7 de enero de 2007

Terceras personas por error


Durante años, Historia del traidor de Nunca Jamás fue para mí un fracaso. Había perdido a muchos amigos, me habían segregado en y de la organización en la que creía y hasta me habían amenazado de muerte por pequeñoburgués, no sé qué tan en serio; a veces bastaba con que me presentaran a un centroamericano, quien fuera, para que me diera sus más francas opiniones no sólo acerca de cómo escribía, sino también de quién era yo por lo que había escrito, y no siempre era agradable, o para que alguien, quien fuera, entrara en discusiones innecesarias acerca de literatura, literatura y política, literatura y antropología, literatura y psicología del escritor, lo que fuera, y allí iba uno de Edipo o de reaccionario, o recibía una retahila de consejos --que no había pedido-- acerca de cómo no escribir, y de cómo serían las cosas si el que hablaba hubiera escrito algo alguna vez.
Hubo cosas buenas, pero ésas siempre parecen tener fecha de caducidad, y la impresión general, que llegué a creerme, fue que "esa novelita" no era de lo mejor que me había pasado en la vida, y más bien cruzaba la línea de lo peor. Agradecí siempre que le hubiera gustado a Thierry Davo, que decidiera traducirla, y a Alain Mala que la publicara, y al Centro Nacional de Letras que a financiara, pero hasta eso llegó a tener consecuencias negativas, que he contado por acá.
Ahora sé que, si uno quiere que "la gente" lo quiera, debe dedicarse a cualquier cosa, menos a la literatura, si se la toma en serio, y que cada libro tiene sus propias recompensas y sus propias tribulaciones.
Después del premio para El traidor, y en especial después de su publicación, decidí que la novela no era para mí, y que iba a escribir cuento. Si era capaz de hacer una novela (El traidor tiene cerca de sesenta cuartillas), ¿qué podía costarme hacer unos cuantos cuentos? Además, de cuatro novelas sólo una había servido, y no me había llevado muy lejos. Había escrito un montón de cuentos desde los 15 años, en especial micro y minicuentos. Había armado un libro de cuentos con unas estructuras bien raras, algo así como espirales concéntricas (yo me entiendo), pero habían servido como ensayos para El traidor y la idea se había agotado allí, y pasó algo importante: perdí los originales y las copias. Y quizá pueda recuperarlos, pero no quiero. (Ya dije.)
El asunto es que me puse a escribir cuentos "en serio" desde 1984. Un sentón y listo: salía un cuento. Lenguaje llano; planteamiento, desarrollo y desenlace; cierto tratamiento de personajes, etcétera. Allí estaba el problema: quería que los personajes me dieran la historia, y el cuento funciona de otra manera. Como los personajes no hacían lo que debían hacer, me ponía a moverlos aquí y allá, los hacía decir ciertas cosas y, voilà, salió un pequeño montón de cuentos en asunto de un par de meses.
Todos tenían una característica: eran malísimos. O peor: estaban bien escritos, pero eran malísimos. (Hay uno que se llama "Lady Macbeth" que todavía tengo. Quizá quiera reescribirlo; es el único que tiene de dónde sacar algo.) No había nada que respirara o se moviera con fuerza propia. Y el motivo era sencillo, pero no lo supe sino hasta años después: lo que había escrito antes del Traidor no eran cuentos, sino... uh... novelitas, digamos, o microcuentos que tenían más ingenio que literatura. (Hay un par, escritos a eso de los 17, que se antologaron en las ediciones especiales de la revista El cuento, de Edmundo Valadés, y con uno muy malo me gané a los 18 un premio del que no hablaré así me saquen las tripas por las orejas. El dinero cayó bien.) Y de novela ya sabía algo, pero de cuento bastante poco; son ideas radicalmente diferentes, y para pasar de uno al otro hay que reaprender a escribir y, si es posible, cambiar la CPU, el motherboard, el BIOS y --sin duda-- el monitor.
Me pasé meses tratando de escribir cuentos que morían a la segunda página, cuando les iba bien, y me puse a leer a Poe, a Quiroga y a Cortázar, porque allí debía estar el secreto.
