22 de enero de 2007

Mi papá y yo: apostilla y ensayo



Ésta es del 18 de diciembre de 1998, la noche en que salí de México para estar con mi padre, al que vi enfermo desde junio de ese mismo año. Él era mucho más bajo de estatura que yo (en serio que soy el grandote de la familia), así que para que pudiera abrazarme tuve que doblar las rodillas y encogerme y encorvarme y ponerme de ladito y todo. Con estilo, ejem.
Si nos hubiéramos puesto a leer a García Lorca en ese momento, mi padre no me hubiera podido poner en sus rodillas, porque estaba bastante débil y envejecido desde los últimos meses. Según yo, lo que tenía era una depresión del carajo, que cargaba desde 1983, tratada irregularmente, y se le había agravado. Pero había mucho más que eso. Por las noches, cuando lograba dormir dos o tres horas, su respiración era terrible; tenía enfisema desde por allí de los cuarenta años y no dejaba de fumar por lo menos dos cajetillas al día, y en general tres. En una de sus agendas de ese año, en mi última visita a Costa Rica, en septiembre pasado, encontré una nota: cita con un oncólogo en mayo o junio, antes de ir a México a verme. Eso liga muchas cosas: él ya sabía, cuando fue a México, que tenía cáncer, y en esta foto ya se lo estaba comiendo. Lo operaron apenas en agosto de 1999. Tuvieron que quitarle pedazos de todo, desde la próstata hasta el estómago, pasando por la vejiga y no sé qué más. Si no lo operaban, moría en tres meses. Si lo operaban, podía vivir por lo menos un año más. Vivió exactamente un año más.
Eso no lo sabíamos aún, y se suponía que sólo se trataba de un desajuste de la próstata y cálculos en riñones y vejiga. Eso nos dijo. Hasta iba con un urólogo y nos dio su nombre y todo, y llevó las medicinas del tratamiento. Tambié iba con el odontólogo, o sea que entre sus planes parecía no estar la muerte. Estaba esperando un trabajo de la OIT, que consiguió en esos días. Se portaron bien decentes: dejaron de pagarle apenas unas semanas antes de su muerte, con todo y que trabajó sólo algunos meses.
En fin, después de mi llegada platicamos un montón y pareció que la depresión remitía, porque según yo se trataba de una depresión. El motivo declarado para ir a Costa Rica durante una temporada larga era que escribiéramos un libro acerca de historia reciente de El Salvador, que ni siquiera comenzamos. Esperaba que tuviera archivos, y no los tenía, así que debía escribir todo. Se pasó varios meses --como buen académico-- armando el esquema, la bibliografía y las cosas que necesitaría para reconstruir lo que se debiera, pero no pasó de allí. No dejó materiales para el libro; Tiempos de locura, al menos una parte, debió ser resultado de eso, pero no lo fue. Más bien íbamos a trabajar la etapa posterior.
Empecé a trabajar como guionista y a buscar chambas de traducción, y parecía iba bien. Me invitaron a un congreso en Managua en marzo de 1999, el CILCA, y a un encuentro en Arizona para la primera semana de abril. Pensaba estar allá durante quince días, volver a Costa Rica, seguir trabajando, conseguir departamento y un día de tantos, si tenía ganas, darme una vuelta por El Salvador después de 26 años de haber salido y 23 de no poner un pie por aquí.
Quizá en el post anterior no se note directamente, pero la familia siempre estuvo dividida en dos: mi padre y yo, por un lado, y mi madre y mis hermanos, por el otro. Mi padre era la oveja negra de su familia, y yo de la mía. Fui a Nicaragua, seguí trabajando en Costa Rica, y hubo un lío con "la otra parte" de la familia que me llevó a una conclusión: tenía que irme de la casa con urgencia. De regresar, vería cómo irme a otro lado, y armé un plan para hacerlo a mi regreso. Pensaba estar unos tres o cuatro meses más con mis padres, pero no se podía, punto. Se lo comuniqué a mi padre. Le pareció bien, aunque trató de mediar. No había mucho que mediar: la incompatibilidad de caracteres es la incompatibilidad de caracteres. Antes de irme a Estados Unidos esperé lo más que pude para que naciera el hijo de mi hermana, Diego, y fue imposible; era un embarazo de alto riesgo y se lo iban a inducir, pero vino una huelga del seguro social y luego se equivocaron en una fecha y qué sé yo. Debía estar el día 5 en Phoenix para salir a Los Ángeles el 6, regresar el 7 y luego el 8 al congreso de Arizona. Eso lo hice junto con Jacinta Escudos y Miguel Huezo Mixco; estuvimos en CalState y en el Museo de Arte Latino, en un par de pláticas.
