17 de enero de 2007

Del amor de la muerte


Me ha tocado, desde hace veinticinco años, traducir de todo, y ha habido dos motivos principales: dinero y placer. Siempre hay modo de que un texto resulte interesante y que uno lo disfrute, pero es raro que le digan a uno: "Ey, traduzca lo que quiera y le pagamos por eso." Sólo una vez me ha pasado, en 1998 (se publicaría al año siguiente), y me pagaron bastante bien. Fue cuando Facundo Burgos (con quien había trabajado en la Universidad Autónoma Metropolitana, cuando Bernardo Ruiz era director de Difusión Cultural) me pidió que hiciera una antología en la que hablara acerca del amor y la muerte, que se publicaría en Editorial Vid, fundada por la mítica Yolanda Vargas Dulché, en una edición de lujo. Sería el número cuatro de la colección; el número uno sería --y fue-- una excelente antología sobre vampiros que hizo Bernardo, Antes y después de Drácula.
Facundo se fue por todo lo alto. Lo que se ve en la imagen es la "camisa" del libro. Si se quita, se ve que está forrado en tela roja con letras doradas troqueladas. Está cosido, con buenos refuerzos en las tapas, y la página de entrada es una hoja de papel amate con un tzompantli (¡no encontré un artículo sobre tzompantlis en la Wikipedia en español, ni de doña Yolanda!) diseñado para la colección (en la portada son las manchitas negras). Se diseñó una tipografía especial y el papel es de lo mejor. Se puede encontrar aquí, y hasta donde sé fue el último número de la colección MECyF. En fin, el libro de lujo con la edición que uno siempre ha querido; sólo la hoja de papel amate costaba cincuenta centavos de dólar netos. Lo interesante es que tengo mi edición de lujo, pero las obras que van dentro no son mías, aunque son algunos de mis textos favoritos de todos los tiempos. Y hay un salvadoreño incluido.
Facundo me pidió que los textos fueran, de ser posible, del dominio público. Habría un relato, sólo uno, el último, que debía ser de un autor latinoamericano contemporáneo, a quien yo escogería. Y escogí a Horacio Castellanos Moya, con un cuento hasta entonces inédito, "Amaranta". Lo discutimos durante días con Facundo, y no porque él no quisiera publicarlo, sino porque necesitaba argumentos para que sus jefes no lo rechazaran; el final es de lo más provocador que conozco de Horacio.
En fin, traduje lo que quise, y de lo que quise sólo un relato no entró: "La declaración de Randolph Carter", de H. P. Lovecraft, que acababa de ser publicado en otra antología. Y lo que quería desde el principio eran tres textos:
1. "Una modesta proposición", de Jonathan Swift. Conocía un par de traducciones, pero me parecían muy afectadas con respecto al estilo ágil y desenfadado de Swift. En este "ensayo", Swift, como remedio a la ola de mendicidad en la Inglaterra del siglo XVIII, propone comerse a los niños irlandeses, y hasta ofrece recetas y arma un sistema de criaderos. En su momento provocó un escándalo espantoso, y aun ahora hay más de un alma buena que se estremece con el texto.
2. "El mortal inmortal", de Mary Shelley, un texto bastante bello, ensombrecido por la merecidísima fama de Frankenstein o el moderno Prometeo.
3. "Berenice", de Edgar Allan Poe. Por lo que me produce, es mi favorito de Poe, aunque me impresione más "El hundimiento de la casa de Usher". Conocía varias traducciones, y todas me parecían malísimas. La de Aguilar es de un academicismo abrumador, y oculta lo que muchos traductores han ocultado de Poe: que es un verdadero estilista. La de Julio Cortázar es peor aún: hay pasajes completos que no están en el texto de Poe, y es de un preciosismo que ni de cerca está en el original. Me da la impresión de que se basó en la traducción de Baudelaire, más que en el texto original. Y, sí, Baudelaire tendrá el mérito de haber dado a conocer a Europa (y en realidad al mundo) a Edgar Allan Poe, pero hizo estragos con sus textos, y Cortázar fue su profeta en algunos de ellos.
Estos relatos tienen una característica interesante, que comparte con otros que incluí: no hay muertos. O no hay muertos que no mueran de muerte natural (como en "El mortal inmortal": después de 300 años de vida no le queda nadie en el mundo). En "Berenice" uno sabe que Berenice morirá después de lo que le hizo el personaje, pero que en el momento en que se cierra el texto ella aún está espantosamente viva.
Después de ésos, en orden, siguen "Mi asesinato favorito", de Ambrose Bierce (donde sí hay muertos, pero no se ven); "Mil muertes", de Jack London (descubrí que a London los traductores le ayudan bastante: sus recursos son bastante limitados, aunque es un armador de historias fuera de serie); "La ventana abierta", de Saki, una pequeña joya del humor negro; "Una casa encantada", de Virginia Woolf, pequeñito, intrigante y dificilísimo, y "Amaranta", de Horacio.
Reproduzco la introducción a la antología, con una advertencia: en el texto que tengo en mi computadora se planteaba un orden temático, y Facundo prefirió uno cronológico, así que tuve que cambiar la parte en la que explicaba los relatos. Dejo el original sólo por la pereza de copiar del libro.