No había secreto, y ahora lo sé: simplemente no era cuentista. Pero era joven y necio, y decidí otra cosa: Cortázar había agotado las posibilidades del cuento, y ya no había nada que hacer en el género. La solución más sencilla era inventar mis propias estructuras.
Dejé a Quiroga y a Cortázar por la paz y me metí de lleno en Poe (el Fundador) y me puse a estudiar, más que leer, formas "alternativas" de cuentos. Leí hasta hartarme varios libros: El oficial prusiano, de Lawrence; La confesión, de Böll; Delta de Venus, de Anaïs Nin; Dublineses, de Joyce, además de los de Camus ("El huésped" me impresionó en especial), los de Rulfo, La increíble y triste historia, de García Márquez, y qué sé yo. Eran propuestas mucho más abiertas que las de Cortázar, donde los personajes se movían con mucha más comodidad, y que me resultaban más comprensibles. Y cómo no: eran cuentos escritos por novelistas, y funcionaban más como novelas que como "debían" funcionar. Pero me di por satisfecho y me puse a trabajar.
El primer resultado fue una versión larga de "El viejo no durmió esa noche", unas treinta o cuarenta cuartillas... es decir una novelita, no un cuento. Y era dolorosamente lineal. Me pasé año y medio tratándolo como a un bonsai (cortando aquí, deformando allá, cortando raíces) y quedó más o menos lo que quedó. En el intermedio escribí un falso monólogo de teatro, "Las puertas", que me llevó como seis meses.
En los dos años siguientes escribí como veinte textos, al menos sus borradores, y no terminaba de ver para dónde iba. Pero eran en total unas 220 cuartillas, y por cantidad no podía quejarme. Cortara lo que cortara, algo quedaría.
Hubo algo en esa época que fue fundamental para mí. Ya más o menos sabía cómo funcionaban los personajes, pero tendían a morirse o a quedarse paralizados con una facilidad pasmosa. En Poe hay muchas pistas, y ya conocía algo de Dostoyevski, pero no terminaba de entender la lógica de la "gente de la ficción", como la llama Foster. Allí entró un actor en escena, como debía ser, y me dio herramientas valiosísimas.
Este actor era Leo Argüello, a quien conocía desde 1979, y con quien teníamos larguísimas pláticas sobre literatura mientras oíamos blues y jazz. "Stanislawsky", me dijo, y fui y me compré dos libros: Un actor se prepara y La construcción del personaje. Eran libros tan sencillos en su planteamiento, y tan complejos en su práctica, que me pasé años leyéndolos y releyéndolos. Mientras, hablaba mucho con Leo, y un poco con Alberto Celarié, director salvadoreño recién llegado a México desde la Unión Soviética. Si a alguien le debo lo que sepa acerca de construcción de personajes es a ellos.
Todo 1988 me la pasé tratando de hacer algo con el montón de materiales de Terceras personas, en vano. Me puse criminal y quedó fuera todo, excepto los dos textos mencionados y "Un cabello oscuro en la solapa". Pero con tres textos no se hacía un libro (apenas llegaba a las 25-30 cuartillas), así que me dije "Al carajo" y me puse a escribir algo más light, para descansar, es decir Los años marchitos. En esos días comenzó a aparecer una colección de discos de música clásica que vendían en los puestos de revistas junto con su folletote en couché, y pues a comprar los que no tuviera. En una de ésas apareció el Cuarteto para el fin de los tiempos, de Messiaen, de quien no tenía la menor referencia. Lo puse y, cuando empezó a sonar el primer movimiento, "Liturgia de cristal", dije: "¡Eso quiero!"
"Eso" era cuatro voces que hablan al mismo tiempo, que tratan de encontrarse y no pueden, simplemente no pueden. Y las voces debían ser --al menos en mi libro-- la misma voz.
Me puse a trabajar en los tres textos sobrevivientes y a rearmarlos. Ante todo, los tres personajes eran el mismo personaje, pero puestos en circunstacias radicalmente diferentes, y los tres estaban locos, cada uno según sus circunstancias: un lúmpen de la colonia Centro --Tepito, pues--, un pintor que ha dejado de pintar, una mendiga ciega. Entremetido en los textos, la historia de un anciano alcohólico que siempre estaba ausente: el lúmpen lo asesina, el pintor lo hace volver a la vida y luego viene su verdadera muerte en el falso monólogo de teatro. Faltaba algo en medio: el propio Viejo o, peor aún, el mismo personaje haciéndola de viejo en el proceso de morir. Y, claro, tenía que ser ajedrecista.