Como fuera, me invitaron a quedarme una temporada en Flagstaff, y luego en Sedona, y acepté. Hacía trabajos aquí y allá (traducciones en especial; transcripción de entrevistas en español para lingüistas, y hasta canté rocanrol y blues en bares y hoteles); escribí el primer borrador de Instrucciones para vivir sin piel, Karen Schairer tradujo Los héroes tienen sueño y de pronto apareció una oportunidad bastante buena: trabajar como copy editor en una revista de computación en Nueva York. Mi sueño siempre fue Nueva York, donde tenía un par de parientes y algunos amigos, y dije órale, a ahorrar. Y en ésas me puse.
Estuve llamando a Costa Rica con regularidad, para enterarme de cómo le iba a mi padre. Bien, me decía. Mejorando. Con la OIT había hecho algunos viajes, y en agosto iría a Colombia y Ecuador. Cuando salió lo del chance para irme a Nueva York, con arreglo de papeles y todo, llamé por teléfono para avisar. En esos días iba a hacer de intérprete en un juzgado y a traducir documentos oficiales; en cosa de un mes podía ganar un buen dinero si le metía ganas.
Contestó mi madre. Me dijo que mi padre estaba de viaje. Según yo, debía haber regresado ya de Colombia y Ecuador. Le hice un par de preguntas más o menos banales y supe que mentía. Le pregunté qué pasaba. En ese momento, no antes ni después sino en ese momento, lo estaban operando de cáncer. Pero no debía preocuparme, era algo de rutina. Le dije de mis planes y me contestó que continuara con ellos, que no valía la pena que regresara. Le dije que llamaría al día siguiente.
Contestó mi hermana. Le dije que el proceso que seguía para mis padres iba a ser largo, doloroso y caro, y que necesitarían dinero. Lo único que mi padre tenía, además de su casa en Costa Rica, era la casa de El Salvador, que estaba en medio de un pleito familiar que se había alargado durante más tiempo de lo adecuado. Mi decisión era regresar a El Salvador, recuperar la casa y venderla. Mi hermana, furiosa: yo no podía tomar esas decisiones, eran cosas de familia, y estaba segura de que nadie iba a estar de acuerdo, y mi papá no estaba en condiciones de decidir, que me fuera a Nueva York y que no me metiera en lo que no me importaba. "Soy el hermano mayor --le dije--. Es hora de que asuma el papel de hermano mayor." Le colgué, porque sabía que se iba a poner en lo de los hermanos mayores y la democracia, y no tenía ánimos ni tiempo para discusiones bizantinas con hermanos... uh... menores. Una semana después estaba en El Salvador, en medio de un calor húmedo que me hacía sudar las veintisiete horas del día. Estuve un año y medio sin dejar de sudar un solo minuto, excepto cuando sufría el aire acondicionado. Desde mi llegada llamé varias veces a La prensa gráfica, a varias personas, para conseguir trabajo. No pasé de hablar con secretarias. A las dos semanas me pidieron el currículum en El diario de hoy y a las tres estaba trabajando en Vértice. Curioso, diría un jesuita.
No importa mucho lo que pasó en El Salvador (siete años y medio después es obvio), excepto que por fin recuperé la casa; mi madre la vendería luego de muerto mi padre y, no, no me quedé con nada de lo que sacó.
Llamaba a Costa Rica todas las semanas y viajé varias veces hasta enero. Mi padre parecía recuperarse: subió de peso, mejoró el ánimo --o eso parecía cuando nos veíamos-- y hablamos del libro que escribiríamos. No había avanzado nada, y no era el caso; cuando se recuperara y se vendiera la casa yo podía regresar a Costa Rica durante unas semanas, etcétera.
La última vez que lo vi bien fue en enero de 2000. Hablaba por teléfono y sonaba lúcido. Mi madre y mis hermanos me decían que estaba recuperándose. No, no hacía falta que fuera. Cualquier cosa me avisaban.
Y me avisaron en junio: si no llegaba al día siguiente, quizá no alcanzara vivo a mi padre. Si acaso tenía tres o cuatro días de vida. Estaba en coma desde hacía una semana (sí, había llamado y me habían dicho que estaba en alguna sesión de tratamiento). Se había derrumbado cuando le dijeron que tenía metástasis en la columna. No había nada que hacer.
