La evolución del libro
Cuando se habla de “la desaparición del libro”, se habla de algo que ocurrió hace largo tiempo; o, desde otro punto de vista, se habla de la lógica evolución de las formas de transmisión del conocimiento, y acaso del conocimiento mismo.
El aún relativo auge de los libros en formato electrónico –desde obras maestras del diseño hasta simples archivos ascii, pasando por las páginas web y la piratería en formato *.rtf– pone a los apocalípticos ante el temor de que ese objeto entrañable ya no se encuentre en las estanterías y que, de hecho, ya no haya estanterías.
Los defensores del libro, en general, no tienen argumentos racionales; hablan de la calidez del libro, de su belleza intrínseca, del contacto físico entre el lector y el texto y, en contraposición, de la frialdad de la pantalla; “no es lo mismo” leer un libro hecho ex profeso que hojas impresas de tamaño carta o letras luminosas en aparatos electrónicos.
Los defensores de la “desaparición” del libro –o de su transformación– tienen en contraste demasiados argumentos racionales. El más importante es que el medio no es el mensaje: si lo que importa es la información –o el placer de la lectura, o pasar el rato–, para ver lo que hay adentro del libro da igual un medio que otro, con la ventaja de que en un diskette, un CD o un aparato electrónico de lectura pueden llevarse decenas o cientos de volúmenes. Dado que el libro no es fundamental como objeto, sostienen, el medio electrónico ofrece una democratización de la información, gracias a su difusión masiva y muchas veces gratuita, lo que es sólo relativo: los que no cuentan con una computadora o con acceso a Internet, como la mayoría de lectores potenciales y reales de países menos desarrollados, quedan fuera de esa democracia. Y, excepto los libros de dominio público, las novedades de cincuenta años a la fecha tienen un precio pagadero con tarjeta de crédito. Los libros en papel tampoco son un alarde de gratuidad: son relativamente pocos quienes pueden pagar sus precios, a menos que se resignen a un rango de temas y autores limitado o a ediciones generalmente malas.
Para ambas opciones –libro en papel, libro electrónico– existen soluciones que ayudan a la tal democratización: las bibliotecas públicas y la piratería, esta última en forma de fotocopias, impresión en chorro de tinta, diskette o ediciones dolorosamente rústicas y a veces ilegales. Lo recurrido de la piratería inclinaría la balanza en favor de la posición “utilitaria”: lo que importa es lo que viene dentro del libro, no el libro en sí. Y, con todo, no se trata de una posición descabellada, porque el libro como lo conocemos en la actualidad no es el objeto digno de culto que alguna vez fue.
GUTTENBERG ES EL CULPABLE
Si lo que se quiere es defender el libro como un objeto con valor intrínseco, hay que remontarse a los que elaboraban los monjes copistas de la Edad Media, con su caligrafía exquisita –la tipografía más delicada es su pálida sombra–, los ex libris y capitulares, a veces tan importantes como el texto mismo, y los meses o años de elaboración que los convertían en piezas únicas en las que literalmente había trozos de vida de los editores.
Cuando apareció Guttenberg con su imprenta de tipos móviles, la iglesia católica puso el grito en el cielo: ésos no eran libros. ¿A quién se le ocurría que pudieran existir cincuenta o veinte o siquiera dos ejemplares iguales de la Biblia o de lo que fuera? La potencial masificación era la muerte del libro como objeto... un argumento similar al que se esgrime en la actualidad contra el libro electrónico.
Claro que eso no era lo que en el fondo preocupaba a los sacerdotes y monjes, copistas o no, ni a algunos aristócratas usufructuarios del saber, sino la eventual masificación del conocimiento, bajo la premisa –aún no enunciada en aquel entonces– de que la información es poder. No es gratuito que la Inquisición surgiera finales de la Edad Media y principios del Renacimiento, justo cuando se planteó una mayor difusión del conocimiento –gracias, entre otros, a Guttenberg–, y que las quemas de libros y de sus lectores e intérpretes fueran dos de sus actividades más recurridas.
De hecho pasaron siglos antes de que la masificación de los libros fuera una realidad, con relativas excepciones, como los trabajos de Shakespeare, Molière, Rabelais, Cervantes y otros. En el siglo XIX, en Inglaterra, Francia y Estados Unidos, principalmente, los folletines cumplieron un papel fundamental; Balzac, Poe, Dickens, Dostoyevski, comenzaron a alcanzar públicos mucho más amplios.
