Si las dudas persisten, Julio. (Y un boleto de autobús.)
Dos fragmentos tomados de La vuelta al día en 80 mundos, de Julio Cortázar:
1.
La ironía de la pregunta de mi mujer se me ha quedado un poco como la nube sobre Cazeneuve. ¿Y por qué no un libro de memorias? Si me diera la gana, ¿por qué no? Qué continente de hipócritas el sudamericano, qué miedo de que nos tachen de vanidosos y/o de pedantes. Si Robert Graves o Simone de Beauvoir hablan de sí mismos, gran respeto y acatamiento; si Carlos Fuentes o yo publicáramos nuestras memorias, nos dirían inmediatamente que nos creemos importantes. Una de las pruebas del subdesarrollo de nuestros países es la falta de naturalidad de sus escritores; la otra es la falta de humor, pues éste no nace sin naturalidad. La suma de naturalidad y de humor es lo que en otras sociedades da al escritor su personería; Graves y Beauvoir escriben sus memorias el mismísimo día que se les antoja, sin que ni a ellos ni a los lectores les parezca nada excepcional. Nosotros, tímidos productos de la autocensura y de la sonriente vigilancia de amigos y críticos, nos limitamos a escribir memorias vicarias, asomándonos a lo Frégoli desde nuestras novelas. Y si cualquier novelista hace siempre un poco eso, porque está en la naturaleza misma de las cosas, nosotros nos quedamos dentro, constituimos domicilio legal en nuestras novelas, y cuando salimos a la calle somos unos señores aburridos, preferentemente vestidos de azul oscuro. Vamos a ver: ¿por qué no escribiría yo mis memorias ahora que empieza mi crepúsculo, que he terminado la jaula del obispo y que soy culpable de un montoncito de libros que dan algún derecho a la primera persona del singular?
2.
¿Por qué diablos hay entre nuestra vida y nuestra literatura una especie de "muro de la vergüenza"? En el momento de ponerse a trabajar en un cuento o una novela el escritor típico se calza el cuello duro y se sube a lo más alto del ropero. A cuántos conocí que si hubieran escrito como pensaban, inventaban o hablaban en las mesas de café o en las charlas después de un concierto o un match de box, habrían conseguido esa admiración cuya ausencia siguen atribuyendo a las razones deploradas ccn lágrimas y folletos por las sociedades de escritores: snobismo del público que prefiere a los extranjeros sin mirar lo que tiene en casa, alevosa perversidad de los editores, y no sigamos que va a llorar hasta el nene. Hiato egipcio entre una escritura demótica y otra hierática: nuestro escriba sentado asume la solemnidad del que habita en el Louvre tan pronto le saca la fundita a la Remington, de entrada se le adivina el pliegue de la boca, la hamarga hexperiencia humana asomando en forma de rictus que, como es notorio, no se cuenta entre las muecas que faciliten la mejor prosa. Estos ñatos creen que la seriedad tiene que ser solemne o no ser; como si Cervantes hubiera sido solemne, carajo. Descuentan que la seriedad deberá basarse en lo negativo, lo tremendo, lo trágico, lo Stavrogin, y que sólo desde ahí nuestro escritor accederá (en los dos sentidos del término) a los signos positivos, a un posible happy end, a algo que se asemeje un poco más a esta confusa vida donde no hay maniqueo que llegue a nada. Asomarse al gran misterio con la actitud de un Macedonio se les ocurre a muy pocos; a los humoristas les pegan de entrada la etiqueta para distinguirlos higiénicamente de los escritores serios. Cuando mis cronopios hicieron algunas de las suyas en Corrientes y Esmeralda, huna heminente hintelectual hexclamó: "¡Qué lástima, pensar que era un escritor tan serio!" Sólo se acepta el humor en su estricta jaulita, y ojo con trinar mientras suena la sinfónica porque lo dejamos sin alpiste para que aprenda. En fin, señora, el humor es all pervading o no es, como siempre lo supieron Juan Filloy, Shakespeare y Max Ernst; reducido a sus propias fuerzas, solo en la jaulita, dará Three Men on a Boat pero jamás Sancho en la ínsula, jamás mi tío Toby, jamás el velorio del pisador de barro.