Porque, después de todo, la muerte sí es una frontera que sólo puede cruzarse en un sentido y, digan lo que digan místicos, visionarios y sacerdotes, el único modo de enterarse de qué hay del otro lado es simplemente estar allí, al precio de no regresar. Y porque, también, mucho de la vida gira alrededor de ese instante definitivo en el que algo se rompe y el cuerpo se convierte en una carcaza vacía e inútil, a veces incluso con un lema de por medio: “Morir por la patria”, “Hasta que la muerte nos separe”, “Murió como un héroe” y tantos etcéteras.
Si uno ha de creer en la evidencia, buena parte de las disciplinas humanas se la han pasado y se la pasan especulando acerca de lo que sólo saben —si acaso— los que ya nada pueden contar a los vivos. La filosofía y las ciencias naturales, y de modo un tanto más restringido las religiones, han tratado de poner su parte en el asunto, y así uno viaja desde los fenómenos químicos y parapsicológicos hasta la fe, desde la especulación sobre la existencia y el carácter del alma hasta los lugares de los dioses o sagrados, llámense Valhalla, Cielo o Nirvana.
Lo único cierto es que no hay nada cierto, excepto la muerte misma, a la hora de la muerte. Algo se acaba, se compra una caja, se empaca el cadáver y se le encierra en un cementerio. Fin de la historia. Después, la añoranza del desaparecido, el propio miedo a la muerte, hacen vagar la mente por todas las secuelas posibles de ese acto imposible: ¿querubines o demonios?, ¿y si despertara de repente en su ataúd y se encontrara sin escape?, ¿y si después de muerto viniera a verme, en cuerpo o alma?, ¿y si debajo de la superficie de los cementerios ocurrieran cosas inmencionables?
Porque, después de todo, no hay quien no vaya a pasar por ese trance, y cada muerte es todas las muertes, cada cadáver es el de uno mismo, así sea en las películas de acción (tan divertidas) o en los noticiarios de la nota roja (tan desgarradores e intensos). Ese muerto fresco soy yo: ¿qué será de mí después de eso? Y aquí es donde el asunto se pone interesante, y donde la literatura toma el lugar que le corresponde: ¿qué hay en el después, si algo hay?

