Algunos actores y sus cosas
Llegamos a México el 5 de enero de 1976, a la ciudad de Puebla, y nos quedamos cuatro o cinco días en casa de Luis Arévalo, quien había sido fiscal de la Universidad de El Salvador cuando mi padre era rector; ambos fueron exiliados el 22 de julio de 1972, a Nicaragua y luego a Costa Rica, y Luis agarró camino a México.
En Puebla pesqué una neumonía doble bastante severa, que se declaró cuando llegamos a Satélite, a las puertas del Distrito Federal, a casa de Arturo Olvera, el gran amigo de mi padre. Lo peor de la neumonía duró cuatro o cinco días, con temperaturas que llegaron a los 42 grados, aliviadas con hielo y una cantidad indecente de pastillas.
La primera noche de fiebres se me ocurrió, en el delirio, que quería salir a la calle a caminar, y el clima estaba a seis o siete bajo cero, una temperatura bastante severa para alguien que acaba de llegar del trópico. Mi madre y Martita me jalaron de los brazos, tratando de regresarme al cuarto, y las arrastré por las escaleras sin siquiera darme cuenta de que estaban allí, y lo mismo a Arturo y a mi padre. Éste al fin logró llamar mi atención y se puso a razonar conmigo, justo cuando abrí la puerta y la cara se me quemó del frío, con todo y que estaba sudando bien y bonito. Más o menos recuerdo que me dijo que me fuera a poner un suéter antes de salir y, en el camino al cuarto, me convenció de que el mejor modo de quitarme el frío era ponerme hielo y frotarme los pies y el pecho con alcohol, y estuve de acuerdo. En su momento me pareció lógico.
Rebajé algo así como 25 libras en esos cuatro o cinco días, y me pasé tres semanas comiendo como beduino en vacaciones y tratando de caminar o de agarrar cualquier cosa sin que me temblara todo. Una debilidad horrible. Perdí una parte del sentido del olfato --además de la compostura--; el médico dijo que era una secuela de las fiebres. Y el médico que me atendió, además, no era un especialista en cosas respiratorias, sino un psiquiatra guatemalteco, amigo de un amigo de mi padre. Me curó, es cierto, pero no dejo de ponerme nervioso cuando lo recuerdo.
Como sea, la primera semana de febrero nos pasamos a un departamento que mi madre consiguió a precio razonable en la colonia Roma, en el número 113 de la calle de Córdova, casi esquina con Álvaro Obregón. Mientras terminaba de recuperarme de la neumonía, y antes de entrar a estudiar en el Colegio de Ciencias y Humanidades, plantel sur (donde iba la hija del psiquiatra que me había curado), me sentaba en la amplia ventana de mi cuarto a ver pasar el tiempo... y no solamente: en el edificio de enfrente vi a una muchacha de mi edad (dieciséis años) que me puso a temblar más que la neumonía, y que sería mi primera esposa. En ese edificio, en ese departamento, había una cantidad ingente de muchachas jóvenes que se parecían muchísimo; eran como seis o siete hermanas que vivían allí, sin contar a tres o cuatro hermanos y algunos sobrinos. Un montón de gente, pues. Pero no es el tema de este post.
Pasó la neumonía, entré al CCH y empecé a vivir lo que vive cualquier estudiante en la ciudad de México, y lo que se vivía en un edificio de departamentos. Dos o tres tardes a la semana se oía a una soprano hacer escalas en el quinto piso, y al que tocaba el piano dándole instrucciones. Siempre las mismas escalas, siempre a la misma hora. No era molesto; más bien tendía a adormecerme. Nunca supe quién era la cantante, aunque seguramente la vi más de una vez en los dos años y medio que vivimos allí. Sospecho que era una señora muy delgada con un mechón blanco en el cabello.
Del quinto piso (nosotros vivíamos en el tercero) bajaban dos mujeres que parecían copias de sí mismas, a las que sólo se distinguía porque una tenía el pelo rubio y la otra castaño. Medían cerca de 1.80 de estatura y, cuando hablaban, lo hacían con voz muy fuerte, un acento muy marcado y pronunciaban la "ch" como "sh". Después averiguaría que eran las hermanas Alicia Encinas y Carmelina Encinas, actrices, que hablaban así porque eran de Chihuahua y que aparecían en películas y programas de televisión. Me tocó verlas en la tele, en efecto, y me daba tanto gusto que un par de veces las saludé y les sonreí en la calle. Jamás me contestaron ni parecieron verme, y decidí corresponder su modo de ignorarme.
