Los años marchitos
Una mañana, después de una noche de sueño agitado, me desperté convencido de que mi padre me había hablado por teléfono desde Costa Rica, que era para algo urgente y que tenía que llamarlo. En realidad era cerca del mediodía y, sí, Luz María me dijo que había llamado a eso de las ocho de la mañana, que se comunicaría después. Me lo dijo con un aire tan casual que no me lo creí, y mi padre no iba a llamarme a las ocho de la mañana, sabiendo que hacía guiones y traducciones, me dormía a las cinco o seis de la mañana y antes de las doce no estaba en pie. O era algo urgente o era otra cosa.
Entre presión y presión, Luz María me contó que ese día cerraba el plazo para presentar trabajos para "un premio", y quería saber si yo quería participar, aprovechando que había terminado Los años marchitos unas semanas atrás, de la que mi padre, desde luego, tenía copia. (Por aquí debe estar el original, que recuperé a su muerte, junto con el de Historia del traidor.) Esa novela no está terminada, le dije. Falta corregirla, etcétera. Sólo la había trabajado un par de meses después de ponerle punto final, y más bien la tenía en reposo. Que no me vaya a hacer lo mismo que hizo con El traidor. No, no va a hacer lo mismo, me contestó. No la va a meter al concurso sin tu autorización.
Y siguió oliéndome raro, así que le dije que iba a llamarlo para decirle que no le daba la autorización.
--Es que ya le diste la autorzación.
--¿Cuándo?
--Hoy en la mañana.
Y entonces sí que llamé a mi padre, que estaba muerto de la risa, y no pude enojarme con él. (Sí, hubo veces en que de verdad nos enojamos, y fuerte; por eso preferíamos reírnos.)
La secuencia fue así: Durante la semana anterior, mi madre y él copiaron la novela en papel bonito, sacaron las copias y prepararon los anillados para presentarlos al premio "Valle Inclán" que organizaba el Instituto de Cooperación Iberoamericana, en connivencia con EDUCA. Luego, el último día --no sé por qué el último día-- mi padre llamó a casa a las ocho de la mañana y previsiblemente contestó Luz María, le dijo lo del premio y que seguro yo diría que no, así que me preguntara mientras estaba dormido. Me preguntó, pues, y supuestamente yo dije que sí. Tengo recuerdo de la plática, pero es un recuerdo posterior, de cuando ella me contó lo que habíamos hablado. En el momento de tener el sí, mi padre mandó a no sé quién a que dejara el paquete a EDUCA e hiciera la inscripción, y que no pudieran asociarlo co él (y por lo tanto conmigo). Y pues ya.
Cuando lo del Traidor, dije "Esa novelita no gana. Ni de chiste van a premiar algo así", y a otra cosa. Con Los años marchitos era más fácil: una pinche novela policial (un "subgénero") no iba a ganar un premio llamado Valle Inclán. Además todavía no estaba tan corregida, y seguro que llegarían trabajos mejor escritos. Estaba pues a salvo: tendría tiempo para corregirla y a ver si en un año o dos a alguien se le ocurría publicarla. Y ni siquiera eso era importante; el libro en el que llevaba trabajando cinco años era Terecras personas, había terminado un primer borrador y Los años marchitos era una especie de descanso.
Estábamos, desde luego, en noviembre de 1989.
En enero de 1990 entré a trabajar al diario La jornada, como ya conté. En los últimos días del mes o los primeros de febrero me llamó mi padre al trabajo para decire que había ganado. Y pues... uh... ¿en serio? Después de las felicitaciones y gracias de rigor le dije a mi compadre, que estaba a unas sillas de distancia, lo que acababa de pasar. Ese día, me parece, comenzó a acabarse una larga y hasta entonces muy buena amistad. (Detrás fueron otras más, como siempre ocurre.)
Mi padre presentó la novela bajo el pseudónimo de Alux Nahual. Cuando se publicó el libro, a mediados del año, leí el acta y la olvidé. Y me encantó que una novela "de subgénero" hubiera ganado un premio llamado Valle Inclán; me encanta cómo escribe el viejo, en especial las Sonatas.