Le aclaro entonces que el humor cuya alarmante carencia deploro en nuestras tierras reside en la situación física y metafísica del escritor que le permite lo que para otros serían errores de paralaje, por ejemplo ver las agujas del reloj del comedor en la una y media cuando apenas son las doce y veinticinco, y jugar con todo lo que brinca de esa fluctuante disponibilidad del mundo y sus criaturas, entrar sin esfuerzo en la ironía, el understatement, la ruptura de los clisés idiomáticos que contamina nuestras mejores prosas tan seguras de que son las doce y veinticinco como si las doce y veinticinco tuvieran alguna realidad fuera de la convención que las decidió con gran concurso de cosmógrafos y pendolistas de Maguncia y de Ginebra. Y esto de los clisés idiomáticos no es broma; se puede verificar el predominio de un lenguaje hierático en las letras sudamericanas, un lenguaje que en su más alto nivel da por ejemplo El siglo de las luces, mientras todo el resto se agruma en una prosa que más tiene que ver con la sémola que con la vida que pretende encarnar. En la Argentina hay índices de un divertido proceso; por reacción contra la prosa de los tortugones amoratados, unos cuantos escritores más jóvenes se han puesto a escribir "hablado", y aunque los mejores lo hacen muy bien la mayoría le ha errado al bochín y se está hundiendo todavía más que los acrisolados (palabra que éstos colocan siempre en alguna parte). A mí me parece que no es con pasar del calor del crisol al de la cancha de Rácing que haremos nuestra literatura. Un Roberto Arlt escribía idiomáticamente mal porque no estaba equipado para hacerlo de otra manera; pero tener una cultura de primera fuerza como suelen tenerla los argentinos y caer en una escritura de pizzería me parece a lo sumo una reacción de chiquilín que se decreta comunista porque el papá es socio del Club del Progreso.
En medio del libro de La vuelta al día en ochenta mundos (Siglo XXI Editores, séptima edición en formato especial, México, 1986) ha habido, durante años, un boleto de autobús de Acapulco al Distrito Federal. Algo me llama la atención: el día del viaje, un jueves. Y la fecha: 2 de diciembre de 1993.
Llegué a Acapulco en los primeros días de abril de ese año, quizá los últimos de marzo, en medio de una depresión clínica y con un matrimonio a pedazos, para fundar un diario, El Sur, junto con unos compañeros de La Jornada y Novedades. El dinero alcanzó para pagarnos dos meses, y en los meses siguientes tuve (al igual que los demás) que hacer otros trabajos para ganarme el derecho de trabajar allí. Hice guiones para historieta, a un ritmo mucho menor; estaba agotado después de ocho años de eso. También di clases de historia contemporánea en la Universidad Loyola del Pacífico. Divertidísimo. Usé métodos de taller, y me dice el entonces coordinador de la carrera de Comunicaciones que todavía, a principios de ciclo, se les da un curso a los maestros para que utilicen algunos de ellos. El coordinador, Sergio Lépez Vela, es ahora el rector. También diagramé durante varios meses la revista Tiempo Libre Acapulco.
Un día, por motivos que no vale la pena mencionar, además de los económicos, me fui de regreso al Distrito Federal, y no volví a Acapulco, a pesar de que siempre hice planes. Llegué a estar en la terminal de Tasqueña a punto de comprar boleto, y cambié el rumbo a última hora. Supongo que regresaré alguna vez.
Creo que ése fue el último boleto que compré de Acapulco al Defe. Cuando viajaba para arreglar algún asunto, familiar o de dinero, lo hacía los viernes a la medianoche, luego de terminar la edición. Trato de pensar si estuve allá después del 2 de diciembre y no me llegan recuerdos. Y veo que me fui en el servicio de 70 pesos, no en el de 90, que era el que acostumbraba. (Había uno de 120 que detestaba. Trataban de hacerlo tan cómodo que resultaba angustiante.) No creo que tomara ese autobús por la falta de veinte pesos, sino por la prisa. Quizá, así como de un día para otro decidí irme a Acapulco en el primer avión que saliera, de un momento a otro decidí regresarme al Defe, en lo primero que agarrara.