En el cuarto piso había otras hermanas, tres, que se parecían mucho, aunque una era evidentemente mayor que las otras, y una mamá que vivía con ellas era evidentemente su mamá, porque tenía el mismo estilo y hasta la misma forma de cabello. Una de ellas (creo que la segunda, que andaría en los veintialgo de años) tenía un hijo muy seriecito que siempre andaba bien vestido. Eran de apellido España, y hasta sospecharía que la mediana era Rosalinda España, también actriz. En su departamento se armaban unas fiestas escandalosas, tanto que un día una de las hermanas (no recuerdo si eran dos o tres) llegó una mañana a casa, a tocar lo más fuerte que pudo, todavía bajo los efectos del alcohol, y preguntó "por el doctor". Salió mi padre y ella le dijo que su hermana se estaba muriendo, que fuera a verla, que le pagaba la consulta. Mi padre le dijo que con gusto subía, pero que era doctor en economía y no le garantizaba nada. La otra no oyó razones y lo jaló al cuarto piso, y yo me fui detrás porque vi la cara de indefensión de mi padre. Se metió a la recámara de la casi muerta, me quedé en la puerta, y salió en unos segundos.
--Su hermana no se está muriendo. Está cruda. Cómprele un par de cervezas y que coma hasta que se sienta bien, y después que duerma.
La mujer se moría de gratitud, pero después ya no volvió a saludarnos, ni tampoco la casi muerta, ni la menor; más bien veían para otro lado y hacían como que no entrábamos en su ángulo de visión. Las Encinas en efecto no nos veían; punto a su favor. La mamá de las España sí; era una señora bastante amable.
Y el premio mayor: en el quinto piso también vivía, y lo vi varias veces desde lejos, siempre con su esposa, el cómico cubano Óscar Ortiz de Pinedo, que aparecía en un montón de películas, y recordaba en especial las de Tin Tan. Era un tipo alto, muy serio, con trajes un tanto pasados de moda, que le quedaban elegantes. No sé por qué, pero nunca había estado a menos de diez metros de él, con todo y que vivíamos en el mismo edificio.
Como había que conocer gente, conocí a gente de mi edad, que me ayudó a entender ese lenguaje incomprensible de los defeños y un poco de cómo funcionaba la vida en una ciudad de ese tamaño. Entre ellos estaba Juan, que vivía en otro edificio frente al nuestro, al lado del que tenía el departamento con el montón de muchachas igualitas.
Una tarde o un sábado o no sé cuándo estába con Juan, sentado justo en la puerta del edificio, platicando tonterías de adolescente; nada insano, nada de escándalos, sólo platicando. Y en eso aparece un taxi, se para frente al edificio y de él bajan don Óscar Ortiz de Pinedo y su esposa. Me emocioné, claro, porque lo tendría cerca, y quizá hasta me contestara el saludo. Y cómo no me iba a contestar, con ese humor que siempre le había visto en las películas.
Juan y yo nos hicimos a un lado para que pasaran, yo les sonreí y les dije "Buenas tardes" o "Buenos días" o lo adecuado para la hora. Que no contestaran no me molestó, porque había un montón de gente de cine en el edificio y ya estaba acostumbrado. Lo que me desconcertó fue que, cuando hubieron pasado, sentí un golpe en la espalda. No entendí y, antes de que me volviera, sentí otro. No muy fuerte; apenas como si me estuvieran empujando. Era don Óscar, parado detrás de mí, dándome con su maleta, con una cara de enojo sagrado que no se me olvida treinta años después.
--¿Qué pasa? --le pregunté, y no lo estaba retando; nomás le preguntaba si pasaba algo malo o si estaba obstruyendo el paso o algo.
--Ustedes los jóvenes son todos iguales --me dijo--. Son vagos, marihuaneros, se la pasan agrediendo a la gente --y así durante un rato.
--Perdón, pero no lo he molestado.