Es en realidad en la segunda década del siglo XX que puede comenzar a hablarse de grandes tirajes dirigidos a sectores que tenían poco o ningún acceso a los libros. Por un lado, en los países capitalistas, especialmente Estados Unidos e Inglaterra, se crearon no sólo tirajes, sino también géneros –ciencia ficción, novela policial y negra–, destinados al consumo masivo. Las revoluciones mexicana, soviética, china, y mucho más tarde la cubana y otras, pusieron un nuevo universo en manos de lectores que se crearon y criaron con esquemas de educación socializada. Y aunque a veces los contenidos pudieran ser criticables en términos estéticos o ideológicos, lo cierto es ofrecieron nuevas perspectivas a sectores más amplios.
Como sea, a medida que el libro se masificaba, se alejaba mucho más de aquel objeto inapreciable que alguna vez fue. La siempre relativa democratización de la cultura implicó ediciones más funcionales y menos costosas, aunque se han conservado las ediciones de mayor calidad que, de cualquier manera, sólo en pocos casos pueden tener un valor por su factura casi tanto como por su contenido. Para decirlo nuevamente: lo más importante en el libro moderno sigue siendo lo que transmite, no necesariamente la forma en que lo transmite; es un objeto funcional, no un objeto de valor intrínseco.
Es la emotividad y la sensorialidad el asidero que muchos lectores encuentran para defender su existencia, y por eso los “racionalistas” encuentran indiferente el medio de transmisión, en tanto el mensaje llegue a donde debe llegar.
MÁS QUE UNA ALTERNATIVA
¿Existe una posición intermedia entre los dos puntos de vista? En realidad no importa demasiado. Hasta ahora las ediciones electrónicas sólo han sustituido un objeto por la representación de este objeto. La alternativa del libro es una imagen virtual del libro, lo que no resuelve ningún problema de fondo, porque en el fondo no hay problema alguno: se escoja el libro impreso o el libro virtual, lo único que cambia es el medio de transmisión del mensaje, y por ahora las dos parecen opciones complementarias, no excluyentes.
Lo anterior no es un modo de buscar un justo medio para quedar bien, sino algo más profundo: lo que está en juego no es la forma que adopte el libro, sino la evolución misma de lo que va dentro de él, que encuentra una muy sólida base en los crecientes avances tecnológicos, entre ellos las nuevas posibilidades que plantea el libro electrónico, con sus herramientas nuevas y la lógica propia que éstas conllevan. (Una lógica después de todo humana: son humanos los que han llevado a la tecnología hasta el punto actual, y las herramientas no dejan de ser herramientas, cuyo valor se encuentra en el uso que se les dé. Una máquina, pues, no es una máquina: es la persona que la maneja para que la máquina tenga sentido, y hasta cierto grado para que tenga sentido la persona misma, si Marx tenía algo de razón.)
Uno de los inventos más valiosos que abren perspectivas para nuevas concepciones del libro, no para una simple sustitución, es, además de la computación personal, el disco compacto en todas sus variantes y otras herramientas de almacenamiento masivo; la cantidad de datos que pueden guardarse en un dispositivo electrónico actual supera con mucho lo que cabe en un libro de buen tamaño. Otro son los formatos gráficos –imágenes, video, rendering– y los de audio –voz, música, efectos– que pueden ser creados, manipulados, comprimidos y sincronizados. Otro, los lenguajes de programación relativamente sencillos –HTML, Java, scripts, herramientas visuales–, que invitan a los usuarios expertos sin exigirles grados de tecnificación excesivos. Sin contar, claro está, el texto, el hipertexto y lenguajes asociados, como la tipografía y todo lo que hace un libro o su imagen.
Sin letra no hay literatura; es un asunto de simple etimología. A la literatura se la ha acompañado en ocasiones con ilustraciones que le han dado significados interesantes o que los han modificado, pero en realidad se trata de un “adorno” para las letras, no de partes fundamentales de ésta.
Un libro electrónico, si se ha de ser consecuente, debería contar con toda la compleja gama de posibilidades que ofrece la tecnología. Meter representaciones de libros –letras, ilustraciones– en un CD-ROM es darle vueltas a un asunto ya viejo. Un “libro nuevo”, estaría formado tanto de texto como de movimiento, imagen, sonido: no representaría la vida sólo a través de los signos de la escritura, y no sólo se plantearía con letras la visión personal que el autor tenga del universo, sino con tantos elementos como se desee y la tecnología permita.
