De cómo dejé de tomar café en abril de 1982. Parte 2
Ahora que veo las fechas me doy cuenta de que en enero de 1981 debió llegar todo el equipo de Salpress, o antes: el día 10 comenzó la ofensiva final del FMLN, y no creo que las FPL quisieran pasársela con Benjamín, Joaquín y mi muy inestable colaboración.
Es como si se tratara de dos recuerdos diferentes: por un lado, lo de Salpress; por otro, lo de la ofensiva final, que debía triunfar antes de que Ronald Reagan tomara posesión, el 20 de enero.
Me acuerdo de que llegaban toneladas de cables de las agencias informativas. Los encargados de la información debimos ser Nicolás Doljanin --que entró a trabajar a finales de 1980-- y yo. Aunque no recuerdo bien lo de Salpress, sí recuerdo que la gente de las FPL con la que me llevaba (y no era Antonieta) estaba disciplinadamente furiosa con Cayetano Carpio porque la organización se hubiera sumado a la ofensiva, y porque se le llamara "final", algo que se inventaron el ERP y la Resistencia Nacional para subir el ánimo, o porque de verdad lo creyeron. Fue contraproducente: al fallar la ofensiva, muchos lo vieron --en especial dentro del país-- como una derrota estratégica de la guerrilla, cuando en realidad era una ofensiva fuerte, pero no la última. Aun así, rezábamos (a San Marx, ejem) para que no fallara, y en el fondo del corazón queríamos que ganara.
En septiembre de 1981, pues, me presenté a trabajar a Salpress después de hacer una serie de movimientos en mi vida. El primero, dejé la sección internacional de El día y me pasé a cultura, para tener más tiempo, menos trabajo y menos responsabilidades. En segundo, dejé la escuela de música, algo que de todas maneras haría: no iba bien con la literatura y la música al mismo tiempo. Durante un tiempo más seguiría cantando por las noches, porque el sueldo era malísimo, y los artículos y editoriales que hacía no terminaban de llenar la canasta. Y el primer día me pusieron un contacto para esa misma noche con mi responsable político. No me dijeron el nombre, y me imaginé a algún comisario muy serio y más malencarado que Antonieta. Emocionante.
El trato estaba así: estaría en Salpress de 9 de la mañana a 1 de la tarde. Me iría a casa (tenía que preparar la comida tres o cuatro veces por semana), regresaría a trabajar a El día a las cinco, cantaría en las noches. Me ofrecieron darme algo de dinero, y dije que no; mi rollo no iba por ese lado.
Tenía que hacer notas diarias, con base en la información que mandaban de Nicaragua y El Salvador (ya no era necesario copiar las cosas de los cables de agencias), un artículo semanal para El nuevo diario de Nicaragua y editaría un boletín semanal. Vendría un resumen informativo (lo elaboraría Rocío), un análisis nacional (Juan Ángel), un análisis de no sé qué (Paco Guzmán, un periodista de vieja escuela a quien le gustaba más oírse a sí mismo a que lo oyeran los demás, o sea un caso serio) y no recuerdo qué haría yo, pero era como la cuarta parte de la revista. Los materiales se harían con una máquina IBM de bolita (María y yo tipeábamos), en columnas, y luego yo los pegaría en unas hojas de couché y pondría algunas ilustraciones. Era la segunda época del boletín; en la primera se hacía en mimeógrafo, y yo más bien armaría originales mecánicos para offset y hablaría de más cosas. Bonito, pues.
Esa noche, todo bien. Mi responsable político resultó ser Ricardo Sol Arriaza, que en ese entonces era igual de raro que yo (aunque con mucha más experiencia práctica en materia conspirativa). Me dijo que nada de analizar El rebelde (el órgano de las FPL) y hacer ejercicios de proletarización, sino discutir de otras cosas, la coyuntura del país, materiales críticos, etcétera. Él estaba trabajando en ese momento en algo de los poderes populares en El Salvador, de cómo se habían planificado y se estaban armando en Chalatenango. Y hablamos de eso, y también de literatura, hasta las dos o tres de la mañana. Quedamos en vernos el sábado siguiente para nuestra primera "reunión formal", a la que se sumaría una tercera persona.
Antonieta me pidió un día de ésos que le diera una copia de mi novela, Historia del traidor, para darle una ojeada. No para discutir si servía o no, no fuera a creer, ni para ver si estaba en línea, porque los creadores necesitan de libertad, sino para ver qué estaba produciendo un salvadoreño que apenas empezaba a escribir; ella era maestra de letras, ¿recordaba? Tenía un posgrado en fonética, estudiado en España. Y muy imbécilmente se la pasé.
Pepe quería seguir discutiendo acerca de poesía, especialmente de la suya o de gente a la que conocía y que escribía incluso peor que él, y un día le dije que no me gustaba, que andaba en otra onda y que mejor de eso no habláramos mucho. Allí empezaron las primeras acusaciones de pequeñoburgués, y en serio que Pepe no parecía mucho más proletario que yo.