--Yo los he visto aquí enfrente emborrachándose y fumando marihuana --había en efecto un grupo de borrachos frente a la casa, pero yo no tenía nada que ver con ellos; soy abstemio absoluto desde el día de mi concepción, y la droga más fuerte que me he metido son las pastillas contra la migraña--, y después gritan y se pelean y molestan a los viejos y a las muchachas.
Alzó la maleta y estuvo a punto de descargarme otro golpe.
--Mejor no lo haga --le dije, y allí sí ya estaba enojado.
--¿Ven? Eso es lo que les digo --y siguió con la letanía; su esposa, con gesto reprobador, nos miraba un par de metros más allá, pero no habló, y más bien pareció que apoyaba a su esposo porque era su esposo, no porque estuviera de acuerdo con la rabieta.
--Yo le rompo la madre a este cabrón --dijo Juan, y se levantó.
Me lavante también y lo detuve.
--Disculpe si lo ofendimos --le dije a don Óscar, y jalé a Juan hacia otro lado, aunque no dejó de insultar al viejo, ni el viejo a nosotros.
Don Óscar murió un par de años después, pero ya no vivía yo allí, sino en Coyoacán, en el número 6 de la calle de Eleuterio Méndez. Su esposa moriría en los ochenta, en un atentado terrorista en un aeropuerto, creo que en Italia, y creo que el atentado era de un grupo palestino.
A Eleuterio Méndez se pasó, un tiempo después, la sede del Sindicato de Actores Independientes (SAI), una escisión de la poderosa Asociación Nacional de Actores (ANDA).
Como mi esposa y yo teníamos diecinueve o veinte años, en mis días de descanso a veces nos poníamos a jugar volibol en el pasaje junto con otros vecinos. Poníamos una red entre dos postes (¡sí!, ¡teníamos una red!) y listo, a darle. Cuando llegaban los actores en sus carros, dejábamos de jugar, ellos pasaban al fondo del pasaje y todos felices, porque nos preocupábamos de no dañar los carros, incluido del de Claudio Brook, una carcacha que hacía ruido por todas partes. Don Claudio siempre nos saludaba, muy amable y serio, estacionaba su carro y, si no había espacio en otro lugar que donde estábamos jugando, nos pedía disculpas y listo, dejábamos de jugar. Los otros actores en general eran así también.
Hasta una tarde en que el callejón estaba casi vacío y el carro de don Claudio estaba estacionado lejos, cerca de la puerta del SAI, donde no le llegaban los pelotazos. (Ahora, por cierto, el local es de la Escuela de Escritores de la Sociedad General de Escritores Mexicanos.) Y llega un carro, se estaciona debajo de la red y de él sale ni más ni menos que Enrique Lizalde. Emocionante: lo primero que vimos en casa (la veía mi madre, y yo de metiche con mis siete años) cuando compramos una televisión fue la telenovela Corazón salvaje, en la que él la hacía de Juan del Diablo y Julissa de monja enamorada. "Televisión" y "Enrique Lizalde" eran para mí algo muy cercano.
Y, claro, nos acercamos a él y le pedimos que moviera un poco el carro hacia el fondo, para que pudiéramos seguir jugando. Y él nos dijo, con ese vozarrón suyo, que él estacionaba el carro donde se le pegaba la gana, que no lo iba a mover y que ay de nosotros si le dábamos un pelotazo. Igual tratamos de razonar: mire, el callejón está vacío, si lo pone allá le queda la puerta más cerca, háganos el favor. Y empezó a tratarnos de vagos y a decirnos cosas bien feítas.
Uno de los chavos le dijo que se calmara, que éramos vecinos, y a Lizalde le entró por el lado violento y dijo que no nos tenía miedo, que él sabía karate y que podía contra todos juntos.
--Con todo y karate te rompo tu madre --le dijo uno de los chavos.
Lo detuvimos y Lizalde se fue al SAI tratando de mantener la dignidad. El chavo agarró la pelota (¡sí!, ¡era de volibol!, lo único que no teníamos era cancha) y la aventó un par de veces contra el carro. Y se acabó la diversión y nos sentamos en la banqueta a rumiar la frustración.