Me metí nueve meses en el Club México, para entrar de nuevo en la lógica de los ajedrecistas (jugué entre los 11 y los 15, sin mucha pena y menos gloria), en sus prejuicios y obsesiones, en sus mitos. Jugué en algunos pequeños torneos (especialmente con aperturas obligadas), me pasé días metido entre finales de torre y micropartidas, adoré a Reti y Alekhine, quise ser Tchigorin y Lasker... Entretanto avanzaba también con Los años marchitos, escribía los guiones suficientes para pasarla bien y dormía muy poco.
Un día me encerré durante tres días, escribí "Manuscrito encontrado" y dejé el ajedrez. Mi "cuarteto" estaba terminado, o eso creí. Con algunas notas empecé a escribir un texto que se llamaba El club de los suicidas, que cambiaría a Diario del suicida y terminaría en Trece, pero me trabé en unas semanas. Terminé entonces Los años marchitos y, entre las notas del cuaderno, años después encontraría la base para la segunda parte de Breve recuento de todas las cosas, aún inédito, que quizá se publique en Francia para este año, salvo que Thierry y Alain se decidan por otro (estamos en esa plática).
Y aun así el libro no cuajaba, y sin duda no era un libro de cuentos, sino... uh... un libro. Muy cortito, además.
La historia del Viejo estaba contada. Los cuatro personajes funcionaban como los instrumentos en el cuarteto de Messiaen. Había relaciones particulares entre los textos, en grupos de tres, desde las más sencillas (uno de los personajes es mujer, tres son hombres) hasta otras mucho más complejas. La parte más difícil fue el trabajo de subtexto: lo que se cuenta no es lo que está en el texto, sino en los espacios en blanco, que son muchos. (Hay páginas en las que sólo hay media línea, digamos.)
En 1994, el escritor Bernardo Ruiz, a quien conocí en un BBS mexicano, me pidió que le mandara algunos textos míos, para saber qué escribía. Me dijo que por el momento no estaba a cargo de ningún proyecto editorial, pero que pronto lo estaría, y que quería publicar Terceras personas. Se lo agradecí, pero me angustié: no estaba terminado, no cuajaba, no terminaba de funcionar.
Bernardo entró como director de Promoción y Difusión de la Universidad Autónoma Metropolitana, y casi de inmediato me pidió el libro. Le dije que lo revisaría y con gusto se lo mandaría. Lo que hice fue ponerme a revisar mi cuaderno de apuntes de 1989 y allí encontré la respuesta: le incluí la parte llamada "Ripio", un fragmento por página. No sé por qué; así debía ser, nada más. Y así fue. El libro apareció publicado en 1996, creo que a finales. En 2005 se publicó en Francia, en una excelente traducción de Thierry.
Siempre he dicho que uno debe escribir los libros que quiere leer, y que nadie más ha escrito ni escdribirá. Lo aplico siempre, pero Terceras personas es el que más he disfrutado entre los que he escrito. Lo he leído muchas veces y siempre encuentro cosas nuevas. Puede sonar poco humilde --y ojalá lo sea--, pero hay algo muy importante: todo lo que he escrito desde 1989 o 1990 está allí. Todo. En una frase, en una idea, en un texto completo. Por ejemplo, Trece es un desarrollo de "Manuscrito encontrado", con otro tema. El personaje de los cuatro textos principales, tratado de otro modo, es el de Breve recuento. Del "Ripio" han salido situaciones, ambientes y novelas. Etcétera.
Uno no es buen juez de sus trabajos, pero éste es el que me llena de orgullo. Me gusta que, hasta cierto grado, es un libro modular, y que casi en cualquier parte en que uno lo abre encuentra algo por lo menos desconcertante. Hasta ahora no ha habido dos comentarios, interpretaciones o análisis que se parezcan (de amigos, escritores o académicos), y tiene otro atractivo para mí: no tengo la menor idea de qué rayos sea eso.
Y esto ya se alargó, así que me voy a dormir.

