Aurelio, oh, Primerísimo entre los Primeros.)
Y quién quiere la posteridad, por otra parte.
POSTERIDAD: Estado, logro o situación gracias a la cual una persona se ve sujeta a ser reproducida en pósters.
Naaa.
Krisma y yo, en las últimas noches, hemos estado comentando cosas de poesía contemporánea salvadoreña. Hay gente a la que uno puede reverenciar (es decir: inclinarse ante ella) por un poema, un verso, una intención. (Igual hay otra que por lo mismo provoca bostezos o risa, pero va en gustos.) Perderse de eso por pensar en uno mismo y lo importante que es para la historia de la literatura universal es tonto. "¡Ah! ¡Van a ver a Eliot como mi precursor! ¡Neruda será sólo una referencia en mis biografías!"
Mejor escribir, ¿no? Y leer. Y decir que uno está orgulloso de conocer a gente que quién sabe si recordarán dentro de 1,900 años, pero seguro que hizo un poema que quizá valga la pena recordar de noche en noche, de aquí a antes de morirse.
Te voy a contar un secreto que ojalá no repitas. Uno de los motivos por los que me enamoré --un poco más-- de Krisma es que, cada vez que oigo cantar a los grillos en ciertas circunstancias, recuerdo los primeros versos de la segunda parte de La era del llanto. Ni siquiera tengo idea de cuáles son las circunstancias; de repente oigo a los grillos (que en El Salvador no dejan de sonar jamás, pero lo hacen de diferentes modos) y empiezo a pensar en el poema. Y, claro, al final me autorrecito lo que me acuerdo (tengo memoria pésima para la poesía) y, cuando llego a aquello de "misterio de ceniza iluminada", soy un poco más feliz. (Luego te cuento de los comentarios anónimos que me lleguen por decir lo que acabo de decir. Seguro serán enfermísimos... como la gente a la que se refiere Marco Aurelio.)
despues de leer tu comentario, y como no tengo a la mano LA Era del LLanto, busqué en Google para refrescarme los versos iniciales qeu te referis (no encontré nada asi que esperaré a llegar a la casa en la madrugada), pero encontré algo chistoso que está en este Link: http://www.bookfinder.com/dir/e3f0e6be/
quiéen será la verdadera autora?? jaja....estoy bromeando nada más dile a Krismas pero chequea la dirección que te puse.
René Figueroa
en el directorio que aparece, hay que buscar hacia abajo "La era del llanto" y ya verás..
El link directo está aquí. ¡Y aparece dos veces! Aquí está de nuevo a cuenta de Nora. Eso sí, también aparece atribuido a Krisma en una ocasión, aquí. Si la mayoría mandara, la poesía fuera una democracia y Bookdinder el padrón electoral, el libro debería ser adjudicado a Nora, por dos votos contra uno.
Si miras los ISBN y las referencias en orden, el primero (atribuido a Nora) es de la colección Nueva Palabra en su totalidad; el segundo (atribuido a Krisma), a La era del llanto, y el tercero (atribuido a Nora) a La estación de los pájaros, de Nora Méndez. Los ISBN son 99923-0-130-9, 99923-0-134-1 y 99923-0-136-8, respectivamente.
No es la primera vez que Nora aparece como autora de La era del llanto. Durante mucho tiempo estuvo así en latienda.com.sv, justo desde que salió la colección Nueva Palabra, pero lo quitaron, no sé si porque se agotó o porque alguien habrá protestado. Krisma y yo nos divertimos bastante con el error.
Una vez vi un ISBN de un libro mío que nunca publiqué, precisamente Cualquier forma de morir cuando de llamaba Maneras de morir y lo iba a lanzar Norma: ya estaba el ISBN registrado por Norma. Perdí la página porque se me cayó el navegador, y nunca lo hallé de nuevo.
En Amazon.fr, aquí, venden ejemplares usados de un libro mío que tampoco existe, Ils, que era el título que en algún momento iba a tener Terceras personas. Lo feo es que el libro que realmente se vender es La patience des rochers, de Jean-Pierre H. Tétart, a quien no tengo el gusto de conocer, con todo y que es compañero de editorial.
Esas cosas hay que tomárselas con humor, digo yo.
claro, el comentario fue producto del humor!!
No, si tú y yo nos divertimos un montón, pero no creo que a Nora le guste ser la autora de La era del llanto; creo que ha dejado bien claro que Krisma le cae mal y que su obra le parece malísima.
A mí sí me gustaría haberlo escrito, en especial la segunda parte del primer poema, y "La puerta de los suicidas". Hasta Viaje al imperio no llego; me queda grande.
Lo que esté escribiendo ahora (Krisma) no lo tengo claro aún, pero los textos que conozco me parecen en otra onda. En dos ondas diferentes, porque son dos poemarios. Hay uno en el que está planteando una manera bien maldita de cortar versos, que puede darle una interesante cantidad de significados a una sola idea, sin perder el ritmo, ni el interno ni el externo ni ninguno.
Y eso que yo me la inventé...
Ni madre. Ya venía inventada dendenantes, y se inventó solita.
Quote:
Para explicar un poco de lo que hablo, tengo mis escritores salvadoreños favoritos: en cuento, Edgar Allan Poe y Julio Cortázar; en poesía, T.S. Eliot, César Vallejo y Vicente Huidobro; en teatro, William Shakespeare, Tennessee Williams y algo de Albee; en novela, Fiodr Dostoyevski, Franza Kafka, una de Camus, todas las de Juan Rulfo (o sea una también), tres de José Saramago y cuatro de Gabriel García Márquez.
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Le recomiendo mejore su redacción, para evitar críticas.
Los escritores mencionados no son Salvadoreños. Aparte de esto, mi sugerencia es que deje el ego para evolucionar en el contenido de su blog.
Le hace falta mucha humildad.
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