En ésas estábamos cuando aparecieron no sólo Lizalde, sino tres o cuatro actores más, de los que aparecían en telenovelas haciéndola de galanes, y venían por bronca. Lizalde revisó el carro, vio los pelotazos (no se abolló nada; nomás se ensució un poco de polvo) y se lanzó junto con los otros a tratar de golpearnos. Y nos levantamos hombres y mujeres (me ex pelea bastante bien) y los rodeamos y les preguntamos si estaban seguros de lo que querían. Antes de que contestaran apareció don Claudio Brook y nos dijo que nos detuviéramos. Y nos detuvimos, y ellos también.
--¿Qué estás haciendo, Enrique? --le dijo--. ¿Qué te cuesta adelantar el coche para que los muchachos jueguen?
Y Lizalde se puso a decirle de cómo lo habíamos agredido, que le iba a salir carísimo reparar el carro porque lo habíamos rayado y abollado y qué sé yo.
--No se metan en problemas, muchachos --nos dijo--. Váyanse a sus casa. Yo voy a hablar con él.
Y nos fuimos, y los otros actores --más o menos de la edad de Lizalde, o sea ya cuarentones-- nos vieron con aire de triunfo, y Lizalde todavía alcanzó a darnos un par de gritos. Y se acabó el volibol por ese día.
Después, cuando llegaba al SAI, Lizalde pasaba de largo con su carro lo más al fondo que podía, y claro que no nos miraba, pero tampoco se repitió la escena. Don Claudio, como siempre, siguió saludándonos, y cuando lo veo en alguna película me acuerdo de su carro viejo y destartalado, al que él se parecía tanto.
Si no la han visto, no se pierdan El castillo de la pureza, en la que hace el papel principal. Tiene cosas sensacionales.
En Puebla pesqué una neumonía doble bastante severa, que se declaró cuando llegamos a Satélite, a las puertas del Distrito Federal, a casa de Arturo Olvera, el gran amigo de mi padre. Lo peor de la neumonía duró cuatro o cinco días, con temperaturas que llegaron a los 42 grados, aliviadas con hielo y una cantidad indecente de pastillas.
La primera noche de fiebres se me ocurrió, en el delirio, que quería salir a la calle a caminar, y el clima estaba a seis o siete bajo cero, una temperatura bastante severa para alguien que acaba de llegar del trópico. Mi madre y Martita me jalaron de los brazos, tratando de regresarme al cuarto, y las arrastré por las escaleras sin siquiera darme cuenta de que estaban allí, y lo mismo a Arturo y a mi padre. Éste al fin logró llamar mi atención y se puso a razonar conmigo, justo cuando abrí la puerta y la cara se me quemó del frío, con todo y que estaba sudando bien y bonito. Más o menos recuerdo que me dijo que me fuera a poner un suéter antes de salir y, en el camino al cuarto, me convenció de que el mejor modo de quitarme el frío era ponerme hielo y frotarme los pies y el pecho con alcohol, y estuve de acuerdo. En su momento me pareció lógico.
Rebajé algo así como 25 libras en esos cuatro o cinco días, y me pasé tres semanas comiendo como beduino en vacaciones y tratando de caminar o de agarrar cualquier cosa sin que me temblara todo. Una debilidad horrible. Perdí una parte del sentido del olfato --además de la compostura--; el médico dijo que era una secuela de las fiebres. Y el médico que me atendió, además, no era un especialista en cosas respiratorias, sino un psiquiatra guatemalteco, amigo de un amigo de mi padre. Me curó, es cierto, pero no dejo de ponerme nervioso cuando lo recuerdo.
Como sea, la primera semana de febrero nos pasamos a un departamento que mi madre consiguió a precio razonable en la colonia Roma, en el número 113 de la calle de Córdova, casi esquina con Álvaro Obregón. Mientras terminaba de recuperarme de la neumonía, y antes de entrar a estudiar en el Colegio de Ciencias y Humanidades, plantel sur (donde iba la hija del psiquiatra que me había curado), me sentaba en la amplia ventana de mi cuarto a ver pasar el tiempo... y no solamente: en el edificio de enfrente vi a una muchacha de mi edad (dieciséis años) que me puso a temblar más que la neumonía, y que sería mi primera esposa. En ese edificio, en ese departamento, había una cantidad ingente de muchachas jóvenes que se parecían muchísimo; eran como seis o siete hermanas que vivían allí, sin contar a tres o cuatro hermanos y algunos sobrinos. Un montón de gente, pues. Pero no es el tema de este post.