Es difícil hablar de algo que no se conoce y que aún no existe, pero el reto es encontrarlo mediante las herramientas que ya se poseen. La fotografía –hija de la tecnología más avanzada de mediados del XIX– no se conformó con representar mecánicamente la realidad, sino que intentó acercarse a la pintura, que a su vez la veía como una hermana bastarda. Y por suerte el acercamiento falló: la fotografía es la fotografía, y ahora convive pacíficamente con su hermana mayor. Luego fue el cine, que se convirtió en un medio con valor estético y documental propio. La historieta, una adaptación del cine al papel con miras a la masificación –el camino contrario del que sigue el libro–, aún funciona bien y ha logrado cumbres notables, como Will Eisner (The Spirit), Frank Miller (Sin City), Hugo Pratt (Corto Maltese), Guido Crepax (Valentina), etcétera.
¿Qué se quiere decir? Que el libro, como todo lo demás, debe evolucionar, y de hecho –aunque lentamente– ha evolucionado, desde las tablillas de arcilla hasta las ediciones virtuales. Pero no sólo se precisa de que su forma cambie del papel a la pantalla; ése es un cambio de forma, y su uso estará en las preferencias de cada quién o en lo que de manera natural vayan marcando los avatares de la cultura.
Una verdadera transformación del libro implicaría una ruptura con la escritura como la conocemos ahora y su conversión en otra cosa, sea ésta la que sea, con la utilización del texto como elemento básico, pero no único, y de los otros recursos como algo más que decoración o apoyo: lo que fue la fotografía en relación con la pintura, el cine con la fotografía, las animaciones computarizadas con el cine.
Habría disciplinas basadas en el libro que sin duda se encontrarían en el paraíso sin mayor esfuerzo, como la historia y las ciencias naturales; la literatura, por su parte, debería transformarse en una disciplina totalmente diferente, quizá al principio en una mixtura de elementos, hasta que tome una personalidad propia –a través de la interactividad con el lector, quizá– y se le llame de otro modo y tenga otras leyes y otras estructuras, y el libro electrónico se llame “libro” sólo por comodidad, analogía o nostalgia.
Hay algo cierto: cuando esa transformación ocurra, el libro podrá convertirse en un objeto con valor propio, como alguna vez lo fueron los libros primorosamente elaborados por pacientes monjes, que no sólo transcribían a Aristóteles sino también dejaban constancia de su interpretación y de su existencia en capitulares y ex libris, que en cada página reinventaban el universo y que, en fin, se divertían horrores en el cumplimiento de su laboriosa pasión.
El aún relativo auge de los libros en formato electrónico –desde obras maestras del diseño hasta simples archivos ascii, pasando por las páginas web y la piratería en formato *.rtf– pone a los apocalípticos ante el temor de que ese objeto entrañable ya no se encuentre en las estanterías y que, de hecho, ya no haya estanterías.
Los defensores del libro, en general, no tienen argumentos racionales; hablan de la calidez del libro, de su belleza intrínseca, del contacto físico entre el lector y el texto y, en contraposición, de la frialdad de la pantalla; “no es lo mismo” leer un libro hecho ex profeso que hojas impresas de tamaño carta o letras luminosas en aparatos electrónicos.
Los defensores de la “desaparición” del libro –o de su transformación– tienen en contraste demasiados argumentos racionales. El más importante es que el medio no es el mensaje: si lo que importa es la información –o el placer de la lectura, o pasar el rato–, para ver lo que hay adentro del libro da igual un medio que otro, con la ventaja de que en un diskette, un CD o un aparato electrónico de lectura pueden llevarse decenas o cientos de volúmenes. Dado que el libro no es fundamental como objeto, sostienen, el medio electrónico ofrece una democratización de la información, gracias a su difusión masiva y muchas veces gratuita, lo que es sólo relativo: los que no cuentan con una computadora o con acceso a Internet, como la mayoría de lectores potenciales y reales de países menos desarrollados, quedan fuera de esa democracia. Y, excepto los libros de dominio público, las novedades de cincuenta años a la fecha tienen un precio pagadero con tarjeta de crédito. Los libros en papel tampoco son un alarde de gratuidad: son relativamente pocos quienes pueden pagar sus precios, a menos que se resignen a un rango de temas y autores limitado o a ediciones generalmente malas.
Para ambas opciones –libro en papel, libro electrónico– existen soluciones que ayudan a la tal democratización: las bibliotecas públicas y la piratería, esta última en forma de fotocopias, impresión en chorro de tinta, diskette o ediciones dolorosamente rústicas y a veces ilegales. Lo recurrido de la piratería inclinaría la balanza en favor de la posición “utilitaria”: lo que importa es lo que viene dentro del libro, no el libro en sí. Y, con todo, no se trata de una posición descabellada, porque el libro como lo conocemos en la actualidad no es el objeto digno de culto que alguna vez fue.