Las segundas llegaron cuando Antonieta leyó El traidor. Me llevó a la sala de juntas, cerró la puerta y muy seria empezó a usar un método que en alguna ocasión debió ser socrático, pero que desde que se inventaron los partidos comunistas se volvió una tortura: hacer una pregunta cualquiera, obtener una respuesta; de cualquier palabra que uno diga, hacer una pregunta como si el uso de esa palabra fuera... no sé... en ese caso, antirrevolucionario, una palabra que a Antonieta le encantaba. Y así sucesivamente, hasta que el quídam ya no supo ni de qué estaban hablando y de repente esté confesando que "objetivamente" es un enemigo, porque se salió de la ortodoxia, pero pordiosito que no sabía que eso era pecado. Detestable. Era uno de los motivos por los que no me interesaba la militancia; lo había visto demasiadas veces.
El tema era que en la Historia del traidor yo hablaba de un traidor, y no era del todo cierto: trata de un tipo que colabora con su hermano, que sí es guerrillero, lo agarran con unos materiales que había hecho para él y, para evitar la tortura, dice lo que los otros quieren y aparece en televisión confesando cosas que ni sabe. Canta al hermano y éste muere; a él le dan algo de dinero y lo mandan a la Ciudad de México. Allí empieza la novela.
Entonces trataba de alguien que colaboraba con la guerrilla y que tenía poca consistencia.
No: colaboraba con su hermano.
Ajá. Entonces lo que estás diciendo es que los militantes de la guerrilla cometen errores como encargarle trabajo a su hermano, y que éste habla a las primeras de cambio. Estás diciendo que la guerrilla no sabe escoger ni formar a sus militantes.
Y así un buen rato.
El asunto es que me "recomendó" que me deshiciera de la novela, que ni siquiera dejara copia, y que escribiera otra cosa, porque era intolerable que se aceptara que una organización como las FPL no era monolítica, que podía tener debilidades. Eso daba armas al enemigo, y no podíamos ofrecer flancos. Me entendía, porque yo no había tenido antes una formación política en una organización seria, y todavía tenía que dar pasos muy grandes hacia la proletarización para adquirir una mística revolucionaria.
Con lo que sé ahora, debí decir "Sí, gracias", irme a mi casa y no regresar. Lo que hice fue preguntarle qué era mística revolucionaria, y cómo se adquiría. Me citó el manual (que yo conocía; era bien aburrido) y le dije que no entendía eso, quizá porque no era proletario, y que no era mi intención serlo; que había nacido en efecto pequeñoburgués (muy pequeño), el primero de mi familia en nacer en la clase media, y que eso me daba orgullo. Y que mi novela era mi novela, y así se quedaba. ¿Deshacerme de ella? ¿Después de un año de trabajo? "Ni por putas", diría García Márquez.
"Pero ahora sos militante", me dijo. Y el brillo de sus ojos debió ser igual de brillante que como lo recuerdo. Me había estado persiguiendo durante meses y ahora me tenía en sus manos. Tonto yo.
No sé en qué acabó, pero hablé con Juan Ángel para preguntarle qué hacía, y me dijo que aguantara, que el modo de cambiar las cosas era desde dentro, ganando posiciones, ocupando espacios, siendo honesto, y que tarde o temprano la gente como Antonieta desaparecería.
A Ricardo sólo lo tuve dos semanas como responsable político, por varios motivos. Uno de ellos fue que Antonieta se dio cuenta de que juntar a dos pequeñoburgueses (aunque uno de ellos tuviera mucha más experiencia en asuntos revolucionarios que ella, como era el caso de Ricardo) era peligroso, sobre todo si detrás venía otro (supe quién sería el tercero del colectivo, que era de origen obrero, pero pensaba demasiado, y sigue pensando). A los días desapareció Ricardo del mapa y sólo lo vi un año después, o algo así. Lo expulsaron de la organización. El motivo era que José Ventura había publicado un libro con el título Los poderes populares en El Salvador. Era una simplificación burda y mal hecha de la investigación que a Ricardo le había llevado un año y medio. Cuando Ricardo protestó... bueno... lo acusaron de personalista, de querer que se conociera su nombre y no las acciones del pueblo, y que la organización había decidido que se publicara bajo en nombre de Pepe (no era cierto), que era un pseudónimo, lo que indicaba que Enrique Castro no quería sobresalir, sino casi sacrificarse. Feo, pero yo aún no lo sabía, y ya me tocaría en carne propia. La versión que me dio Pepe cuando salió el libro fue que lo de Ricardo había sido una investigación "de apoyo", y que él era el verdadero autor.