Pasó la neumonía, entré al CCH y empecé a vivir lo que vive cualquier estudiante en la ciudad de México, y lo que se vivía en un edificio de departamentos. Dos o tres tardes a la semana se oía a una soprano hacer escalas en el quinto piso, y al que tocaba el piano dándole instrucciones. Siempre las mismas escalas, siempre a la misma hora. No era molesto; más bien tendía a adormecerme. Nunca supe quién era la cantante, aunque seguramente la vi más de una vez en los dos años y medio que vivimos allí. Sospecho que era una señora muy delgada con un mechón blanco en el cabello.
Del quinto piso (nosotros vivíamos en el tercero) bajaban dos mujeres que parecían copias de sí mismas, a las que sólo se distinguía porque una tenía el pelo rubio y la otra castaño. Medían cerca de 1.80 de estatura y, cuando hablaban, lo hacían con voz muy fuerte, un acento muy marcado y pronunciaban la "ch" como "sh". Después averiguaría que eran las hermanas Alicia Encinas y Carmelina Encinas, actrices, que hablaban así porque eran de Chihuahua y que aparecían en películas y programas de televisión. Me tocó verlas en la tele, en efecto, y me daba tanto gusto que un par de veces las saludé y les sonreí en la calle. Jamás me contestaron ni parecieron verme, y decidí corresponder su modo de ignorarme.
En el cuarto piso había otras hermanas, tres, que se parecían mucho, aunque una era evidentemente mayor que las otras, y una mamá que vivía con ellas era evidentemente su mamá, porque tenía el mismo estilo y hasta la misma forma de cabello. Una de ellas (creo que la segunda, que andaría en los veintialgo de años) tenía un hijo muy seriecito que siempre andaba bien vestido. Eran de apellido España, y hasta sospecharía que la mediana era Rosalinda España, también actriz. En su departamento se armaban unas fiestas escandalosas, tanto que un día una de las hermanas (no recuerdo si eran dos o tres) llegó una mañana a casa, a tocar lo más fuerte que pudo, todavía bajo los efectos del alcohol, y preguntó "por el doctor". Salió mi padre y ella le dijo que su hermana se estaba muriendo, que fuera a verla, que le pagaba la consulta. Mi padre le dijo que con gusto subía, pero que era doctor en economía y no le garantizaba nada. La otra no oyó razones y lo jaló al cuarto piso, y yo me fui detrás porque vi la cara de indefensión de mi padre. Se metió a la recámara de la casi muerta, me quedé en la puerta, y salió en unos segundos.
--Su hermana no se está muriendo. Está cruda. Cómprele un par de cervezas y que coma hasta que se sienta bien, y después que duerma.
La mujer se moría de gratitud, pero después ya no volvió a saludarnos, ni tampoco la casi muerta, ni la menor; más bien veían para otro lado y hacían como que no entrábamos en su ángulo de visión. Las Encinas en efecto no nos veían; punto a su favor. La mamá de las España sí; era una señora bastante amable.
Y el premio mayor: en el quinto piso también vivía, y lo vi varias veces desde lejos, siempre con su esposa, el cómico cubano Óscar Ortiz de Pinedo, que aparecía en un montón de películas, y recordaba en especial las de Tin Tan. Era un tipo alto, muy serio, con trajes un tanto pasados de moda, que le quedaban elegantes. No sé por qué, pero nunca había estado a menos de diez metros de él, con todo y que vivíamos en el mismo edificio.
Como había que conocer gente, conocí a gente de mi edad, que me ayudó a entender ese lenguaje incomprensible de los defeños y un poco de cómo funcionaba la vida en una ciudad de ese tamaño. Entre ellos estaba Juan, que vivía en otro edificio frente al nuestro, al lado del que tenía el departamento con el montón de muchachas igualitas.
Una tarde o un sábado o no sé cuándo estába con Juan, sentado justo en la puerta del edificio, platicando tonterías de adolescente; nada insano, nada de escándalos, sólo platicando. Y en eso aparece un taxi, se para frente al edificio y de él bajan don Óscar Ortiz de Pinedo y su esposa. Me emocioné, claro, porque lo tendría cerca, y quizá hasta me contestara el saludo. Y cómo no me iba a contestar, con ese humor que siempre le había visto en las películas.