Arreglé un permiso con EDH, con goce de sueldo y todo (no dejaría de trabajar; traducía Sports Illustrated, y mandaría el material por internet), agarré el primer avión y lo que encontré en la cama de mi padre fue casi un cadáver. No podía haberse puesto así en una semana o dos. Pesaba unos cincuenta kilos (de sus setenta habituales), estaba amarillo y, sí, se estaba muriendo. Me puse a hablarle y me dijeron que ni lo intentara; ya estaban preparando con su hermano Juan lo del entierro y lo demás. Incluso fui a una reunión familiar en la que el tío Juan insistió en que lo enterraran en su tumba, en el cementerio Montesacro, la misma tumba de la que el año pasado exigió que lo sacaran.
Me pasé horas y horas junto a mi padre, platicando con él, sin importarme si me oía o no. Le contaba de mi vida, recordaba cosas que habíamos hecho juntos, le leía poemas, tocaba guitarra y cantaba a su lado. Mi madre era la que estaba más al pendiente de él, pero estaba cansada, y se veía casi tan mal como mi padre. Pero ella y mis hermanos evitaban estar mucho tiempo cerca de él; los afectaba demasiado. Para mí era la última oportunidad, y no pensaba desperdiciarla.
Y ocurrió algo maravilloso. Al segundo día comenzó a mover las manos. Al tercer día abrió los ojos. Al cuarto día habló, me reconoció y me dijo: "¿Qué me pasó?"
Para ese entonces ya recibía morfina, pero en el momento de revivir (¡revivió para mí!) hubo que ponerle dosis masivas, primero 10ml cada ocho horas, luego cada seis, luego cada cuatro. (Ese proceso se llevó un mes.)
Buena parte del tiempo se la pasaba en un estado bien extraño: estaba totalmente lúcido, pero no entendía por qué veía cosas que no estaban allí. Frente a su cama, a los pies, había un cuadro de Bruegel, creo, de una muchacha sirviendo leche en un recipiente. Se desesperó y me dijo que si veía las luces y los brillos. Le dije que no. Llamó a mi madre y ella le siguió la corriente; él se enojó, y trató de agarrarla conmigo, y quería que viera las luces.
--No puedo --le dije--, porque no tengo morfina dentro, y si me pongo morfina voy a ver otras cosas y no nos vamos a entender. ¿Por qué no me cuenta lo que ve?
Empezó a describirme las luces que salían de la cama y subían por el armario, que rodeaban el cuarto, dando vueltas en el aire, muy cerca del techo, y se convertían en la leche que la chava estaba echando en el recipiente. Me puse a su nivel y seguí su dedo y sus instrucciones y, sí, allí estaba todo lo que veía.
--¿L0 ves? --me preguntó.
--No, pero no hace falta.
Le pregunté más acerca de lo que veía en el cuadro y, en serio, pude ver cómo se componía y recomponía. Mi madre entró y preguntó qué estábamos haciendo.
--Viendo el cuadro --le dije.
Se fue aliviada, porque creyó que sólo veíamos el cuadro.
Desde ese cuarto día pasó algo bien intenso. Había despertado a las diez de la noche, creo. Igual pudieron ser las once, pero digamos que fue a las diez. Distribuimos las guardias con mi madre y mis hermanos, y agarré la de todas las noches (de diez a cuatro de la mañana) y una corta al mediodía, de después del almuerzo hasta las tres o cuatro de la tarde. (Después traducía, si eran días de traducción, y siempre salía a la calle por lo menos un par de horas. El desgaste era terrible.) Al quinto día entré a su cuarto antes de las diez. A las diez en punto, mi padre abrió los ojos, se sentó y me dijo: "Hola. ¿Cómo estás?"
Y así todos los días. Pasara lo que pasara durante el día, a las diez en punto abría los ojos, se sentaba como podía (el cáncer era en la columna) y me saludaba.
Con la morfina me veía de diferentes maneras. A veces me reconocía como... uh... como yo. A veces me reconocía como otro hijo que se llamaba Rafael y que hacía lo mismo que yo, pero no era yo, y le platicaba de mí. A veces yo era él, y le hablaba como si estuviera en un espejo. Creo que siempre supo que era yo, nomás que la morfina le ayudaba a verme de diferentes maneras y a hablarme de modos y de asuntos de los que no me hubiera hablado en su sano juicio. Igual necesitaba decírmelos. Y yo aprovechaba sus ratos de lucidez para platicarle cosas también.