Paco Guzmán siempre tenía cosas más importantes que hacer que el material para el boletín (almuerzos con gente de la Federación Latinoamericana de Periodistas, reuniones con agregados de prensa de las embajadas, cafés con exiliados políticos, cosas así), y siempre lo entregaba a última hora, si no es que después de la última hora. La nota debía estar lista el viernes a mediodía, para incorporarla al boletín, que se armaba entre el lunes y martes, se entregaba el miércoles por la mañana para impresión y el viernes nos daban como 500 ejemplares, que se repartían el lunes. Casi todos entregaban sus materiales el jueves y empezaba a armar; excepto un par de veces, Paco entregaba el martes por la noche, y lo que entregaba era deprimente, porque tenía la teoría de que era capaz de hacer en quince minutos un análisis acerca de cosas de las que no tenía idea, pues tampoco es que se la pasara leyendo diarios o armando noticias, como los demás.
Resultado: varios martes a la medianoche estaba tipeando lo de Paco y luego armándolo. Y nada de decirle a Antonieta, porque yo era el responsable del boletín y debía hacer lo necesario para que estuviera a tiempo. Y tenía razón. Además, Paco tenía un trabajo muy importante, y lo que hacía era una pantalla, no podía explicarme porque era "compartimentado". Y eso ya era paja.
Un día me harté y escribí yo mismo la nota de Paco, y así la mandé. Paco entregó su nota y le dije que era demasiado tarde, que ya estaba hecho, armado y listo para irse a imprenta desde el lunes. Antonieta dijo que había que volver a armar el boletín, que lo de Paco iba, y le dije que lo hicieran ellos, porque ya estaba harto, y me fui. Eso pasó un par de semanas antes de mi juicio popular. El boletín no salió, ni esa semana ni las siguientes. Me echaron la culpa de la falla, me castigaron quitándome el boletín y me dijeron que mientras no me pusiera en orden no iba a trabajar con Salpress, que se tomaría una decisión al más alto nivel. (O sea ellos. Consulté después y resultó que nunca había salido de allí.) Ya me comunicarían cuándo iban a reunirse conmigo.
Para ese entonces ya no me necesitaban, la verdad; se habían traído a Horacio Castellanos Moya de Costa Rica para apoyar la agencia, y me parece que fue lo más acertado. Yo ya estaba cansadísimo de tanto trabajo y de tanta estupidez (ya lo contaré en la siguiente parte).
Ojo: no digo que Horacio fuera parte del pastel que me estaban cocinando, porque no lo fue. Él era un periodista y un militante que hizo lo que tenía que hacer, es decir: trabajar en una agencia de prensa haciendo trabajo periodístico.
Cuando pasó lo del boletín Paco estaba viviendo en mi casa con su familia, y allí mismo había nacido su hija. Me tocaba comprar comida para todos. Mientras mi esposa, yo y los demás veíamos qué rayos hacer de comer, porque en serio que ganaba poco, Paco se conseguía unos filetes envidiables que comía frente a nosotros. De muy mal gusto. Con lo que costaba su filete cenábamos un par de veces. Igual nos divertíamos comiendo lo que Mundo, un compañero excelente, cocinaba con lo que tuviéramos.
Retrocedo un poco.
Para armar el boletín me dieron tijeras, las plantillas donde debía poner las columnas y un bote inmenso de resistol blanco para pegarlas. Como las columnas estaban en papel bond común, si algo fallaba, la columna podía romperse y había que tipearla de nuevo. Me pasó una vez. Pedí pegamento plástico, me dijeron que no había dinero para eso y que me las arreglaba con el resistol. Al día siguiente me fui a la papelería a comprar una latita de Uhu, una brochita y asunto arreglado.
A eso de las once de la noche estaba terminando de armar el boletín y Antonieta estaba allí, en su oficina. Ella y yo solos. La pura intimidad.
Se acercó al escritorio donde yo estaba (el de Rocío, si no me equivoco; el mío estaba demasiado encerrado) y tomó dos libros que andaba leyendo: los Manifiestos Dadá, de Tristan Tzara, publicado por Tusquets, y otro con la Sonata de primavera y la Sonata de verano, de Valle Inclán, que había encontrado baratísimo en una librería de usado en Antonio Caso, frente al Sindicato de Electricistas; más un zaguán con pilas de papel usado que una librería. (El dueño era un viejo inexpresivo, muy moreno, bajito. Hace un año que fui a México lo vi todavía, imposiblemenre viejo, con muletas, igual de moreno y de inexpresivo; sentí mucha ternura; le compré cosas desde 1978 hasta que 1998, y siempre me ofrecía los libros más gordos que tenía, fueran de termodinámica o novelas en alemán. A unos pasos estaba una anciana que vendía periódicos y revistas usadas; a ella le regalaba unos años después los paquetes que me daban en Ejea. ¡Y seguía allí! Debe tener unos 100 años, y no es broma. Lo que ya no está en esa cuadra es El día, ni en el universo. Salpress tampoco.)