Juan y yo nos hicimos a un lado para que pasaran, yo les sonreí y les dije "Buenas tardes" o "Buenos días" o lo adecuado para la hora. Que no contestaran no me molestó, porque había un montón de gente de cine en el edificio y ya estaba acostumbrado. Lo que me desconcertó fue que, cuando hubieron pasado, sentí un golpe en la espalda. No entendí y, antes de que me volviera, sentí otro. No muy fuerte; apenas como si me estuvieran empujando. Era don Óscar, parado detrás de mí, dándome con su maleta, con una cara de enojo sagrado que no se me olvida treinta años después.
--¿Qué pasa? --le pregunté, y no lo estaba retando; nomás le preguntaba si pasaba algo malo o si estaba obstruyendo el paso o algo.
--Ustedes los jóvenes son todos iguales --me dijo--. Son vagos, marihuaneros, se la pasan agrediendo a la gente --y así durante un rato.
--Perdón, pero no lo he molestado.
--Yo los he visto aquí enfrente emborrachándose y fumando marihuana --había en efecto un grupo de borrachos frente a la casa, pero yo no tenía nada que ver con ellos; soy abstemio absoluto desde el día de mi concepción, y la droga más fuerte que me he metido son las pastillas contra la migraña--, y después gritan y se pelean y molestan a los viejos y a las muchachas.
Alzó la maleta y estuvo a punto de descargarme otro golpe.
--Mejor no lo haga --le dije, y allí sí ya estaba enojado.
--¿Ven? Eso es lo que les digo --y siguió con la letanía; su esposa, con gesto reprobador, nos miraba un par de metros más allá, pero no habló, y más bien pareció que apoyaba a su esposo porque era su esposo, no porque estuviera de acuerdo con la rabieta.
--Yo le rompo la madre a este cabrón --dijo Juan, y se levantó.
Me lavante también y lo detuve.
--Disculpe si lo ofendimos --le dije a don Óscar, y jalé a Juan hacia otro lado, aunque no dejó de insultar al viejo, ni el viejo a nosotros.
Don Óscar murió un par de años después, pero ya no vivía yo allí, sino en Coyoacán, en el número 6 de la calle de Eleuterio Méndez. Su esposa moriría en los ochenta, en un atentado terrorista en un aeropuerto, creo que en Italia, y creo que el atentado era de un grupo palestino.
A Eleuterio Méndez se pasó, un tiempo después, la sede del Sindicato de Actores Independientes (SAI), una escisión de la poderosa Asociación Nacional de Actores (ANDA).
Como mi esposa y yo teníamos diecinueve o veinte años, en mis días de descanso a veces nos poníamos a jugar volibol en el pasaje junto con otros vecinos. Poníamos una red entre dos postes (¡sí!, ¡teníamos una red!) y listo, a darle. Cuando llegaban los actores en sus carros, dejábamos de jugar, ellos pasaban al fondo del pasaje y todos felices, porque nos preocupábamos de no dañar los carros, incluido del de Claudio Brook, una carcacha que hacía ruido por todas partes. Don Claudio siempre nos saludaba, muy amable y serio, estacionaba su carro y, si no había espacio en otro lugar que donde estábamos jugando, nos pedía disculpas y listo, dejábamos de jugar. Los otros actores en general eran así también.
Hasta una tarde en que el callejón estaba casi vacío y el carro de don Claudio estaba estacionado lejos, cerca de la puerta del SAI, donde no le llegaban los pelotazos. (Ahora, por cierto, el local es de la Escuela de Escritores de la Sociedad General de Escritores Mexicanos.) Y llega un carro, se estaciona debajo de la red y de él sale ni más ni menos que Enrique Lizalde. Emocionante: lo primero que vimos en casa (la veía mi madre, y yo de metiche con mis siete años) cuando compramos una televisión fue la telenovela Corazón salvaje, en la que él la hacía de Juan del Diablo y Julissa de monja enamorada. "Televisión" y "Enrique Lizalde" eran para mí algo muy cercano.
Y, claro, nos acercamos a él y le pedimos que moviera un poco el carro hacia el fondo, para que pudiéramos seguir jugando. Y él nos dijo, con ese vozarrón suyo, que él estacionaba el carro donde se le pegaba la gana, que no lo iba a mover y que ay de nosotros si le dábamos un pelotazo. Igual tratamos de razonar: mire, el callejón está vacío, si lo pone allá le queda la puerta más cerca, háganos el favor. Y empezó a tratarnos de vagos y a decirnos cosas bien feítas.