En 1999, en un congreso de escritores y académicos y todo eso, conocí a Mario Roberto Morales y, en fin, no hicimos una especial amistad, aunque estuvimos en un par de fiestas en las que cantamos con guitarra y todo. (Tiene una voz espectacular.) Llevaba algunos ejemplares de Los años marchitos que me había dado Sebastián Vaquerano (los últimos 18) y, en fin, vendí algunos, regalé otros y me quedé con un par. Unos meses después volví a El Salvador y me puse a ver el acta del jurado; éstos habían sido Alicia Miranda Hevia, Seidy Araya Solano y Mario Roberto Morales. Y me di cuenta de la regada diplomática que había hecho: había tenido enfrente a Mario y no le había dado las gracias, ni siquiera había mencionado el libro, nada. Conseguí su dirección electrónica de urgencia y le mandé un correo pidiéndole las disculpas de rigor y, en fin, sintiéndome cucaracha.
En el primer aniversario de la muerte de mi padre, en 2001, fui a Costa Rica y, entre otras cosas, Adriano Corrales me invitó a una olla de carne espectacular que prepara y a casa de Rodolfo Arias Formoso, escritor tico, que acababa de publicar una novela divertida llamada Vámonos a Panamá, que había disfrutado un par de días antes. Después de los "Holas" y "Muchos gustos", nos pusimos a oír música. Rodolfo tenía una magnífica discoteca, y de blues y jazz todo lo que se quiera. (Hace cosa de un año o dos se la robaron, me contó Adriano. Mala onda.) Y además quesitos y vino, coca de dieta para mí, y una cena de antología. En la sobremesa, y en realidad sentados en el piso de su sala, oyendo blues, me dijo algo así como: "Qué bueno que me caíste bien, porque vos me ganaste un concurso de novela." Se me congeló la sonrisa y le dije que no podía ser, que yo no participaba en concursos, excepto en dos y...
Y al regresar a casa de mi madre busqué un ejemplar y allí estaba:
Y pos sí.
Hay más. En agosto o septiembre de 2006 se presentó El Cipitío, de Manlio Argueta, en la FILCEN. Fui para saludar a Sebastián Vaquerano, el editor de Legado, el sello que lanzó el libro, y desde luego a Manlio. Uno de los presentadores era David Hernández y, por una cosa u otra, no he tenido la oportunidad de conocerlo. Imaginé que ése sería un buen momento.
Estaba platicando con Manlio y Sebastián, se acerca David Hernández para despedirse, le da la mano a Sebas, le da la mano a Manlio y, en el momento en que alcé la mía para presentarme, se dio vuelta y se fue. Quizá debí ser un poco más enfático. En la misma acta dice:
En serio: si uno se gana un premio, hay que leer el acta del jurado, y no olvidarse de una palabra de lo que diga.
En la contratapa de Los años marchitos, en el último párrafo, se lee:
Era mi segunda novela, y el tercer libro publicado (el segundo fue el poemario Algunas de las muertes, en 1986). No sé qué diga el DRAE sobre la palabra "consagrado" (me da pereza buscarlo), pero seguro se refiere a otra cosa, que a los 30 años no tenía y que sin duda no he alcanzado a mis 47. Y lo de mexicano... Bue... Así me conocen en Los Planes: "el escritor mexicano". Con más frecuencia soy "el dueño de Natasha" y, desde hace un par de años, "el papá de Valeria", títulos que sin duda prefiero.
Los años marchitos fue otra mancha en mi conciencia. En efecto no estaba bien corregido, y apenas logré enviar una versión más o menos decente para que ésa fuera la que publicaran. Cuando lo escribí pensaba que se publicaría alguna vez, pero mi apuesta era Terceras personas (y sigue siéndola, junto con un par más), que para ese entonces ya se había reducido de doscientas y pico de cuartillas a menos de cincuenta. (Quedaría en 35.) Cuando leí el libro publicado sufrí en serio. No es que fuera espantoso, porque no lo es, pero tenía unas imprecisiones de lenguaje y unas redundancias que me ponían mal; le sobrabam palabras, qué sé yo, aunque los personajes son bien bonitos. Todavía no aprendía a darles fuerza, pero se movían bien.
Apenas en enero de 2005 se publicó la versión que yo quería, bien corregidita, el texto bien cuidado, como debía ser desde el principio. Y justo cuando lo logré, el nuevo editor decidió cambiarle el título: le puso Un buen espejo. Le gustó el libro, pero quería que fuera una primera edición. Le ofrecí otros, pero no: tenía que ser ése. Y ése fue. Al menos pude leerlo, por primera vez, como siempre había querido.