Antonieta tomó los libros, los ojeó, los hojeó, los blandió y me dijo: "¿Sabes lo que estás leyendo?" Le dije que sí. "Esto es literatura antirrevolucionaria."
Le dije que no tenía tiempo para discutir, porque se me iba a ir el metro y no llevaba para taxi, así que se puso a explicarme cómo las vanguardias (Dadá, el surrealismo, lo que fuera) eran "lo peor" de la literatura, que desviaban la atención de problemas más importantes, que la literatura debía ser etcétera etcétera. Luego la agarró con Valle Inclán. Ni siquiera el Tirano Banderas se salvaba, ya no se digan las Sonatas, el amor burgués y lo que fuera. Le dije que de verdad no tenía tiempo, que tenía que terminar el boletín, y que me perdonara si quiería leer las cosas antes de juzgarlas. Me advirtió que tuviera cuidado, que no dejara mis lecturas políticas (Lenin, Marx, Engels, Giap, pero especialmente Lenin), le dije que sí y le agarró por otro lado.
"¿Cómo estás pegando esas columnas?" Le contesté que como debía ser: se pone pegamento en la columna, en la plantilla, se espera a que se seque, se coloca. Si falla, se despega y se vuelve a pegar, y así al infinito. Después, lo que sobra se quita frotando con el dedo. No mancha, no hay que repetir nada, se ahorra tiempo.
"¿Y no sabés que eso es antirrevolucionario también?" Debí contener la risa, pero no pude. Creo que allí firmé mi condena de no tomar café nuevamente, porque (en serio) me dijo que estaba usando mal los recursos que el pueblo me confiaba, que con una capa de pegamento debía bastar, y que yo debía hacer las cosas bien para no cometer errores y ahorrar lo que el pueblo pagaba con sangre.
Contesté, ya recogiendo mis cosas (incluso los libros antirrevolucionarios), que la sangre era mía, porque yo lo había comprado. Retrucó: "Desde el momento en que lo trajiste, esto es del pueblo." Le dije que sí y me fui corriendo al metro.
En ese entonces estaba indignado por la estupidez de Antonieta. Ahora me doy cuanta de que era una pobre mujer sola que quería hablar, que alguien le hiciera caso, pero no sabía otro modo de lograrlo. Con sacar cualquier tema hubiera bastado, pero necesitaba ejercer su pequeño poder para sentirse segura.
Cuando regresé a El Salvador la vi de lejos y sentí náuseas. Así, orgánico el asunto. Estaba en su cubículo en el Departamento de Letras de la Universidad de El Salvador, donde habia ido a visitar a mi amigo y maestro Luis Melgar Brizuela. Supe que ella había tenido que ver con el armado del pésimo programa de licenciatura que para entonces tenía la UES (no sé ahora). Entre otras cosas, los alumnos, en toda su carrera, apenas leían un par de libros de literatura. El resto era antropología, semiótica y supongo que fonética.
Cuando llegó la doctora María Isabel Rodríguez a la rectoría (lo mejor que le pasó a la UES en muchos años) resultó que Antonieta iba como secretaria general. Se llama Margarita. El apellido que daba en México, cuando no se hacía llamar Antonieta, era Hernández, Muñoz o Muñoz Hernández. Entiendo que ahora es otro.
Le conté parte de esta historia (y de la que sigue en la siguiente parte) a la doctora, y estaba espeluznada. Le aseguré que entendía que tenía compromisos políticos y que, bueno, ella y su gente la habían apoyado, pero que no podía resistirme a decírselo. Y me contestó algo interesante: No, no la había puesto por motivos políticos, ni para pagar ninguna cuota de apoyo. "¿Entonces por qué?" "Porque estaba allí. Me la recomendaron, me pareció que funcionaría y acepté."
"Porque estaba allí." Eso define a mucha gente: a la que sabe "estar allí".
Es como si se tratara de dos recuerdos diferentes: por un lado, lo de Salpress; por otro, lo de la ofensiva final, que debía triunfar antes de que Ronald Reagan tomara posesión, el 20 de enero.
Me acuerdo de que llegaban toneladas de cables de las agencias informativas. Los encargados de la información debimos ser Nicolás Doljanin --que entró a trabajar a finales de 1980-- y yo. Aunque no recuerdo bien lo de Salpress, sí recuerdo que la gente de las FPL con la que me llevaba (y no era Antonieta) estaba disciplinadamente furiosa con Cayetano Carpio porque la organización se hubiera sumado a la ofensiva, y porque se le llamara "final", algo que se inventaron el ERP y la Resistencia Nacional para subir el ánimo, o porque de verdad lo creyeron. Fue contraproducente: al fallar la ofensiva, muchos lo vieron --en especial dentro del país-- como una derrota estratégica de la guerrilla, cuando en realidad era una ofensiva fuerte, pero no la última. Aun así, rezábamos (a San Marx, ejem) para que no fallara, y en el fondo del corazón queríamos que ganara.