El Sur persistió como diario de alcance estatal hasta los últimos días de 1993. En 1994 se convirtió en semanario local, y allí sigue, con algunos de los fundadores originales, que aguantaron más que yo. Por mi parte entré a trabajar como jefe del laboratorio de pruebas de hardware y software de la revista Personal Computing México, desaparecida hace ya varios años. Un mes y medio después era jefe de redacción, y un par de meses más tarde editor ejecutivo, aunque seguía desarmando máquinas junto con Roberto Zarco (un nerd magnífico al que me dejaron contratar, y a quien admiro) y las mismas cosas que en el cargo anterior, aunque con varios miles de pesos más al mes, lo que es el status.
Etcétera.
1.
La ironía de la pregunta de mi mujer se me ha quedado un poco como la nube sobre Cazeneuve. ¿Y por qué no un libro de memorias? Si me diera la gana, ¿por qué no? Qué continente de hipócritas el sudamericano, qué miedo de que nos tachen de vanidosos y/o de pedantes. Si Robert Graves o Simone de Beauvoir hablan de sí mismos, gran respeto y acatamiento; si Carlos Fuentes o yo publicáramos nuestras memorias, nos dirían inmediatamente que nos creemos importantes. Una de las pruebas del subdesarrollo de nuestros países es la falta de naturalidad de sus escritores; la otra es la falta de humor, pues éste no nace sin naturalidad. La suma de naturalidad y de humor es lo que en otras sociedades da al escritor su personería; Graves y Beauvoir escriben sus memorias el mismísimo día que se les antoja, sin que ni a ellos ni a los lectores les parezca nada excepcional. Nosotros, tímidos productos de la autocensura y de la sonriente vigilancia de amigos y críticos, nos limitamos a escribir memorias vicarias, asomándonos a lo Frégoli desde nuestras novelas. Y si cualquier novelista hace siempre un poco eso, porque está en la naturaleza misma de las cosas, nosotros nos quedamos dentro, constituimos domicilio legal en nuestras novelas, y cuando salimos a la calle somos unos señores aburridos, preferentemente vestidos de azul oscuro. Vamos a ver: ¿por qué no escribiría yo mis memorias ahora que empieza mi crepúsculo, que he terminado la jaula del obispo y que soy culpable de un montoncito de libros que dan algún derecho a la primera persona del singular?
2.
¿Por qué diablos hay entre nuestra vida y nuestra literatura una especie de "muro de la vergüenza"? En el momento de ponerse a trabajar en un cuento o una novela el escritor típico se calza el cuello duro y se sube a lo más alto del ropero. A cuántos conocí que si hubieran escrito como pensaban, inventaban o hablaban en las mesas de café o en las charlas después de un concierto o un match de box, habrían conseguido esa admiración cuya ausencia siguen atribuyendo a las razones deploradas ccn lágrimas y folletos por las sociedades de escritores: snobismo del público que prefiere a los extranjeros sin mirar lo que tiene en casa, alevosa perversidad de los editores, y no sigamos que va a llorar hasta el nene. Hiato egipcio entre una escritura demótica y otra hierática: nuestro escriba sentado asume la solemnidad del que habita en el Louvre tan pronto le saca la fundita a la Remington, de entrada se le adivina el pliegue de la boca, la hamarga hexperiencia humana asomando en forma de rictus que, como es notorio, no se cuenta entre las muecas que faciliten la mejor prosa. Estos ñatos creen que la seriedad tiene que ser solemne o no ser; como si Cervantes hubiera sido solemne, carajo. Descuentan que la seriedad deberá basarse en lo negativo, lo tremendo, lo trágico, lo Stavrogin, y que sólo desde ahí nuestro escritor accederá (en los dos sentidos del término) a los signos positivos, a un posible happy end, a algo que se asemeje un poco más a esta confusa vida donde no hay maniqueo que llegue a nada. Asomarse al gran misterio con la actitud de un Macedonio se les ocurre a muy pocos; a los humoristas les pegan de entrada la etiqueta para distinguirlos higiénicamente de los escritores serios. Cuando mis cronopios hicieron algunas de las suyas en Corrientes y Esmeralda, huna heminente hintelectual hexclamó: "¡Qué lástima, pensar que era un escritor tan serio!" Sólo se acepta el humor en su estricta jaulita, y ojo con trinar mientras suena la sinfónica porque lo dejamos sin alpiste para que aprenda. En fin, señora, el humor es all pervading o no es, como siempre lo supieron Juan Filloy, Shakespeare y Max Ernst; reducido a sus propias fuerzas, solo en la jaulita, dará Three Men on a Boat pero jamás Sancho en la ínsula, jamás mi tío Toby, jamás el velorio del pisador de barro.