* * *

Locura, amor y muerte, y obviamente la fusión de los tres en dosis y concentraciones diversas, ocupan buena parte de la literatura que vale la pena de leerse.
Poe logró un perfecto y perverso equilibrio entre los tres elementos, para goce de los lectores (es el otro el que siempre muere, y se puede leer con relajada angustia). Sus personajes obsesos, circulares, siempre se ven movidos por esas tres fuerzas que son incapaces de controlar, y que los llevan, desde luego, a la destrucción: la simple idea de la muerte es generadora de la muerte. Poe estaba obsesionado con la razón (obsesión y razón, los opuestos que se atraen), y de esa ansia contradictoria resultaron “El retrato oval”, “El hundimiento de la casa de Usher”, “La caja oblonga”, “Berenice” y otros, en los que locura, amor y muerte se entrelazan de manera a la vez compleja y elemental, fascinante y aterradora. Si se parte de que cualquier ser vivo es un neófito de la muerte, y que por allí no va el asunto, Poe es uno de los escritores que llegó más al fondo en la comprensión de los motores de la vida, es decir de los miedos vitales.
Porque el miedo, señoras y señores, es sin duda el motor de la vida: hace necesaria y posible la evolución de las especies, crea traidores y héroes (valores y leyendas) e iguala lo disímil: se teme a unos ojos hermosos, se teme al cadáver que portará esos ojos cuando su luz se apague, se teme a los efectos de contemplar el cadáver un año después, descompuesto o, peor aún, incorrupto. Poe, como los primeros maestros de ese género llamado “de terror”, es el creador de arquetipos que se debaten entre los principios y la realidad, entre lo divino (los ordenamientos éticos, quizá) y lo humano (la práctica de la ética). No otra cosa hacen Mary Shelley en Frankenstein, Stevenson en El extraño caso del Dr. Jeckyll y Mr. Hyde y Bram Stoker en Drácula: lo humano enfrentado a lo sobrenatural (es decir a la muerte: ¿quién la toma con naturalidad, si de eso se trata?), los hombres y mujeres que por algún motivo tratan de violar las reglas de la vida y pagan las consecuencias de su osadía (detrás del orden establecido siempre ha estado un dios, y oponerse al dios trae graves consecuencias: la muerte es el domicilio de lo divino).
De Poe —el caso extremo— son hijos muchos escritores del último siglo y medio, incluso algunos que se presentan en esta antología. (Es hora de hablar de esta antología.)

* * *

El tema es inagotable: buena parte de lo que hacen los humanos, desde el diseño de automóviles hasta la física nuclear (con fines bélicos o pacíficos), tiene que ver con la muerte. No es la pretensión del compilador, pues, llegar al fondo de nada, sino ofrecer una selección más o menos aleatoria, pero interesante, de relatos en los que la muerte es claramente el tema central.
Mary Shelley abre el volumen con “El mortal inmortal”, una especulación acerca de las probables consecuencias de la vida eterna. El relato es casi desconocido en español, e incluso en inglés; Frankenstein, su obra maestra, opacó injusta aunque previsiblemente sus demás trabajos. Y, como en Frankenstein, es un monstruo el que habla: más monstruoso en tanto más humano y doliente. El vampiro también es —o casi— inmortal, pero ya no es humano: está por encima de cualquier consideración ética o emotiva hacia la humanidad. Un simple muchacho que cumple trescientos veintitrés años, en cuya cabeza hay sólo una cana entre tantos cabellos oscuros, mueve más a la tragedia que a la felicidad por una vida inagotable.
Ambrose Bierce es el segundo autor de este libro, con “Mi asesinato favorito”, un clásico del humor negro. Al contrario de Mary Shelley, Bierce no se sume en la negación de la muerte, sino en el regocijo de la muerte… siempre que sea ajena. El desenfado con el que se habla de espantosos asesinatos, la irreverencia hacia valores tan aceptados (y respetados acríticamente) como el derecho a la vida, la familia, la religión y la ley hacen de Bierce, a pesar de que provoca verdaderas carcajadas, uno de los autores que de modo más penetrante se han ocupado de la muerte.
Los fantasmas no podían faltar, y Virginia Woolf se encarga de ellos en un brevísimo relato que ocupa el tercer lugar en este libro, “Una casa encantada”. ¿Por qué las almas de algunos mortales no encuentran el descanso? ¿Qué olvidaron los fantasmas en este mundo, y qué se ven obligados a buscar casi a ciegas, desde un lugar más allá de la vida y del recuerdo? (El amor, por supuesto, pero de esto sólo se entera el que lee este relato.)
Jack London, en “Mil muertes”, el cuarto cuento, roza la especulación científica y, no muy en el fondo, divaga acerca de la teoría freudiana acerca de la necesidad del hijo de asesinar al padre —ese verdugo eterno y omnipotente— para que su vida tenga sentido.
Saki, el siguiente de la lista, es uno de los humoristas negros más sutiles de la lengua inglesa. Sus cuentos breves son verdaderas joyas de la forma y dan una irónica y certera visión de las más frecuentes y a la vez ocultas obsesiones humanas, la muerte en un lugar preponderante. No es la muerte terrible de Poe o Lovecraft, ni la hilarante de Bierce: es más bien la actitud de los vivos hacia sus propios temores: ya enterrarán los muertos a sus muertos.
Jonathan Swift, el gran pensador social del siglo XVIII, encara en Una modesta proposición uno de los temas que desde Maquiavelo han sacado ámpula en cualquier sociedad y bajo cualquier régimen: ¿en qué momento la muerte del individuo es justificable para que la sociedad sobreviva o, simplemente, para que viva un poco mejor? Más aún: ¿quiénes son “la sociedad”?, ¿qué tanto vale el sacrificio humano a cambio del mantenimiento de un orden establecido?, ¿quién es el dueño de las vidas —¡y de las muertes!— de los que por azar o razón divina ocupan los estratos más bajos de la razón de estado?, ¿qué demonios es el estado, y dónde se encuentran sus fronteras, y a quién corresponde el ejercicio del poder, es decir del dolor, es decir de la muerte? Este texto provocó en su tiempo mucha más polémica y reacciones violentas que Los viajes de Gulliver e incluso ahora, tanto tiempo después, es difícil leerlo sin que algo se estremezca en alguna parte, pese a que es difícil contener las carcajadas.
Al final del libro se encontrará un extraño y afortunado relato de Horacio Castellanos Moya, escritor hondureño-salvadoreño contemporáneo, titulado Amaranta. Si no se lee con atención, parecerá un relato de fantasmas al cual el amor y el deseo (locura mediante) le dan un tinte macabro. En realidad es una parábola acerca de lo que se ha hablado desde el principio en este prólogo: el humano enfrentado a la muerte (Amaranta es ni más ni menos que la muerte), pequeño, impotente, tan ajeno a sus actos como a su destino.
Y ya.
¿Por qué —aparte de Castellanos Moya— sólo autores en lengua inglesa? Por simple preferencia del compilador; Maupassant, Pushkin, Goethe y Kawabata son grandes investigadores del alma humana (es decir de la muerte), y quizá deberían tener un lugar en esta antología. Pero incluso dentro de la lengua inglesa hay ausencias notables: La garra del mono, de W.W. Jacobs; algo de Lord Dunsany o Machen, un relato policial (el propio Poe, creador del género, sería una buena opción), un fragmento o una simple referencia a De Quincey en El asesinato considerado como una de las bellas artes, el maravilloso texto Los desterrados de Poker Flat, de Francis Bret Harte… Las posibilidades eran innumerables, el espacio limitado, y había que decidir. Y eso se hizo.
Todas las traducciones fueron hechas por el compilador. Ninguna observación particular al respecto, excepto que fue un verdadero placer.