Varias tardes lo sacaba a la calle, si estaba fuerte; si no, nos sentábamos frente al jardín, cada uno con un libro; yo fingía que leía y él también. Otras veces agarraba la guitarra y nos poníamos a cantar, y de verdad que la pasábamos bien. Hubo gente de la familia o amigos que llegaron en esos momentos, trataron de aguantar y salieron apresurados del cuarto, llorando. Mi padre me preguntó un par de veces: "¿Qué le pasó? ¿Por qué se fue?"
En la primera semana llegaron la tía Margo --su hermana mayor-- y el tío Jorge --un primo hermano muy querido-- para estar con él por última vez. Ayudó también a que se recuperara un poco. Al quinto día empezó a tomar líquidos, al sexto a comer y al par de semanas ya tenía de nuevo un poco de músculos y le volvió algo de color.
A las tres semanas el médico dijo que había que hacerle radioterapia, al menos para tratar de menguarle el dolor. Se dejó sin protestar, todos los días, a las ocho de la mañana, esperar en el hospital, regresar al mediodía fundido, toda la tarde durmiendo y por la noche despertaba. se sentaba y me decía: "¿Cómo estás?" De las diez de la noche a las cuatro de la madrugada, como en nuestros tiempos en México.
El problema mayor era la afasia que le provocaba la morfina. Quería hablar de literatura, pasaba un carro y empezaba a hablar de carros. Pero en su mente él seguía hablando de literatura. Cantaba un pájaro y seguía en lo mismo, pero hablando de canarios. Y sin embargo no se salía un centímetro de su discurso, pero tomando otros elementos. Nos conocíamos lo suficiente para que él supiera que estaba diciendo aparentes incoherencias, y yo para saber de qué estaba hablando. Era cansadísimo, pero era lo que había. Y, siguiendo mi escuela, traté de sistematizar de algún modo lo que estaba pasando, agarrar técnica, para no cansarme tanto y para que la comunicación fuera mayor. Y como así entiendo las cosas, y como me interesaba platicar con mi papá, escribí un ensayo que me centrara en el rollo que según yo traía mi padre, y sobre todo en lo que me tocaba a mí. Se llama "El objeto y sus palabras" y se puede encontrar aquí. Es de las muy pocas veces en que he utilizado la escatología académica para escribir algo. (Un mensaje perdido para Los De Siempre: soy escritor por decisión, no por carencia. De nada.) Un día estaba escribiendo en uno de los cafés de la Calle de la Amargura, llegó Adriano Corrales, me preguntó qué hacía, leyó un pedazo y me lo pidió, cuando lo terminara, para publicarlo en la revista Fronteras, que dirigía. Se lo di. Hace un par de años apareció también en la Revista de la Universidad de San Carlos, dirigida por Rafael Gutiérrez.
Al cumplir un mes en Costa Rica debí regresar a El Salvador durante un par de semanas. Mi padre, cuando estaba despidiéndose de mí, justo cuando debían prepararlo para su sesión de radioterapia, dijo que bastaba de eso, que ya no quería, que estaba sufriendo demasiado y que lo dejaran en paz. No hubo modo de sacarlo de allí, y no había modo de cambiar mi boleto. Quedaron en que lo convencerían. Me despedí de él.
Quince días después, un domingo, fui al entierro de la mamá de la esposa del tío Manuel Posada. De regreso a casa sonó el teléfono. Era mi madre. Que tenía que ir de inmediato. Mi padre no llegaba al día siguiente. Eran las tres de la tarde; a las ocho de la noche estaba junto a su cama. Estaba inconsciente desde el día anterior, y esa mañana, en el hospital, le habían dado unos minutos de vida. "Se muere en su cama", dijo mi mamá, y lo llevó a casa. Pero no murió en minutos. Siguió respirando, cada vez peor. No tenía músculos ni fuerza suficiente para respirar.
Lo saludé. Empezó a respirar con fuerza y alzó la mano, algo que no hacía desde hacía una semana o así. Alzó la mano hacia donde yo estaba y abrió la boca como si tratara de hablar.
Le tomé la mano y, por primera vez desde que era niño, puse mi cara contra la suya y le dije que descansara, que estaba muy cansado, que merecía descansar, que todo estaba bien, que todos estábamos bien, que no se preocupara. Dejó de agitarse y allí estuve con él hasta que ya no hubo nada más que esa respiración sin sentido.
Mi padre decía que los domingos le pasaban las peores cosas, y que seguro moriría un domingo. No fue así. Murió el lunes a las doce del día, con una sonrisa.