Le aclaro entonces que el humor cuya alarmante carencia deploro en nuestras tierras reside en la situación física y metafísica del escritor que le permite lo que para otros serían errores de paralaje, por ejemplo ver las agujas del reloj del comedor en la una y media cuando apenas son las doce y veinticinco, y jugar con todo lo que brinca de esa fluctuante disponibilidad del mundo y sus criaturas, entrar sin esfuerzo en la ironía, el understatement, la ruptura de los clisés idiomáticos que contamina nuestras mejores prosas tan seguras de que son las doce y veinticinco como si las doce y veinticinco tuvieran alguna realidad fuera de la convención que las decidió con gran concurso de cosmógrafos y pendolistas de Maguncia y de Ginebra. Y esto de los clisés idiomáticos no es broma; se puede verificar el predominio de un lenguaje hierático en las letras sudamericanas, un lenguaje que en su más alto nivel da por ejemplo El siglo de las luces, mientras todo el resto se agruma en una prosa que más tiene que ver con la sémola que con la vida que pretende encarnar. En la Argentina hay índices de un divertido proceso; por reacción contra la prosa de los tortugones amoratados, unos cuantos escritores más jóvenes se han puesto a escribir "hablado", y aunque los mejores lo hacen muy bien la mayoría le ha errado al bochín y se está hundiendo todavía más que los acrisolados (palabra que éstos colocan siempre en alguna parte). A mí me parece que no es con pasar del calor del crisol al de la cancha de Rácing que haremos nuestra literatura. Un Roberto Arlt escribía idiomáticamente mal porque no estaba equipado para hacerlo de otra manera; pero tener una cultura de primera fuerza como suelen tenerla los argentinos y caer en una escritura de pizzería me parece a lo sumo una reacción de chiquilín que se decreta comunista porque el papá es socio del Club del Progreso.
* * *
En medio del libro de La vuelta al día en ochenta mundos (Siglo XXI Editores, séptima edición en formato especial, México, 1986) ha habido, durante años, un boleto de autobús de Acapulco al Distrito Federal. Algo me llama la atención: el día del viaje, un jueves. Y la fecha: 2 de diciembre de 1993.
Llegué a Acapulco en los primeros días de abril de ese año, quizá los últimos de marzo, en medio de una depresión clínica y con un matrimonio a pedazos, para fundar un diario, El Sur, junto con unos compañeros de La Jornada y Novedades. El dinero alcanzó para pagarnos dos meses, y en los meses siguientes tuve (al igual que los demás) que hacer otros trabajos para ganarme el derecho de trabajar allí. Hice guiones para historieta, a un ritmo mucho menor; estaba agotado después de ocho años de eso. También di clases de historia contemporánea en la Universidad Loyola del Pacífico. Divertidísimo. Usé métodos de taller, y me dice el entonces coordinador de la carrera de Comunicaciones que todavía, a principios de ciclo, se les da un curso a los maestros para que utilicen algunos de ellos. El coordinador, Sergio Lépez Vela, es ahora el rector. También diagramé durante varios meses la revista Tiempo Libre Acapulco.
Un día, por motivos que no vale la pena mencionar, además de los económicos, me fui de regreso al Distrito Federal, y no volví a Acapulco, a pesar de que siempre hice planes. Llegué a estar en la terminal de Tasqueña a punto de comprar boleto, y cambié el rumbo a última hora. Supongo que regresaré alguna vez.
Creo que ése fue el último boleto que compré de Acapulco al Defe. Cuando viajaba para arreglar algún asunto, familiar o de dinero, lo hacía los viernes a la medianoche, luego de terminar la edición. Trato de pensar si estuve allá después del 2 de diciembre y no me llegan recuerdos. Y veo que me fui en el servicio de 70 pesos, no en el de 90, que era el que acostumbraba. (Había uno de 120 que detestaba. Trataban de hacerlo tan cómodo que resultaba angustiante.) No creo que tomara ese autobús por la falta de veinte pesos, sino por la prisa. Quizá, así como de un día para otro decidí irme a Acapulco en el primer avión que saliera, de un momento a otro decidí regresarme al Defe, en lo primero que agarrara.
