La tumba
Detrás del monumento que tiene en la cúspide a Rómulo y Remo amamantados por la loba, primera tumba a la derecha, desde la entrada del Cementerio de los Ilustres, está la que debería ser la tumba familiar, comprada por la abuela Mina a finales de los sesenta, según recuerdo. Tiene seis plazas, más un pequeño nicho que está al frente, del lado izquierdo.
Allí están enterrados tres hermanos de los diecinueve que tuvo la abuela (ella, nacida en 1915, era la menor): la tía Concha (de oficio sastre, además de sobadora reconocida en Mejicanos), el tío Lico (Federico), y la tía Tere, todos de apellido Molina.
Un día, cuando la tía Tere tenía 91 años, ya ciega, se estaba muriendo. Llegaron a verla los hermanos sobrevivientes (también el tío Polo, o Leopoldo, además de la abuela) para despedirse de ella. Era cosa de horas. La tía Concha, que tenía 79 años (fue quien crió a la abuela), regresó a su casa, dijo que tomaría una siesta... y se murió mientras dormía. La tía Tere fue a su entierro; se recuperó y vivió dos años más.
El tío Lico (el que seguía en edad a la tía Tere; era como cuatro o cinco años menor, y murió a los 89) tenía no sé qué en el estómago, y a lo largo de los años se lo fueron recortando. La paradoja es que él y su esposa eran dueños de la tienda más grande de Santiago Nonualco, y de las fincas donde se producían muchas de las cosas que se vendían allí: leche, quesos, cereales, pan. Todos los mediodías le servían toneladas de comida, y él apenas podía picotear aquí y allá algunos bocados de cada cosa. Y tenía un humor de perros bravos, con razón, supongo. Lo malo es que era su esposa, Tina, quien lo soportaba, hasta que se murió de cáncer, por allá por 1973 o 1974.
Al tío Polo le decían indistintamente Polo o Leo. Mi hermana juraba, hasta hace pocos años, que eran dos, y que eran gemelos. Era un tipo sensacional. Su oficio era el de coyote: estaba en una esquina del centro, llegaban a ofrecerle o a pedirle una casa para venta o para compra, ponía en contacto a los compradores y vendedores y se llevaba una comisión. También vendía carros o lo que fuera. Un día hizo la venta de su vida, a principios de los cincuenta, y se escapó a Cuba con una mujer mucho más joven. (Él era un par de años mayor que la abuela, o sea que habrá nacido en 1912 o 1913.) El dinero le duró un año, y se lo gastó como se gastaba el dinero en Cuba en esos tiempos si uno quería pasarla de lujo. Se acabó el dinero, la muchacha lo dejó y se regresó a El Salvador, a su esquina de siempre y a lo mismo, con un humor siempre envidiable. No sé cuáles serían sus relaciones familiares, porque siempre me llevé poco con los Molina, pero hay una hija suya que apenas estará llegando a los cuarenta años, y otras de la edad de mi madre (71) o mayores. Pelirroja, por cierto. Creo que no era de su esposa, o no de su primera esposa, porque se casó un par de veces. También se dedicó a cuidar a sus nietos mientras sus hijas estaban en Estados Unidos juntando dinero para llevárselos. Lo hicieron, y se lo llevaron a él también.
Hablo del tío Polo (o Leo) aunque no esté enterrado en la tumba porque la abuela hablaba con él y con sus hijas cada dos o tres meses; llamaba ella o llamaban ellos. Un día de tantos dejaron de llamar, y a ella le dijeron que se habían cambiado de casa y, no, no sabían dónde se habían cambiado. Creo que no quisieron decirle que el tío Polo se había muerto. En el entierro del tío Lico, el tío Polo le dijo a la abuela: "Ya estamos como la miss universo; sólo falta ver quién se lleva el premio."
Allí está enterrada también Nena, la hija mayor de la tía Tere. Era apenas cuatro o cinco años que la abuela, y murió a los ochenta, la que ha muerto más joven después de la tía Concha. Su esposo murió un par de años antes que ella, y era bastante mayor Y allí está también su esposo, el compadre Enrique (de apellido Rodríguez), un hombre bueno que se gastó toda su fortuna (un par de autobuses, un par de camiones de carga, creo que una tienda de abarrotes) en los años cuarenta para buscar a Nena. La encontró precisamente en Cuba, a donde se había escapado, unos años antes que el tío Leo (o Polo). Debió ser un lugar sensacional para huir, porque dos miembros de la familia son demasiados para tratarse de una coincidencia.
