18 de enero de 2007

Un par de fotos


Ya van a ser tres años, en abril, de la muerte de la abuela Mina (María Herminia Molina López, por más señas), y no he hablado de ella en este blog, y de hecho en ninguna parte. Ha sido un luto tranquilo, poco triste --porque de la abuela tengo pocos recuerdos tristes, si alguno-- y muy personal. Tampoco hablaré de ella ahora, excepto para decir que era una mujer fuera de serie y que, en fin, fue una de las personas a las que agradezco más en la vida, y la vida misma, junto con mi padre y la abuela Carmen (María del Carmen Larín Choto, también por más señas).
La foto que aparece arriba tiene fecha de noviembre de 1963. Mi hermana Ana tenía para ese entonces ocho meses de edad, yo cuatro años con tres meses (¡sí!, ¡fui rubio como hasta los seis años!) y la abuela cumpliría 48 un mes después, un poco más de la edad que tengo ahora. Está tomada en su casa de la colonia Santa Eugenia, en la 17ª Calle Poniente. Y, obviamente, la camisa me queda chica y el pantalón grande. Pero hay más, en esa foto y en otra que anda por allí: detestaba --casi tanto como ahora-- que me tomaran fotos, y me lo había puesto al revés para protestar. O no se dieron cuenta o no les importó el estilo Gandhi de mostrar oposición.
La foto de abajo no tiene una historia particular, pero sí algunas anécdotas personales y familiares.