GUTTENBERG ES EL CULPABLE
Si lo que se quiere es defender el libro como un objeto con valor intrínseco, hay que remontarse a los que elaboraban los monjes copistas de la Edad Media, con su caligrafía exquisita –la tipografía más delicada es su pálida sombra–, los ex libris y capitulares, a veces tan importantes como el texto mismo, y los meses o años de elaboración que los convertían en piezas únicas en las que literalmente había trozos de vida de los editores.
Cuando apareció Guttenberg con su imprenta de tipos móviles, la iglesia católica puso el grito en el cielo: ésos no eran libros. ¿A quién se le ocurría que pudieran existir cincuenta o veinte o siquiera dos ejemplares iguales de la Biblia o de lo que fuera? La potencial masificación era la muerte del libro como objeto... un argumento similar al que se esgrime en la actualidad contra el libro electrónico.
Claro que eso no era lo que en el fondo preocupaba a los sacerdotes y monjes, copistas o no, ni a algunos aristócratas usufructuarios del saber, sino la eventual masificación del conocimiento, bajo la premisa –aún no enunciada en aquel entonces– de que la información es poder. No es gratuito que la Inquisición surgiera finales de la Edad Media y principios del Renacimiento, justo cuando se planteó una mayor difusión del conocimiento –gracias, entre otros, a Guttenberg–, y que las quemas de libros y de sus lectores e intérpretes fueran dos de sus actividades más recurridas.
De hecho pasaron siglos antes de que la masificación de los libros fuera una realidad, con relativas excepciones, como los trabajos de Shakespeare, Molière, Rabelais, Cervantes y otros. En el siglo XIX, en Inglaterra, Francia y Estados Unidos, principalmente, los folletines cumplieron un papel fundamental; Balzac, Poe, Dickens, Dostoyevski, comenzaron a alcanzar públicos mucho más amplios.
Es en realidad en la segunda década del siglo XX que puede comenzar a hablarse de grandes tirajes dirigidos a sectores que tenían poco o ningún acceso a los libros. Por un lado, en los países capitalistas, especialmente Estados Unidos e Inglaterra, se crearon no sólo tirajes, sino también géneros –ciencia ficción, novela policial y negra–, destinados al consumo masivo. Las revoluciones mexicana, soviética, china, y mucho más tarde la cubana y otras, pusieron un nuevo universo en manos de lectores que se crearon y criaron con esquemas de educación socializada. Y aunque a veces los contenidos pudieran ser criticables en términos estéticos o ideológicos, lo cierto es ofrecieron nuevas perspectivas a sectores más amplios.
Como sea, a medida que el libro se masificaba, se alejaba mucho más de aquel objeto inapreciable que alguna vez fue. La siempre relativa democratización de la cultura implicó ediciones más funcionales y menos costosas, aunque se han conservado las ediciones de mayor calidad que, de cualquier manera, sólo en pocos casos pueden tener un valor por su factura casi tanto como por su contenido. Para decirlo nuevamente: lo más importante en el libro moderno sigue siendo lo que transmite, no necesariamente la forma en que lo transmite; es un objeto funcional, no un objeto de valor intrínseco.
Es la emotividad y la sensorialidad el asidero que muchos lectores encuentran para defender su existencia, y por eso los “racionalistas” encuentran indiferente el medio de transmisión, en tanto el mensaje llegue a donde debe llegar.
MÁS QUE UNA ALTERNATIVA
¿Existe una posición intermedia entre los dos puntos de vista? En realidad no importa demasiado. Hasta ahora las ediciones electrónicas sólo han sustituido un objeto por la representación de este objeto. La alternativa del libro es una imagen virtual del libro, lo que no resuelve ningún problema de fondo, porque en el fondo no hay problema alguno: se escoja el libro impreso o el libro virtual, lo único que cambia es el medio de transmisión del mensaje, y por ahora las dos parecen opciones complementarias, no excluyentes.
Lo anterior no es un modo de buscar un justo medio para quedar bien, sino algo más profundo: lo que está en juego no es la forma que adopte el libro, sino la evolución misma de lo que va dentro de él, que encuentra una muy sólida base en los crecientes avances tecnológicos, entre ellos las nuevas posibilidades que plantea el libro electrónico, con sus herramientas nuevas y la lógica propia que éstas conllevan. (Una lógica después de todo humana: son humanos los que han llevado a la tecnología hasta el punto actual, y las herramientas no dejan de ser herramientas, cuyo valor se encuentra en el uso que se les dé. Una máquina, pues, no es una máquina: es la persona que la maneja para que la máquina tenga sentido, y hasta cierto grado para que tenga sentido la persona misma, si Marx tenía algo de razón.)