En septiembre de 1981, pues, me presenté a trabajar a Salpress después de hacer una serie de movimientos en mi vida. El primero, dejé la sección internacional de El día y me pasé a cultura, para tener más tiempo, menos trabajo y menos responsabilidades. En segundo, dejé la escuela de música, algo que de todas maneras haría: no iba bien con la literatura y la música al mismo tiempo. Durante un tiempo más seguiría cantando por las noches, porque el sueldo era malísimo, y los artículos y editoriales que hacía no terminaban de llenar la canasta. Y el primer día me pusieron un contacto para esa misma noche con mi responsable político. No me dijeron el nombre, y me imaginé a algún comisario muy serio y más malencarado que Antonieta. Emocionante.
El trato estaba así: estaría en Salpress de 9 de la mañana a 1 de la tarde. Me iría a casa (tenía que preparar la comida tres o cuatro veces por semana), regresaría a trabajar a El día a las cinco, cantaría en las noches. Me ofrecieron darme algo de dinero, y dije que no; mi rollo no iba por ese lado.
Tenía que hacer notas diarias, con base en la información que mandaban de Nicaragua y El Salvador (ya no era necesario copiar las cosas de los cables de agencias), un artículo semanal para El nuevo diario de Nicaragua y editaría un boletín semanal. Vendría un resumen informativo (lo elaboraría Rocío), un análisis nacional (Juan Ángel), un análisis de no sé qué (Paco Guzmán, un periodista de vieja escuela a quien le gustaba más oírse a sí mismo a que lo oyeran los demás, o sea un caso serio) y no recuerdo qué haría yo, pero era como la cuarta parte de la revista. Los materiales se harían con una máquina IBM de bolita (María y yo tipeábamos), en columnas, y luego yo los pegaría en unas hojas de couché y pondría algunas ilustraciones. Era la segunda época del boletín; en la primera se hacía en mimeógrafo, y yo más bien armaría originales mecánicos para offset y hablaría de más cosas. Bonito, pues.
Esa noche, todo bien. Mi responsable político resultó ser Ricardo Sol Arriaza, que en ese entonces era igual de raro que yo (aunque con mucha más experiencia práctica en materia conspirativa). Me dijo que nada de analizar El rebelde (el órgano de las FPL) y hacer ejercicios de proletarización, sino discutir de otras cosas, la coyuntura del país, materiales críticos, etcétera. Él estaba trabajando en ese momento en algo de los poderes populares en El Salvador, de cómo se habían planificado y se estaban armando en Chalatenango. Y hablamos de eso, y también de literatura, hasta las dos o tres de la mañana. Quedamos en vernos el sábado siguiente para nuestra primera "reunión formal", a la que se sumaría una tercera persona.
Antonieta me pidió un día de ésos que le diera una copia de mi novela, Historia del traidor, para darle una ojeada. No para discutir si servía o no, no fuera a creer, ni para ver si estaba en línea, porque los creadores necesitan de libertad, sino para ver qué estaba produciendo un salvadoreño que apenas empezaba a escribir; ella era maestra de letras, ¿recordaba? Tenía un posgrado en fonética, estudiado en España. Y muy imbécilmente se la pasé.
Pepe quería seguir discutiendo acerca de poesía, especialmente de la suya o de gente a la que conocía y que escribía incluso peor que él, y un día le dije que no me gustaba, que andaba en otra onda y que mejor de eso no habláramos mucho. Allí empezaron las primeras acusaciones de pequeñoburgués, y en serio que Pepe no parecía mucho más proletario que yo.
Las segundas llegaron cuando Antonieta leyó El traidor. Me llevó a la sala de juntas, cerró la puerta y muy seria empezó a usar un método que en alguna ocasión debió ser socrático, pero que desde que se inventaron los partidos comunistas se volvió una tortura: hacer una pregunta cualquiera, obtener una respuesta; de cualquier palabra que uno diga, hacer una pregunta como si el uso de esa palabra fuera... no sé... en ese caso, antirrevolucionario, una palabra que a Antonieta le encantaba. Y así sucesivamente, hasta que el quídam ya no supo ni de qué estaban hablando y de repente esté confesando que "objetivamente" es un enemigo, porque se salió de la ortodoxia, pero pordiosito que no sabía que eso era pecado. Detestable. Era uno de los motivos por los que no me interesaba la militancia; lo había visto demasiadas veces.
El tema era que en la Historia del traidor yo hablaba de un traidor, y no era del todo cierto: trata de un tipo que colabora con su hermano, que sí es guerrillero, lo agarran con unos materiales que había hecho para él y, para evitar la tortura, dice lo que los otros quieren y aparece en televisión confesando cosas que ni sabe. Canta al hermano y éste muere; a él le dan algo de dinero y lo mandan a la Ciudad de México. Allí empieza la novela.