La casa, ubicada en la playa de El Tamarindo, en La Unión, pertenecía a un primo hermano de mi madre, hijo de Federico Molina, hermano de la abuela, aunque no lleva su apellido. (Aún vive, hasta donde sé.) El tío J* fue uno de los fundadores de la Agencia Nacional de Seguridad de El Salvador (la tenebrosa y feamente recordada ANSESAL), bajo las órdenes del general José Alberto Medrano (también tenebroso y feamente recordado). Llegó a tener el grado de teniente coronel en la Guardia Nacional, y luego pasó a la inteligencia de la Tercera Brigada de Infantería, hasta su retiro con el grado de coronel, por allí de 1978 0 79. Durante la guerra volvió a servicio activo durante un par de años. Visitaba con alguna frecuencia a la abuela, pero no entraba en su casa: hacía que entrara en el carro de él y se la pasaba en la paranoia durante todo el rato, con una Uzi en la mano. Un buen día la abuela le dijo que, si llegaba asi, que mejor ni llegara. Y dejó de llegar.
El tío J* tenía un vicio: el juego. Su apodo oficial era "Rucurrucu", una onomatopeya para el sonido de los dados al moverse dentro del cubilete. Ganaba y perdía fortunas. A veces andaba vendiendo, por una miseria, cosas como un proyector de diapositivas que había ganado en el juego, y a la semana siguiente aparecía con un carro deportivo nuevo y con volante a la derecha. (Lo del carro con el volante a la derecha sólo pasó una vez, un doble plaza inglés que le ganó a no sé qué superior. Pero sí ganaba carros y esclavas de oro macizo y ondas así.) La casa en la que estoy viendo botes pesqueros a través del telescopio la ganó también a los dados, con el telescopio, las sillas y las hamacas incluidos. Fue de lo que más le duró de todo lo que tuvo --unos seis años--, antes de perderla del mismo modo.
Al tío J* no le gustaba que su casi hermana, con la que se había criado, estuviera casada con un "comunista" (en ese entonces mi padre estaba muy lejos de eso, y nunca perteneció al PC), pero tenía detalles importantes. Por ejemplo, a veces llamaba a mi mamá por la noche para decirle que mi padre debía esconderse, o para avisarle dónde iban a reprimir la manifestación del día siguiente. Cuando nos agarraron presos en Nicaragua, en diciembre de 1975, movió todas las influencias que pudo para que nos dejaran ir, porque en serio que la intención era matarnos. Y así.
Me había puesto un apodo: "Silent", en inglés. Decía que era porque me la pasaba llorando. Y no. Lo que me contaron mi abuela, mi tío, mi padre y otros parientes es que cada vez que yo estaba en casa de la abuela y él llegaba, automáticamente me ponía a llorar a gritos, hasta que tuve tres años o así. No era necesario que lo viera o que lo oyera. Tenía llave de la casa de la abuela, así que entraba cuando quería y, estuviera yo donde estuviera, me ponía a llorar a gritos. No sé qué vibra habrá tenido el tío pero, si tomamos en cuenta que Medrano y su gente crearon los primeros escuadrones de la muerte, allí por 1963 o 64, no habrá sido la más sana para un niño.
Años después platicaba un poco con él, lo menos que podía. No se quitaba los lentes Ray Ban tipo McArthur, y me molestaba no verle los ojos. Si se los quitaba, no me gustaban sus ojos. Tampoco me gustaba su cara hecha de triángulos. No me gustaba, pues, pero igual mi madre insistió un par de veces en que fuéramos a su casa en El Tamarindo, y mi padre extrañamente aceptó. La segunda vez que estuvimos allí --cuando me tomaron esa foto-- fue la semana que se suicidó el cómico Guillermo Hernández, Albertico Limonta. Allí escuché su último programa de chistes (del que hablé aquí), y al día siguiente, y al siguiente, porque lo pasaron durante varios días. Supongo que fue en 1971, o sea que en la foto tengo entre 11 y 12 años.
El tío J* hizo algo que siempre me pareció por lo menos curioso. A eso de sus treinta y tantos años, se interesó en una niña de ocho años, y se dedicó a ella como si fuera su hija. La visitaba en un lugar de Cuscatlán o Cabañas por lo menos un par de veces a la semana (con todo y que él vivía en San Miguel), le pagaba escuela y ropa, le compraba juguetes, le construyó casa a su mamá... Todo el show. A los trece o catorce años la muchacha era un mujerón de un metro con setenta y cinco, frondosa, muy bella y de carácter suave. (El tío era delgado y apenas llegaría al 1.70 reglamentario para los guardias nacionales.) Cuando cumplió los quince el tío se casó con ella. A las pocas semanas estaba embarazada.
Ella tenía sangre tipo positivo, y el bebé negativo, o como pasen esas cosas y, con todo lo que se gastó el tío en médicos, éstos apenas se dieron cuenta a la hora del parto porque "algo pasaba". Y se dieron cuenta porque la chava empezó a convulsionar y le hicieron análisis de todo.
El niño vivió tres días, nada más, y el tío no trató otra vez de tener hijos. A mí me tocó recibir la llamada que hizo para avisar de la muerte; estaba solo en casa. Me dio tristeza; mi hermano Mauricio estaba por nacer o acababa de nacer.
Su esposa empezó a engordar y engordar y engordar y a ponerse triste. Se separaron a los cuatro o cinco años de casados. Según supe por casualidad, de una vecina de ella en el pueblo de ambas, la chava estaba enamoradísima de un cuate desde que tenía como 12 años, y anduvo con él y todo, pero no se negó a casarse con el tío: le tenía demasiada gratitud. No volví a tener noticias de ella, aunque es amiga de parrandas de la esposa de otro tío.
El tío J*, después de la guerra, según me contó la abuela Mina, se fue a vivir a San Miguel o a La Unión. Compró un chupadero y se emparejó con la antigua dueña, y con ella vive. La última vez que supe de él, hace unos siete años, estaba grave en el Hospital Militar. Una piltrafa, dijo la abuela: desnutrido, gastado por el alcohol, con los nervios destrozados... Se recuperó y cada cierto tiempo pregunto por él, que, con todo, me ayudó a no quedarme huérfano de padre, de madre y posiblemente de mí mismo.

2 comentarios:

Aldebarán dijo...

Ah! Él era el pariente con el asunto del ¿Volvo? y los discos.

Ya vamos cerrando las cadenas de esta historia.

De la primera foto, además de la vestimenta, me llama la atención la pose de... vos mismo ;-)

Rafael Menjivar Ochoa dijo...

Sip. Él fue el pariente con el asunto del Volvo y eso. Nos salvó el pellejo, aunque fue mi tío Mauricio (hermano de mi mamá) quien nos recogió en Potosí. Para que veas que lo que cuento, cierto o no, al menos es estructurado.
Y no sé si darte las gracias por eso de que me parezco a mí mismo, la verdad. Ese día estaba furioso y me tomaron la foto a pura amenaza. Claro que mi abuela, para convencerme, me hizo un ofrecimiento que no pude rechazar, como diría Vito Corleone: que sembráramos juntos unas "chulas" en esa misma jardinera. Lo recuerdo bien y con cariño, cuarenta y tres años más tarde.