Uno de los inventos más valiosos que abren perspectivas para nuevas concepciones del libro, no para una simple sustitución, es, además de la computación personal, el disco compacto en todas sus variantes y otras herramientas de almacenamiento masivo; la cantidad de datos que pueden guardarse en un dispositivo electrónico actual supera con mucho lo que cabe en un libro de buen tamaño. Otro son los formatos gráficos –imágenes, video, rendering– y los de audio –voz, música, efectos– que pueden ser creados, manipulados, comprimidos y sincronizados. Otro, los lenguajes de programación relativamente sencillos –HTML, Java, scripts, herramientas visuales–, que invitan a los usuarios expertos sin exigirles grados de tecnificación excesivos. Sin contar, claro está, el texto, el hipertexto y lenguajes asociados, como la tipografía y todo lo que hace un libro o su imagen.
Sin letra no hay literatura; es un asunto de simple etimología. A la literatura se la ha acompañado en ocasiones con ilustraciones que le han dado significados interesantes o que los han modificado, pero en realidad se trata de un “adorno” para las letras, no de partes fundamentales de ésta.
Un libro electrónico, si se ha de ser consecuente, debería contar con toda la compleja gama de posibilidades que ofrece la tecnología. Meter representaciones de libros –letras, ilustraciones– en un CD-ROM es darle vueltas a un asunto ya viejo. Un “libro nuevo”, estaría formado tanto de texto como de movimiento, imagen, sonido: no representaría la vida sólo a través de los signos de la escritura, y no sólo se plantearía con letras la visión personal que el autor tenga del universo, sino con tantos elementos como se desee y la tecnología permita.
Es difícil hablar de algo que no se conoce y que aún no existe, pero el reto es encontrarlo mediante las herramientas que ya se poseen. La fotografía –hija de la tecnología más avanzada de mediados del XIX– no se conformó con representar mecánicamente la realidad, sino que intentó acercarse a la pintura, que a su vez la veía como una hermana bastarda. Y por suerte el acercamiento falló: la fotografía es la fotografía, y ahora convive pacíficamente con su hermana mayor. Luego fue el cine, que se convirtió en un medio con valor estético y documental propio. La historieta, una adaptación del cine al papel con miras a la masificación –el camino contrario del que sigue el libro–, aún funciona bien y ha logrado cumbres notables, como Will Eisner (The Spirit), Frank Miller (Sin City), Hugo Pratt (Corto Maltese), Guido Crepax (Valentina), etcétera.
¿Qué se quiere decir? Que el libro, como todo lo demás, debe evolucionar, y de hecho –aunque lentamente– ha evolucionado, desde las tablillas de arcilla hasta las ediciones virtuales. Pero no sólo se precisa de que su forma cambie del papel a la pantalla; ése es un cambio de forma, y su uso estará en las preferencias de cada quién o en lo que de manera natural vayan marcando los avatares de la cultura.
Una verdadera transformación del libro implicaría una ruptura con la escritura como la conocemos ahora y su conversión en otra cosa, sea ésta la que sea, con la utilización del texto como elemento básico, pero no único, y de los otros recursos como algo más que decoración o apoyo: lo que fue la fotografía en relación con la pintura, el cine con la fotografía, las animaciones computarizadas con el cine.
Habría disciplinas basadas en el libro que sin duda se encontrarían en el paraíso sin mayor esfuerzo, como la historia y las ciencias naturales; la literatura, por su parte, debería transformarse en una disciplina totalmente diferente, quizá al principio en una mixtura de elementos, hasta que tome una personalidad propia –a través de la interactividad con el lector, quizá– y se le llame de otro modo y tenga otras leyes y otras estructuras, y el libro electrónico se llame “libro” sólo por comodidad, analogía o nostalgia.
Hay algo cierto: cuando esa transformación ocurra, el libro podrá convertirse en un objeto con valor propio, como alguna vez lo fueron los libros primorosamente elaborados por pacientes monjes, que no sólo transcribían a Aristóteles sino también dejaban constancia de su interpretación y de su existencia en capitulares y ex libris, que en cada página reinventaban el universo y que, en fin, se divertían horrores en el cumplimiento de su laboriosa pasión.
Publicado en Forja, Costa Rica, 2000.