9 comentarios:

Karina Falcón dijo...

En el desprendimiento de la carne, los pasajes se vuelven claroscuros del camino mismo. Las llamadas repentinas que sacuden incertidumbres, la emoción que surge de la grieta que recién se abre es la que eleva al ser. Cuando se está disgregado en la pérdida, las muchas partículas que somos también encuentran elevación. Gracias por compartir, por hilar la emoción de céfiro. Un abrazo!

Rafael Menjivar Ochoa dijo...

Gracias por escribir y saludos.

Rafael Menjivar Ochoa dijo...

Depende del lado desde el que lo veas. En mi caso, disfruté mucho a mi padre, casi hasta el último momento, y me tocó hacerle un poco menos difícil la muerte. Eso tuvo su precio, y seguirá teniéndolo, pero no es comparable con el hecho de haber estado con él. Me considero afortunado: era un buen tipo. Es lo que te puede decir casi cualquiera que lo haya conocido, porque loa buenos tipos como él atraen a montones de trolls. Y que chinguen a su madre los trolls. (Se supone que nacen de la nada, o de la tierra, pero no lo creas. Tienen mamá. Y generalmente sus mamás merecen esos hijos.)

Unknown dijo...

pues qué te diré, experimenté algo muy similar hace unos 4 meses, y de verdad que es algo que se queda por siempre, una especie de tristeza subyacente que no deja de latir, sobre todo porque se trata de personas con las que uno se conecta de una manera que los demás no entienden.
Duele.
Uno camina y respira, pero duele,
uno entiende que es lo mejor, que así debe ser, que así es,
pero duele.

Quizá sea solo el sentimiento terriblemente humano que lo hace a uno adueñarse de la compañía de ciertas personas. La muerte como tal no es lo importante, es la sensación de distancia lo que más impacta. Pero de cualquier forma, yo siempre he dicho que la muerte es lo único cierto de la vida.

Rafael Menjivar Ochoa dijo...

Un día de éstos voy a contar el rollo casi parapsicológico que traía con mi padre desde que era bebé. Tiene que ver con lo que dices: "Se trata de personas con las que uno se conecta de una manera que los demás no entienden". Un poco el rollo extraño que se traen los gemelos.
Y, sí, duele. Y, sí, uno se tiene que acostumbrar a ese dolor. Y, sí, valió la pena.

Unknown dijo...

ok, a ver que nuevo rollo traes que nos puedas compartir, y que bueno quedarse con la certeza de que valió la pena, al final o al principio, (la muerte es sólo una manera de comenzar de nuevo).

Ricardo Hernández Pereira dijo...

Vaya, qué post más intenso e íntimo
Este mes ha sido de los más chivos en tu blog. Creo que porque te hemos conocido más.

Denise Phé-Funchal dijo...

Pucha mano, me has hecho llorar en serio...yo vi morir de una manera similar a una maravillosa y cariñosa mujer a la que prefiero pensar como mi abuela, que a mi abuela biológica, me hiciste recordar todo eso, su piel, sus uñas, Loti tenía cáncer en el estómago, tenaz, yo tenía 11 años, ha sido uno de los golpes más fuertes en mi vida, pero recuerdo tanto su casa, los santos que la adornaba, su arroz con pollo y sus cariños. Gracias por hacerme pensar de nuevo en ella, aunque sea en medio del llanto.

René dijo...

No he pasado aún por ese trago amargo, pero imaginate si con solo leer la primera línea de El Extranjero y ya no puedo seguir.....hijole, está duro, ojalá pueda superar aunque sea lo de poder seguir leyendo el libro, ya cuando toque vivir la realidad, pues, será otra cosa.