Entonces trataba de alguien que colaboraba con la guerrilla y que tenía poca consistencia.
No: colaboraba con su hermano.
Ajá. Entonces lo que estás diciendo es que los militantes de la guerrilla cometen errores como encargarle trabajo a su hermano, y que éste habla a las primeras de cambio. Estás diciendo que la guerrilla no sabe escoger ni formar a sus militantes.
Y así un buen rato.
El asunto es que me "recomendó" que me deshiciera de la novela, que ni siquiera dejara copia, y que escribiera otra cosa, porque era intolerable que se aceptara que una organización como las FPL no era monolítica, que podía tener debilidades. Eso daba armas al enemigo, y no podíamos ofrecer flancos. Me entendía, porque yo no había tenido antes una formación política en una organización seria, y todavía tenía que dar pasos muy grandes hacia la proletarización para adquirir una mística revolucionaria.
Con lo que sé ahora, debí decir "Sí, gracias", irme a mi casa y no regresar. Lo que hice fue preguntarle qué era mística revolucionaria, y cómo se adquiría. Me citó el manual (que yo conocía; era bien aburrido) y le dije que no entendía eso, quizá porque no era proletario, y que no era mi intención serlo; que había nacido en efecto pequeñoburgués (muy pequeño), el primero de mi familia en nacer en la clase media, y que eso me daba orgullo. Y que mi novela era mi novela, y así se quedaba. ¿Deshacerme de ella? ¿Después de un año de trabajo? "Ni por putas", diría García Márquez.
"Pero ahora sos militante", me dijo. Y el brillo de sus ojos debió ser igual de brillante que como lo recuerdo. Me había estado persiguiendo durante meses y ahora me tenía en sus manos. Tonto yo.
No sé en qué acabó, pero hablé con Juan Ángel para preguntarle qué hacía, y me dijo que aguantara, que el modo de cambiar las cosas era desde dentro, ganando posiciones, ocupando espacios, siendo honesto, y que tarde o temprano la gente como Antonieta desaparecería.
A Ricardo sólo lo tuve dos semanas como responsable político, por varios motivos. Uno de ellos fue que Antonieta se dio cuenta de que juntar a dos pequeñoburgueses (aunque uno de ellos tuviera mucha más experiencia en asuntos revolucionarios que ella, como era el caso de Ricardo) era peligroso, sobre todo si detrás venía otro (supe quién sería el tercero del colectivo, que era de origen obrero, pero pensaba demasiado, y sigue pensando). A los días desapareció Ricardo del mapa y sólo lo vi un año después, o algo así. Lo expulsaron de la organización. El motivo era que José Ventura había publicado un libro con el título Los poderes populares en El Salvador. Era una simplificación burda y mal hecha de la investigación que a Ricardo le había llevado un año y medio. Cuando Ricardo protestó... bueno... lo acusaron de personalista, de querer que se conociera su nombre y no las acciones del pueblo, y que la organización había decidido que se publicara bajo en nombre de Pepe (no era cierto), que era un pseudónimo, lo que indicaba que Enrique Castro no quería sobresalir, sino casi sacrificarse. Feo, pero yo aún no lo sabía, y ya me tocaría en carne propia. La versión que me dio Pepe cuando salió el libro fue que lo de Ricardo había sido una investigación "de apoyo", y que él era el verdadero autor.
Paco Guzmán siempre tenía cosas más importantes que hacer que el material para el boletín (almuerzos con gente de la Federación Latinoamericana de Periodistas, reuniones con agregados de prensa de las embajadas, cafés con exiliados políticos, cosas así), y siempre lo entregaba a última hora, si no es que después de la última hora. La nota debía estar lista el viernes a mediodía, para incorporarla al boletín, que se armaba entre el lunes y martes, se entregaba el miércoles por la mañana para impresión y el viernes nos daban como 500 ejemplares, que se repartían el lunes. Casi todos entregaban sus materiales el jueves y empezaba a armar; excepto un par de veces, Paco entregaba el martes por la noche, y lo que entregaba era deprimente, porque tenía la teoría de que era capaz de hacer en quince minutos un análisis acerca de cosas de las que no tenía idea, pues tampoco es que se la pasara leyendo diarios o armando noticias, como los demás.
Resultado: varios martes a la medianoche estaba tipeando lo de Paco y luego armándolo. Y nada de decirle a Antonieta, porque yo era el responsable del boletín y debía hacer lo necesario para que estuviera a tiempo. Y tenía razón. Además, Paco tenía un trabajo muy importante, y lo que hacía era una pantalla, no podía explicarme porque era "compartimentado". Y eso ya era paja.