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Nota bene 1: Si se dan cuenta, el nombre con el que se publicó el libro fue "Rafael Menjívar", sin el Ochoa. Se debió a un acuerdo que tuvimos con mi padre. A veces alguien llegaba y le pedía que le autografiara El traidor o Los años marchitos, y a mí me decían "Qué joven es usted, doctor" cuando me pedían lo mismo para Acumulación originaria de capital o Formación y lucha del proletariado industrial salvadoreño, que se usan como textos en la UNAM. Así que pensamos en "armar" un solo autor, que escribiera novelas y ensayos de economía, y dejó de usar el "Larín" durante un tiempo. Retomamos nuestros segundos apellidos cuando fui a vivir a Costa Rica, en diciembre de 1998.

Nota bene 2: Todos los datos de la solapa, en la edición de la UAM, están mal. Todos. No sé qué habrá anotado la persona que estaba encargada de hacerla, pero juro que se los di bien. Esos mismos datos aparecen en el tomo V del Diccionario de escritores mexicanos publicado por la UNAM. Nunca he visto el tomo en cuestión, pero una noche, cuando yo aún era escritor y merecía estar en su diccionario, Carlos Cañas Dinarte me llamó para decirme que lo había comprado en una visita al Defe y me leyó la ficha. Curioso: soy escritor mexicano pero ya no soy escritor salvadoreño... Esto de la globalización tiene sus enredos.

Nota bene 3: A finales de 1980 o principios de 1981 se presentó la colección Molinos de Viento de la UAM. Fui a cubrir la presentación de los primeros cuatro títulos por el periódico El día, y en el mismo acto se presentó la revista Casa del tiempo. Aquí tengo dos de esos libros: "Los monstruos del silencio", un ensayo acerca del cine expresionista alemán, y "Los caracteres de la escritura china como medio de expresión poética", de Robert Fenollosa, con notas de Ezra Pound. Había otro de teatro chicano y uno de poesía o narrativa, creo. Y Casa del tiempo era una belleza: bien diseñada, ecléctica, linda. La c0mpré durante años, y también oompraba casi todo lo de Molinos de Viento: uno podía estar seguro de que encontraría algo que valdría la pena leer. Aunque alguna vez se me atravesó en la cabeza, me pareció imposible publicar allí, y ni modo. Y pues no: TP es el número 96 de Molinos de Viento, y entre 1996 y 1997 tuve una columna en Casa del tiempo, en la que básicamente escribía lo que se me pegaba la gana. Emocionante. Gracias a Bernardo Ruiz y a Teodoro Villegas por eso.

2 comentarios:

Unknown dijo...

Rafa:

(Perdona el atrevimiento de llamarte rafa) Me gusta cuando cuentas esas historias, parece que uno se traslada al lugar de los hechos. Hay mucha informacion historica valiosa en tu blog, mucho mas de lo que uno lee asi al azar en algun libro.

Rafael Menjivar Ochoa dijo...

Hasta mis mejores enemigos me llaman así, cuantimás los amigos, en especial los (las) que acaban de escribir una propuesta matrimonial como la tuya.
Y no es información histórica; es la vida, pero los historiadores se la toman demasiado en serio y a veces no la ven por andar buscando datos. Creo que deberían replantearse su modo de hacer las cosas.