1979. Diciembre
Por allí del 15 o 16 de noviembre de 1979 mi padre vino a El Salvador, aprovechando la apertura que había prometido la Junta Revolucionaria de Gobierno. La idea era pasar la navidad con la familia y regresar a México el 26, para estar con nosotros el año nuevo.
Bajó del avión y lo estaba esperando gente de la universidad, muy formal el asunto con el señor ex rector, y algunos cientos de estudiantes afuera y en las pistas. Después de un par de discursos, algunos jóvenes empezaron a hacer torres humanas y a pintar el aeropuerto (todavía el de Ilopango) con leyendas del Bloque Popular Revolucionario. Un montón de guardias los veía desde no muy lejos, y no creo que de buen humor. Pero como había apertura, pues había apertura, y ya verían cómo repintarlo, supongo.
(Mi padre me decía: "Lo que me daba miedo era que me cobraran la pintura. El sueldo no me alcanzaba para tanto." Más o menos la misma lógica que cuando le pregunté, siendo niño, por qué el capitán se hundía con el barco: "Porque se lo cobran. Imaginate lo que cuesta un barco...")
De regreso a San Salvador la manifestación se fue haciendo más y más grande, más bulliciosa y con más pintas del BPR. Lo llevaron a la universidad, más discursos, una comida y... todos empezaron a irse, y nadie se acordaba de que, ejem, le habían ofrecido protección, porque una cosa era que hubiera apertura y otra cosa que se la creyera. Estaba con la abuela Mina, a seis cuadras de la UES, pero igual no le gustaba la idea de caminar por los lugares por los que habían matado a un montón de gente, el rector Alfaro Castillo incluido. (Unos meses después asesinarían a Félix Ulloa, también rector.) Por fin aparecieron los que lo iban a cuidar y le prestaron un carro de la rectoría para que lo llevara a donde necesitara. (No sé si fuera usar fondos públicos para cuestiones personales, y veintisiete años después no creo que nadie quiera demandar a un señor que ya se murió. Sólo cuento lo que pasó.)
Se dedicó sobre todo a visitar a la familia, a varios amigos y dar algunas pláticas aquí y allá. En la foto aparece en la casa del tío Jaime Olivo, primo suyo (en realidad, y más bien, su hermano menor), creo que ya con unos tragos dentro. El propio tío Jaime me regaló la foto.
El asunto es que la casa donde vivía la abuela Mina se convirtió en el centro de un montón de inseguridad. Había carros de policía por todos lados, desde patrullas y vehículos civiles hasta algunos de gente... eh... un poco más a la izquierda que ellos, sin contar a los de a pie, de ambos bandos, y algunos que se peleaban los edificios para vigilar desde allí, supongo que con algo más que walkie-talkies. Y mi padre regresaba a casa a las dos o tres de la mañana, y la abuela histérica: un estornudo y aquello se convertía en una balacera épica. Así que el 22 de diciembre por la noche estaba esperándolo y le dijo: "Te vas mañana. Aquí está el pasaje. No aguanto ni un día más. Vas a pasar la navidad con tu familia." Y mi padre dijo sí, lo llevaron al aeropuerto y en el momento no le cobraron la pintura.
El 26 de diciembre, el día en que se suponía que iba a regresar, me llegó al periódico un cable que le llevé a mi padre; él hizo como que no le importaba, pero estoy seguro de que lo asustó: una bomba detonó en el carro en que lo habían llevado de un lado a otro, el de la rectoría, más o menos a la hora en que tenía que ir al aeropuerto. Después de todo lo de a pintura había sido importante.
Hay algo que me impresiona de esa foto: mi padre tenía entonces 44 años, casi 45, menos de los 46 que tengo ahora, o sea que podría ser mi hermano menor si no fuera mi padre, pinche dialéctica. Me recuerda un relato, creo que de Camus, en el que un hombre ya mayor va a la tumba de su padre, que murió en la Primera Guerra, y se da cuenta de que allí abajo hay los huesos de un chavo de diecinueve años, tres veces menor que él.
Todavía no soy tan viejo como para entrar en contradicciones, pero sé algo: fue rector a los 35 años, y tengo once más que eso. Hay cosas que ahora entiendo como los hechos de alguien terriblemente inteligente, pero aún inmaduro en más de un aspecto, y me desconcierta: sólo puedo verlo como una persona grande, "adulta", y me cuesta no verme, cuando recuerdo eso, como un chavo de 12 años.
Mi hija tiene ahora 18 años, y va a cumplir 19. A esa edad ya tenía un hijo para quien era todo un adulto... y él tiene ya 28 años. Y mi hijo tiene la edad que yo tenía cuando nació Eunice. Y entre los dos tienen mi edad actual.
No sé si pueda dormir bien; los números me confunden.
2 comentarios:
Tu padre siempre me daba cita en la oficina, platicábamos, me llevaba a la bodega para regalarme unos cuantos libros recién publicados y me invitaba a almorzar a un restaurante argentino (cuando la oficina estaba por la Luz) y peruano cuando se pasó a Los Yoses (nunca restaurantes franceses con flanes con cognac, fijate.) Sólo una vez estuve en su casa, y tu madre hizo un pozole que sigue siendo mi brújula en términos de pozoles, un poco el equivalente de las pastas boloñesas de Alain (que por cierto no probé): un mito. Por esto, al mismo tiempo me emociona ver fotos de él (me dan ganas de saludarlo) y me parece chistoso verlo en circunstancias informales que no llegué a conocer. Es bonito.
Otra vez Flacso está por La Luz; lo que ya no está es La Luz. Te dicen: "De la antigua pulpería La Luz, cien varas a donde sea." Está como a cien varas no sé para dónde del Farolito. Nunca lo vi allí, por cierto; cuando llegue´a Costa Rica hacía más de seis meses que no trabajaba en Flacso, y no salí de México desde 1976 hasta 1998.
Cuando él vivía en México, mi padre no entendía por qué, en Costa Rica o El Salvador o en Francia, lo invitaban a comer a restaurantes de comida mexicana, e insistían en que pidiera tacos que indefectiblemente serían... uh... otra cosa, si no malos. Pero como era bien educado se los comía y después se iba a comer pasta o gallo pinto o algo. Me imagino que no quiso hacerte pasar por esas cosas.
El pozole de mi madre es bueno, pero tiene un defecto: poca grasa. El chiste del pozole es la grasa. Un buen hueso para sopa y ya puedes echarle lo light que quieras.
Y es una pena que no lo conocieras más informal. Era un desmadre. De por sí tenía buen sentido del humor, pero cuando se quitaba el traje se desataba. No que se pusiera a brincar en un pie mientras se comía una hoja de apio y cantaba La Marsellesa (su francés era malísimo), pero sí era de carcajearse durante horas.
Bue... En una de ésas nos reunimos los tres alguna vez y platicamos de cosas que nunca platicamos juntos.
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