Un día me harté y escribí yo mismo la nota de Paco, y así la mandé. Paco entregó su nota y le dije que era demasiado tarde, que ya estaba hecho, armado y listo para irse a imprenta desde el lunes. Antonieta dijo que había que volver a armar el boletín, que lo de Paco iba, y le dije que lo hicieran ellos, porque ya estaba harto, y me fui. Eso pasó un par de semanas antes de mi juicio popular. El boletín no salió, ni esa semana ni las siguientes. Me echaron la culpa de la falla, me castigaron quitándome el boletín y me dijeron que mientras no me pusiera en orden no iba a trabajar con Salpress, que se tomaría una decisión al más alto nivel. (O sea ellos. Consulté después y resultó que nunca había salido de allí.) Ya me comunicarían cuándo iban a reunirse conmigo.
Para ese entonces ya no me necesitaban, la verdad; se habían traído a Horacio Castellanos Moya de Costa Rica para apoyar la agencia, y me parece que fue lo más acertado. Yo ya estaba cansadísimo de tanto trabajo y de tanta estupidez (ya lo contaré en la siguiente parte).
Ojo: no digo que Horacio fuera parte del pastel que me estaban cocinando, porque no lo fue. Él era un periodista y un militante que hizo lo que tenía que hacer, es decir: trabajar en una agencia de prensa haciendo trabajo periodístico.
Cuando pasó lo del boletín Paco estaba viviendo en mi casa con su familia, y allí mismo había nacido su hija. Me tocaba comprar comida para todos. Mientras mi esposa, yo y los demás veíamos qué rayos hacer de comer, porque en serio que ganaba poco, Paco se conseguía unos filetes envidiables que comía frente a nosotros. De muy mal gusto. Con lo que costaba su filete cenábamos un par de veces. Igual nos divertíamos comiendo lo que Mundo, un compañero excelente, cocinaba con lo que tuviéramos.
Retrocedo un poco.
Para armar el boletín me dieron tijeras, las plantillas donde debía poner las columnas y un bote inmenso de resistol blanco para pegarlas. Como las columnas estaban en papel bond común, si algo fallaba, la columna podía romperse y había que tipearla de nuevo. Me pasó una vez. Pedí pegamento plástico, me dijeron que no había dinero para eso y que me las arreglaba con el resistol. Al día siguiente me fui a la papelería a comprar una latita de Uhu, una brochita y asunto arreglado.
A eso de las once de la noche estaba terminando de armar el boletín y Antonieta estaba allí, en su oficina. Ella y yo solos. La pura intimidad.
Se acercó al escritorio donde yo estaba (el de Rocío, si no me equivoco; el mío estaba demasiado encerrado) y tomó dos libros que andaba leyendo: los Manifiestos Dadá, de Tristan Tzara, publicado por Tusquets, y otro con la Sonata de primavera y la Sonata de verano, de Valle Inclán, que había encontrado baratísimo en una librería de usado en Antonio Caso, frente al Sindicato de Electricistas; más un zaguán con pilas de papel usado que una librería. (El dueño era un viejo inexpresivo, muy moreno, bajito. Hace un año que fui a México lo vi todavía, imposiblemenre viejo, con muletas, igual de moreno y de inexpresivo; sentí mucha ternura; le compré cosas desde 1978 hasta que 1998, y siempre me ofrecía los libros más gordos que tenía, fueran de termodinámica o novelas en alemán. A unos pasos estaba una anciana que vendía periódicos y revistas usadas; a ella le regalaba unos años después los paquetes que me daban en Ejea. ¡Y seguía allí! Debe tener unos 100 años, y no es broma. Lo que ya no está en esa cuadra es El día, ni en el universo. Salpress tampoco.)
Antonieta tomó los libros, los ojeó, los hojeó, los blandió y me dijo: "¿Sabes lo que estás leyendo?" Le dije que sí. "Esto es literatura antirrevolucionaria."
Le dije que no tenía tiempo para discutir, porque se me iba a ir el metro y no llevaba para taxi, así que se puso a explicarme cómo las vanguardias (Dadá, el surrealismo, lo que fuera) eran "lo peor" de la literatura, que desviaban la atención de problemas más importantes, que la literatura debía ser etcétera etcétera. Luego la agarró con Valle Inclán. Ni siquiera el Tirano Banderas se salvaba, ya no se digan las Sonatas, el amor burgués y lo que fuera. Le dije que de verdad no tenía tiempo, que tenía que terminar el boletín, y que me perdonara si quiería leer las cosas antes de juzgarlas. Me advirtió que tuviera cuidado, que no dejara mis lecturas políticas (Lenin, Marx, Engels, Giap, pero especialmente Lenin), le dije que sí y le agarró por otro lado.