La característica del compadre Enrique (así le decían todos; la abuela era madrina de Napoleón, uno de sus hijos) era su humor optimista. Todo estaba bien, todo estaba a punto de solucionarse, la vida siempre era buena. No había modo de enojarlo o de ponerlo a llorar. La única vez que lloró fue cuando murió su hijo Roberto, en 1972. Había quedado totalmente paralizado siete años antes, cuando se estrelló en una moto contra el tren bala, en Villa Delgado (ahora Ciudad Delgado). Venía de dar una serenata (de eso vivía), el que iba manejando creyó que podía pasar antes que el tren bala y, cuando se dio cuenta de que no, se arrojó y se quebró un brazo o algo. La moto era de Roberto pero no quiso conducir porque había tomado y no quería causar algún accidente.
Roberto se dio de frente contra el tren. Junto con él se quebró una mandolina que le había regalado mi padre, que era precisamente lo que tocaba. Mi padre la había comprado con la intención de aprender él, pero nunca pudo pasar de la guitarra, y sólo de algunas notas y ritmos, así que se la dio a Roberto. Un día Roberto decidió que se iba a morir, se pasó una semana despidiéndose de todos y, listo, se murió. Pidió que lo enterraran con un traje de mi padre, y así fue; él ya estaba exiliado en Costa Rica. Roberto dejó un hijo, también llamado Roberto, igualito a él, que había tenido con una señora que un día llegó a dejarlo a su casa y sólo apareció años después, cuando Roberto hijo la buscó y la encontró ni más ni menos que en Ciudad Delgado. Ya muerto su padre, llevaba con ella una relación irregular, pero al parecer buena. Un día fue a verla y no regresó. Apareció en la morgue con un tiro en la base de la columna; unos guardias nacionales le habían dado la orden de detenerse y, como tenía problemas de sordera, no hizo caso. Lo mataron por sordo y por joven. Ninguno de los Robertos está en esa tumba, pero había que recordarlos.
La última a la que se ha enterrado allí es la abuela Mina, una mujer admirable, que murió hace poco más de dos años, a los 89 de su edad. Hay muchísimo que hablar de ella, pero hay una anécdota que la define.
Después de dos años de estar siempre a punto de morirse, por un motivo o por otro, cayó en coma. Tres, cuatro, cinco días, quizá más. Mi madre y el tío Mauricio arreglaron todo para su entierro, las cosas legales, etcétera, y mi madre debió regresar a Costa Rica por alguna emergencia. Cuando estaba allá, con el boleto listo para volver, la abuela revivió. Débil, pero revivió.
Se dio cuenta de que tenía aún asuntos que resolver, lo hizo (algunos no les gustaron a varios miembros de la familia) y un domingo, dos semana después de revivir, me fue a ver a La Casa del Escritor para regalarme un gato, Otelo. (Por cierto se fue de casa un par de días después de que llegó Valeria y, gulp, el día en que trató de hacerse el macho con Gizmo. La gata casi lo mata. Se fue a vivir a la casa de enfrente.) La gente de La Casa la trató de maravilla y ella, adicta al afecto, con todo y lo que le costaba recibirlo y darlo, lo disfrutó literalmente hasta el cansancio.
En el jardín había una flor de izote que le gustó, y le dije que se la llevara; el vigilante me ayudó a bajarla. La acompañamos en masa al taxi en el que la habían llevado y esa noche cenó izote hervido. Al día siguiente no desayunó, pero en el almuerzo pidió izote con huevo. Durmió el resto del día y el martes entró en coma de nuevo, como si nunca hubiera salido de él. Murió el sábado por la tarde.
Con toda esa gente de tanta edad, la primera persona enterrada allí fue mi hermana María Elena, la del nicho pequeñito que mencioné al principio. No sé nada de ella, excepto que se trató de un parto de 48 horas y que murió en algún momento entre su nacimiento y los dos días siguientes, según la versión que quiera aceptar. (Mi parto duró como media hora. El de mi hermana Ana, veinticuatro horas. El de Mauricio fue como de tres horas.) Mi padre y mi madre jamás hablaron del tema, y a estas alturas no quiero poner triste a mi madre preguntándoselo. Lo único que sé es que su placa tiene una sola fecha: 22 de mayo de 1958, año y medio antes de que yo naciera.
Son interesantes los simbolismos y el modo en que uno hace vivir a la gente de nuevo. Como ya dije, mi pseudónimo en las FPL era "Rafael", porque me parecía absurdo usar otro cuando todo el mundo me conocía. El de mi padre era Roberto, y era por Roberto Rodríguez y la mandolina y el traje con el que lo enterraron y una amistad bien rara, porque no tenían muchas cosas de qué hablar. A veces mi padre lo visitaba solamente para oírlo tocar un rato la mandolina, de un modo que él jamás alcanzaría, y era feliz con eso. El de mi madre era María Elena. Lo supe un día en que Mélida Anaya Montes llegó a casa y encomió frente a todos los presentes, familia incluida, "el trabajo de la compañera Ana María", un lapsus bastante feo, porque no debíamos conocerlo.
Tengo cientos de fotos en la compu, y varias decenas que a lo mejor quiera escanear. Ya pondré alguna otra.
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