Entre presión y presión, Luz María me contó que ese día cerraba el plazo para presentar trabajos para "un premio", y quería saber si yo quería participar, aprovechando que había terminado Los años marchitos unas semanas atrás, de la que mi padre, desde luego, tenía copia. (Por aquí debe estar el original, que recuperé a su muerte, junto con el de Historia del traidor.) Esa novela no está terminada, le dije. Falta corregirla, etcétera. Sólo la había trabajado un par de meses después de ponerle punto final, y más bien la tenía en reposo. Que no me vaya a hacer lo mismo que hizo con El traidor. No, no va a hacer lo mismo, me contestó. No la va a meter al concurso sin tu autorización.
Y siguió oliéndome raro, así que le dije que iba a llamarlo para decirle que no le daba la autorización.
--Es que ya le diste la autorzación.
--¿Cuándo?
--Hoy en la mañana.
Y entonces sí que llamé a mi padre, que estaba muerto de la risa, y no pude enojarme con él. (Sí, hubo veces en que de verdad nos enojamos, y fuerte; por eso preferíamos reírnos.)
La secuencia fue así: Durante la semana anterior, mi madre y él copiaron la novela en papel bonito, sacaron las copias y prepararon los anillados para presentarlos al premio "Valle Inclán" que organizaba el Instituto de Cooperación Iberoamericana, en connivencia con EDUCA. Luego, el último día --no sé por qué el último día-- mi padre llamó a casa a las ocho de la mañana y previsiblemente contestó Luz María, le dijo lo del premio y que seguro yo diría que no, así que me preguntara mientras estaba dormido. Me preguntó, pues, y supuestamente yo dije que sí. Tengo recuerdo de la plática, pero es un recuerdo posterior, de cuando ella me contó lo que habíamos hablado. En el momento de tener el sí, mi padre mandó a no sé quién a que dejara el paquete a EDUCA e hiciera la inscripción, y que no pudieran asociarlo co él (y por lo tanto conmigo). Y pues ya.
Cuando lo del Traidor, dije "Esa novelita no gana. Ni de chiste van a premiar algo así", y a otra cosa. Con Los años marchitos era más fácil: una pinche novela policial (un "subgénero") no iba a ganar un premio llamado Valle Inclán. Además todavía no estaba tan corregida, y seguro que llegarían trabajos mejor escritos. Estaba pues a salvo: tendría tiempo para corregirla y a ver si en un año o dos a alguien se le ocurría publicarla. Y ni siquiera eso era importante; el libro en el que llevaba trabajando cinco años era Terecras personas, había terminado un primer borrador y Los años marchitos era una especie de descanso.
Estábamos, desde luego, en noviembre de 1989.
En enero de 1990 entré a trabajar al diario La jornada, como ya conté. En los últimos días del mes o los primeros de febrero me llamó mi padre al trabajo para decire que había ganado. Y pues... uh... ¿en serio? Después de las felicitaciones y gracias de rigor le dije a mi compadre, que estaba a unas sillas de distancia, lo que acababa de pasar. Ese día, me parece, comenzó a acabarse una larga y hasta entonces muy buena amistad. (Detrás fueron otras más, como siempre ocurre.)
Mi padre presentó la novela bajo el pseudónimo de Alux Nahual. Cuando se publicó el libro, a mediados del año, leí el acta y la olvidé. Y me encantó que una novela "de subgénero" hubiera ganado un premio llamado Valle Inclán; me encanta cómo escribe el viejo, en especial las Sonatas.
En 1999, en un congreso de escritores y académicos y todo eso, conocí a Mario Roberto Morales y, en fin, no hicimos una especial amistad, aunque estuvimos en un par de fiestas en las que cantamos con guitarra y todo. (Tiene una voz espectacular.) Llevaba algunos ejemplares de Los años marchitos que me había dado Sebastián Vaquerano (los últimos 18) y, en fin, vendí algunos, regalé otros y me quedé con un par. Unos meses después volví a El Salvador y me puse a ver el acta del jurado; éstos habían sido Alicia Miranda Hevia, Seidy Araya Solano y Mario Roberto Morales. Y me di cuenta de la regada diplomática que había hecho: había tenido enfrente a Mario y no le había dado las gracias, ni siquiera había mencionado el libro, nada. Conseguí su dirección electrónica de urgencia y le mandé un correo pidiéndole las disculpas de rigor y, en fin, sintiéndome cucaracha.