El Sur persistió como diario de alcance estatal hasta los últimos días de 1993. En 1994 se convirtió en semanario local, y allí sigue, con algunos de los fundadores originales, que aguantaron más que yo. Por mi parte entré a trabajar como jefe del laboratorio de pruebas de hardware y software de la revista Personal Computing México, desaparecida hace ya varios años. Un mes y medio después era jefe de redacción, y un par de meses más tarde editor ejecutivo, aunque seguía desarmando máquinas junto con Roberto Zarco (un nerd magnífico al que me dejaron contratar, y a quien admiro) y las mismas cosas que en el cargo anterior, aunque con varios miles de pesos más al mes, lo que es el status.
Etcétera.
7 comentarios:
¿Por que desaparecio la revista? Alla por 94 y 95, compraba tanto Pc MAgazine como la Pc Computing, pero me gustaba bastante el tono mas informal (y chistoso) de la ultima.
SoySal: Personal Computing se les estaba cayendo bien feo; se dedicaba sobre todo a lectores corporativos, y de ésos hay pocos. Así que amplié el tipo de artículos, reseñas, notas, etcétera. Por ejemplo, había secciones dedicadas sólo a nerds (como una historieta que se llamaba Súper Hacker), una columna que se llamaba "El abogado del diablo", y cosas escritas precisamente por nerds para nerds. La mayor parte era para usuarios "de a pie" que compraban su primera computadora, que iba desde "esto es un mouse" hasta dónde conseguir un módem a buen precio, y cómo instalar lo que fuera, todo muy sencillo y escrito también por verdaderos gurús. Había una sección de juegos, pero no para comercializarlos (que era la línea anterior), sino cómo jugarlos, cómo estaban hechos, etcétera. Por esos días apareció Doom, y después de una pelea que no te imaginas logré que lo mencionaran en la portada. Nos pasamos días y días jugándolo hasta terminarlo, individualmente y en red, en el modo que quieras.
Cuando salí de allí (me puse a trabajar como editor independiente para Planeta y como traductor mercenario, además de guionista), volvieron al rollo corporativo, a mercadear más que a informar, y se les cayó de muevo. Creo que les faltaba sentido del humor. Les quedó un buen equipo, pero el editor no sabía mucho de computación. Había que explicarle la diferencia entre megabyte y megabit cuando se hacía un artículo sobre redes; corregía la nota porque para él sólo había de los primeros, y los segundos eran un error. Eso sí, sabía cuánto había vendido Cisco Systems en los últimos doscientos años, y cómo se llamaba Bill Gates.
Me la pasé bien allí.
HOLA RAFA:
CON LA NOVEDAD QUE TE HARÉ TÍO. SI, TENGO 2 MESES DE EMBARAZO Y YO SIN DARME CUENTA. HASTA EL SABADO ME ENTERE. ¡ESTOY FELIZ! CUIDATE Y SALUDOS.SI, SOY LA USUARIA ANONIMA.
¡¡Felicidades!! Los milagros pasan todos los días, y algunos son maravillosos, como el tuyo. (Esos, por suerte, no pasan todos los días, o no te cuento el tiempo que estarías preparando biberones y lavando cosas.) Krisma dice que también felicidades, y nuestro milagro particular no sé qué digam porque anda corriendo en estos momentos entre una computadora y otra, enseñándonos su panza.
Estoy seguro de que la mara de La Casa va a estar feliz por ti también.
Hey qué coincidencia... pero juro que lo hice sin conocimiento de causa. Pero bueno, ahí va otra de Cortázar. Saludos.
Mi estimado maestrísimo y casi casi gurú (¡qué chistosa palabreja!). Mucha chamba. Poco tiempo para navegar. Hacía rato que no entraba a tu blog y ya lo extrañaba.
¡Recuerdos chingones los de ese heroico 1993!... y perdón por dejarte colgado, je.
Sólo un detallito: El Sur otra vez es diario.
Saludos chilangos
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