"¿Cómo estás pegando esas columnas?" Le contesté que como debía ser: se pone pegamento en la columna, en la plantilla, se espera a que se seque, se coloca. Si falla, se despega y se vuelve a pegar, y así al infinito. Después, lo que sobra se quita frotando con el dedo. No mancha, no hay que repetir nada, se ahorra tiempo.
"¿Y no sabés que eso es antirrevolucionario también?" Debí contener la risa, pero no pude. Creo que allí firmé mi condena de no tomar café nuevamente, porque (en serio) me dijo que estaba usando mal los recursos que el pueblo me confiaba, que con una capa de pegamento debía bastar, y que yo debía hacer las cosas bien para no cometer errores y ahorrar lo que el pueblo pagaba con sangre.
Contesté, ya recogiendo mis cosas (incluso los libros antirrevolucionarios), que la sangre era mía, porque yo lo había comprado. Retrucó: "Desde el momento en que lo trajiste, esto es del pueblo." Le dije que sí y me fui corriendo al metro.
En ese entonces estaba indignado por la estupidez de Antonieta. Ahora me doy cuanta de que era una pobre mujer sola que quería hablar, que alguien le hiciera caso, pero no sabía otro modo de lograrlo. Con sacar cualquier tema hubiera bastado, pero necesitaba ejercer su pequeño poder para sentirse segura.
Cuando regresé a El Salvador la vi de lejos y sentí náuseas. Así, orgánico el asunto. Estaba en su cubículo en el Departamento de Letras de la Universidad de El Salvador, donde habia ido a visitar a mi amigo y maestro Luis Melgar Brizuela. Supe que ella había tenido que ver con el armado del pésimo programa de licenciatura que para entonces tenía la UES (no sé ahora). Entre otras cosas, los alumnos, en toda su carrera, apenas leían un par de libros de literatura. El resto era antropología, semiótica y supongo que fonética.
Cuando llegó la doctora María Isabel Rodríguez a la rectoría (lo mejor que le pasó a la UES en muchos años) resultó que Antonieta iba como secretaria general. Se llama Margarita. El apellido que daba en México, cuando no se hacía llamar Antonieta, era Hernández, Muñoz o Muñoz Hernández. Entiendo que ahora es otro.
Le conté parte de esta historia (y de la que sigue en la siguiente parte) a la doctora, y estaba espeluznada. Le aseguré que entendía que tenía compromisos políticos y que, bueno, ella y su gente la habían apoyado, pero que no podía resistirme a decírselo. Y me contestó algo interesante: No, no la había puesto por motivos políticos, ni para pagar ninguna cuota de apoyo. "¿Entonces por qué?" "Porque estaba allí. Me la recomendaron, me pareció que funcionaría y acepté."
"Porque estaba allí." Eso define a mucha gente: a la que sabe "estar allí".
4 comentarios:
Cuando leí la nota y llegué a la parte del pegamento pense: "¿cómo está eso del pegamento antirrevolucionario? Así debería llamarse algún blog".
Luego entendí que lo anti era el método que utilizabas. Sólo recordé algunas exquisiteces soviéticas, como la búsqueda de una "biología socialista". ¡¿Cómo rayos se puede hacer eso?!
No sólo buscaban una "biología socialista", sino que declararon la genética como una "ciencia burguesa".
Todavía hay lugares donde pasan esas cosas, cómo no.
Revolucionario y antirecolucionario. Apócrifo y Canónico. ¿Serán simplemente palabras distintas para definir actitudes similares?
"Probrecita" ella. Mientras a los otros les costaba sangre el pegamento, ella hacía retórica sobre lo que debía ser o no revolucionario.
Triste eso del poder. Ya escribiré sobre eso muy pronto.
Fíjate que me recuerda a los críticos y a los sacerdotes: ellos no se manchan las manos intentando nada nuevo, pero juzgan si los otros hicieron bien o mal lo que ellos no pueden o no se atreven. Si uno no se arriesga a vivir, seguro no se divertirá, pero al menos morirá con la certeza de que no cometió errores. Excepto, claro, el de ser un pobre de espíritu, lo que para muchos es un ideal.
(Creo que voy a ponerme a escribir sobre otras cosas. No me hace bien ponerme amargoso.)
A propósito de curas, ¿crees que aprueben los matrimonios de algunos curas con algunos menores de edad? Saldría más barato que pagar las indemnizaciones que han tenido que pagar en Estados Unidos... aunque menos que las consecuencias que ha tenido en otros países. Igual los padres del niño tendrían que dar su autorización, e igual no se permitiría casarse a menores de catorce años.
Y a propósito de críticos: ¿qué pasaría si nos condenaran, para demostrarnos su valía, a pasarnos un día sin ellos? O una semana, para que sea peor. O un mes, para que incluya las revistas mensuales. Algo así como lo que acaban de hacer de "un día sin latinos". No creo que quiebre McDonald's o los medios de comunicación, pero igual estoy siendo parcial.
Publicar un comentario