Uno de los chavos le dijo que se calmara, que éramos vecinos, y a Lizalde le entró por el lado violento y dijo que no nos tenía miedo, que él sabía karate y que podía contra todos juntos.
--Con todo y karate te rompo tu madre --le dijo uno de los chavos.
Lo detuvimos y Lizalde se fue al SAI tratando de mantener la dignidad. El chavo agarró la pelota (¡sí!, ¡era de volibol!, lo único que no teníamos era cancha) y la aventó un par de veces contra el carro. Y se acabó la diversión y nos sentamos en la banqueta a rumiar la frustración.
En ésas estábamos cuando aparecieron no sólo Lizalde, sino tres o cuatro actores más, de los que aparecían en telenovelas haciéndola de galanes, y venían por bronca. Lizalde revisó el carro, vio los pelotazos (no se abolló nada; nomás se ensució un poco de polvo) y se lanzó junto con los otros a tratar de golpearnos. Y nos levantamos hombres y mujeres (me ex pelea bastante bien) y los rodeamos y les preguntamos si estaban seguros de lo que querían. Antes de que contestaran apareció don Claudio Brook y nos dijo que nos detuviéramos. Y nos detuvimos, y ellos también.
--¿Qué estás haciendo, Enrique? --le dijo--. ¿Qué te cuesta adelantar el coche para que los muchachos jueguen?
Y Lizalde se puso a decirle de cómo lo habíamos agredido, que le iba a salir carísimo reparar el carro porque lo habíamos rayado y abollado y qué sé yo.
--No se metan en problemas, muchachos --nos dijo--. Váyanse a sus casa. Yo voy a hablar con él.
Y nos fuimos, y los otros actores --más o menos de la edad de Lizalde, o sea ya cuarentones-- nos vieron con aire de triunfo, y Lizalde todavía alcanzó a darnos un par de gritos. Y se acabó el volibol por ese día.
Después, cuando llegaba al SAI, Lizalde pasaba de largo con su carro lo más al fondo que podía, y claro que no nos miraba, pero tampoco se repitió la escena. Don Claudio, como siempre, siguió saludándonos, y cuando lo veo en alguna película me acuerdo de su carro viejo y destartalado, al que él se parecía tanto.
Si no la han visto, no se pierdan El castillo de la pureza, en la que hace el papel principal. Tiene cosas sensacionales.
5 comentarios:
CUANDO LA GENTE ME PREGUNTA POR QUE RAZON YO HUBIERA QUERIDO VIVIR EN LOS 20'S LES DIGO QUE NO POR EL HECHO DE SER SUPER VIJITA, SINO POR TENER ESOS RECUERDOS EN MI MEMORIA.
Y EN NINGUN MOMENTO TE DIGO QUE SOS DE ESA EPOCA, SIMPLEMENTE QUE ES CHIVO TENER RECUERDOS EN TU MENTE Y TOMARLOS CUANDO ESTAS SENTADO JUNTO A UNA VENTANA PONIEDO CARA DE VIVO PARA QUE LOS DEMAS CREAN QUE MEDITAS EN FILOSOFIA POLITICA.
Mientras viva siempre recordaré la voz de Claudio Brook. Recuerdo que él hizo de Cristo en una película mexicana.
Yo tengo un recuerdo de un actor famoso que vi en el país: Raúl Julia, rodeado de una multitud fuera del auditorio de la UCA. Vino para la proyección de la película Romero, que él protagonizó.
Usuaría anónima: Pues yo soy viejo desde que era niño, porque me encantan los recuerdos y mirar por la ventana y esas cosas. Y me gusta ser viejo.
Arbolario: Raúl Julia era bueno. Mi papel favorito de él fue el de Homero Addams. ("Gomez Addams", en realidad.) La de Romero la pasaban en México a cada rato, y la vi unas siete u ocho veces.
Hello this post is nice and interesting. I'll use it for my project . Can you say to me some related articles that I can read too? –
hola,de verdad el Sr,ENRIQUE lIZALDE se comportó así?,me parecía una persona muy refinada para dichas reacciones
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