En el primer aniversario de la muerte de mi padre, en 2001, fui a Costa Rica y, entre otras cosas, Adriano Corrales me invitó a una olla de carne espectacular que prepara y a casa de Rodolfo Arias Formoso, escritor tico, que acababa de publicar una novela divertida llamada Vámonos a Panamá, que había disfrutado un par de días antes. Después de los "Holas" y "Muchos gustos", nos pusimos a oír música. Rodolfo tenía una magnífica discoteca, y de blues y jazz todo lo que se quiera. (Hace cosa de un año o dos se la robaron, me contó Adriano. Mala onda.) Y además quesitos y vino, coca de dieta para mí, y una cena de antología. En la sobremesa, y en realidad sentados en el piso de su sala, oyendo blues, me dijo algo así como: "Qué bueno que me caíste bien, porque vos me ganaste un concurso de novela." Se me congeló la sonrisa y le dije que no podía ser, que yo no participaba en concursos, excepto en dos y...
Y al regresar a casa de mi madre busqué un ejemplar y allí estaba:
2. Otorgar meciones honoríficas a las novelas que a continuación se señalan: El emperador Tertuliano y la legión de los superlimpios que bajo el pseudónimo Celacanto, presenta Rodolfo Arias Formoso, costarriecense, por el uso original de las hablas populares de Costa Rica y la aguda observación del medio burocrático nacional...
Y pos sí.
Hay más. En agosto o septiembre de 2006 se presentó El Cipitío, de Manlio Argueta, en la FILCEN. Fui para saludar a Sebastián Vaquerano, el editor de Legado, el sello que lanzó el libro, y desde luego a Manlio. Uno de los presentadores era David Hernández y, por una cosa u otra, no he tenido la oportunidad de conocerlo. Imaginé que ése sería un buen momento.
Estaba platicando con Manlio y Sebastián, se acerca David Hernández para despedirse, le da la mano a Sebas, le da la mano a Manlio y, en el momento en que alcé la mía para presentarme, se dio vuelta y se fue. Quizá debí ser un poco más enfático. En la misma acta dice:
...y a Salvamuerte (Sucesos de amor y de una guerrilla), que bajo el pseudónimo de Rigoberto Jaime, envía David Hernández, salvadoreño, por la asimilación de la tradición novelística sobre el tema y el tratamiento poético del exillio.
En serio: si uno se gana un premio, hay que leer el acta del jurado, y no olvidarse de una palabra de lo que diga.
En la contratapa de Los años marchitos, en el último párrafo, se lee:
EDUCA se complace en publicar Los años marchitos de este consagrado escritor mexicano.
Era mi segunda novela, y el tercer libro publicado (el segundo fue el poemario Algunas de las muertes, en 1986). No sé qué diga el DRAE sobre la palabra "consagrado" (me da pereza buscarlo), pero seguro se refiere a otra cosa, que a los 30 años no tenía y que sin duda no he alcanzado a mis 47. Y lo de mexicano... Bue... Así me conocen en Los Planes: "el escritor mexicano". Con más frecuencia soy "el dueño de Natasha" y, desde hace un par de años, "el papá de Valeria", títulos que sin duda prefiero.
Los años marchitos fue otra mancha en mi conciencia. En efecto no estaba bien corregido, y apenas logré enviar una versión más o menos decente para que ésa fuera la que publicaran. Cuando lo escribí pensaba que se publicaría alguna vez, pero mi apuesta era Terceras personas (y sigue siéndola, junto con un par más), que para ese entonces ya se había reducido de doscientas y pico de cuartillas a menos de cincuenta. (Quedaría en 35.) Cuando leí el libro publicado sufrí en serio. No es que fuera espantoso, porque no lo es, pero tenía unas imprecisiones de lenguaje y unas redundancias que me ponían mal; le sobrabam palabras, qué sé yo, aunque los personajes son bien bonitos. Todavía no aprendía a darles fuerza, pero se movían bien.
Apenas en enero de 2005 se publicó la versión que yo quería, bien corregidita, el texto bien cuidado, como debía ser desde el principio. Y justo cuando lo logré, el nuevo editor decidió cambiarle el título: le puso Un buen espejo. Le gustó el libro, pero quería que fuera una primera edición. Le ofrecí otros, pero no: tenía que ser ése. Y ése fue. Al menos pude leerlo, por primera vez, como siempre había querido.
1 comentario:
Que buena reseña acerca de cómo se envió una novela a concurso, de la adjudicación del premio a un "mexicano" que es salvadoreño, del jurado integrado por una costarricense (Seydy Araya) y un guatemalteco (Mario Morales) y por qué se deben leer las actas del final del concurso, gane o pierda quien recibe copia de la misma.
Es una reseña ideal para quienes piensan participar en concursos, como el que cierra el 10 de noviembre 2010, Premio de novela Mario Monteforte Toledo, en Guatemla, ganen, reciban mención honorífica o ni las gracias por haber participado.
Ariel Batres V.
Guatemala
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