Este libro tiene para mí, también, su lado sentimental.
Los ejemplares me llegaron apenas en febrero o marzo de 2000, y en junio viajé a Costa Rica porque mi padre estaba muriendo. Le llevé los dos libros que aún no le había dado: Manual del perfecto transa y Del amor de la muerte. Él vivía ya bajo los efectos constantes de la morfina, y sufría de una afasia con la que aprendí a lidiar, y así conversamos mucho y nos divertimos bastante.
Ya no podía leer, pero siempre pedía que le dieran algún libro. En el tiempo que estuve con él, le preguntaba que cuál quería, y me decía con gran esfuerzo: "Uno moradito." Había varios libros moraditos en la casa, y un par de veces hice la prueba de darle alguno de ellos. "No --me decía--. Uno moradito." "Éste es moradito." "No. Uno. Moradito. Uno." Le daba Del amor de la muerte y lo hojeaba, acariciaba las páginas, le quitaba la camisa, acariciaba la tela, volvía a ponérsela, hacía como que leía un poco y se guardaba el libro bajo la espalda, como ocultándolo. Después se dormía o nos poníamos a platicar como mejor podíamos. Ese ejemplar en especial lo recuperé tras su muerte y se lo regalé a mi hermana Lorena; le pertenece más a ella que a mí.
Pongo en La mancha en la pared, aquí, la traducción de "Mi asesinato favorito", de Ambrose Bierce.

2 comentarios:

Denise Phé-Funchal dijo...

Es el post que más tiempo me ha llevado leer, busqué y leí los cuentos que mencionás, mi favorito por micho es el de la propuesta, gracias por la enorme lección de horror. ;)

Rafael Menjivar Ochoa dijo...

Chidos textos, ¿no? Bien excéntricos. Traducirlos fue delicioso.