12 de febrero de 2007

Proletariado y sexualidad

Es paradójico, pero las grandes teorías económicas, sociales y políticas, pese a que han tenido como objetivo el declarado mejoramiento de las condiciones de vida humanas, a la postre ignoran el “factor humano” y se convierten en un fin en sí mismas: a partir de cierto momento, lo importante es la doctrina generada por las teorías. Ya no son un instrumento para la comprensión de la realidad, sino una serie de creencias inamovibles de aplicación limitada.
El caso más gráfico de ese fenómeno es la teoría marxista, que al parecer ya cumplió con el recorrido completo de toda teoría que se precie de serlo, desde su concepción y desarrollo hasta su virtual desaparición.
Concebida originalmente como un modo particular de comprender las relaciones entre los seres humanos, buscaba, mediante la utilización de un método bien definido –y en principio flexible: ¿qué es la dialéctica desde Heráclito, sino movilidad?–, trazar líneas de acción que permitieran la consecución de un objetivo: la implantación de una cierta concepción de justicia.
“Justicia”, para los marxistas originarios, significaba igualdad de condiciones y de oportunidades para todos los seres humanos. Ello llevaba más que implícita la premisa de que existía inequidad en el sistema capitalista, basado en lo que se llamó “explotación del hombre por el hombre”; el sistema derivaba de (y hacia) condiciones sociales, políticas e ideológicas estatuidas por un sector dominante y mantenidas para que tal explotación fuera posible.
El hombre explotador y el hombre explotado, empero, no eran para el marxismo original entes abstractos, sino patrones concretos que se enriquecían económicamente a costa de seres concretos que se encontraban en el extremo contrario de la escala marxista: obreros, costureras, trabajadores de servicios, empleados públicos, etcétera. “Explotación” era un concepto vivo, con nombres y apellidos, y “estado burgués”, “plusvalía” y “socialismo” tenían que ver con las condiciones de vida reales y potenciales de personas de verdad.
Durante su viaje por la teoría y praxis de la lucha de clases, Marx y Engels se toparon con fenómenos que enriquecieron sus trabajos y su visión de la evolución humana en el aspecto social: origen y fetichismo del dinero, la religión como cohesionador social y como instrumento de dominación, las estructuras de la explotación, la comprensión de la interrelación entre las personas y grupos con su entorno –que fue también el gran acierto de Freud– e, incluso, los orígenes del ser humano como tal (El proceso de transformación del mono en hombre). Aunque el corpus generado por Marx y Engels llevó a la creación de una doctrina, con su lenguaje y sus ritos propios, había mucho más que ideología en las intenciones de sus creadores: la definición de las relaciones entre los humanos debía derivar hacia modos viables para hacerlas más justas, siempre que se entienda justo como equitativo.
¿En qué momento se separó la teoría (¡y la práctica!) del entorno social en el cual se aplicaba, es decir de la realidad? Es una pregunta que muchos marxistas se hicieron en cierto momento, la mayoría de ellos a posteriori, cuando ya era imposible siquiera apuntalar la sección europea del mundo socialista. La respuesta parece simple: en el momento en que los adeptos de la teoría olvidaron que se trataba de un método y la convirtieron en una verdad, es decir en un dogma. Esto es: cuando el método ya no implicó un cuestionamiento constante, aunque estaba concebido para funcionar de ese modo, sino una afirmación irrebatible. Para decirlo de nuevo: cuando el medio se convirtió en un fin.

La historia, la histeria
y otros fantasmas europeos

Tomemos el psicoanálisis, más como un ejemplo simple que como la simplificación de un tema complejo.
Freud, por encima de todo, creó un método para la comprensión del ser humano dentro de su entorno (siempre relativo), y aventuró la existencia de una estructura para la psique. Sus interpretaciones personales eran empíricamente correctas: en la sociedad alemana de fines del siglo XIX y principios del XX, la represión sexual era un problema social severo, que tendía a provocar que cierto tipo de dolencias tuvieran manifestaciones sexuales, o una etiología básicamente sexual.
Lo significativo fue que Freud, a pesar de que encontró la sutil relación entre el individuo y su entorno, no pudiera abstraerse de la influencia inmediata de éste a la hora de aplicar su teoría... aunque en lo inmediato estuviera en lo correcto.
Hijo del positivismo científico, el psicoanálisis se convirtió, en los seguidores de Freud, en una escala de valores, dolencias y formas de curación en la cual el método ya no era importante: si se utilizaban los diagnósticos de Freud, todo debía caer en su lugar en el momento adecuado. Cualquier ser humano podía ser “medido” según un esquema formado por etapas (sexuales, claro), en la comparación mecánica con la sintomatología de los casos descritos por el maestro y no mucho más. El método ya no era un medio para la comprensión de la complejidad de la psique, sino el marco decorativo (¿el pretexto?) para la aplicación de recetas. El colmo de esta tendencia fue la teoría de la “caja negra” de Skinner: aunque no se conozca qué hay dentro de la cabeza de un ser cualquiera (humano o no), bajo ciertos estímulos mostrará respuestas totalmente previsibles. Nadie escapa al condicionamiento ni a los determinismos.
No es de extrañar que Levi–Strauss dijera que el psicoanálisis ha sido el sustituto del confesionario en un mundo en que la fe religiosa se encuentra en crisis. El psicoanalista, según esto, cumple los ambiguos papeles de sacerdote y médico, y Freud ha llegado a convertirse en un monigote del que incluso sus seguidores se ríen mientras pasan el platillo de las limosnas.
Si se revisan los trabajos de Freud, se encontrará que nada estaba más lejos de su intención que la creación de una doctrina. A lo largo de los años, fue modificando sus planteamientos originales, haciendo nuevos hallazgos y corrigiéndose a sí mismo. La estructura de la psique que planteó en un principio sufrió severos cambios en su teoría y el análisis de las enfermedades se fue haciendo más sutil.
Hay muchos freudianos, aun así, que toman como válidos los enunciados que Freud presentó posteriormente como falsos o inexactos, siendo que el plantemiento fundamental del psicoanálisis es la movilidad de las teorías para adaptarlas a la época y a la evolución del pensamiento humano.
Freud y Marx, los subversivos, los descubridores del ser humano como un ente netamente social, los que plantearon –cada uno a su modo– métodos que requerían de un movimiento perpetuo para tener sentido, terminaron como iconos inexpugnables en manos de sus hijos. Por eso Pitágoras se negó a escribir: la fórmula “Magíster dixit”, según Borges, no significa el seguimiento acrítico de premisas, sino la aplicación de un método para la interpretación de lo que, a falta de in mejor concepto, se da en llamar “realidad”.

Dejad que las masas vengan a mí
En su “Ciclo de Trántor”, Isaac Asimov hace una especie de parodia de lo que es el método marxista. La psicohistoria, creada por Hari Seldon, es una ciencia exacta mediante la cual se pueden detectar los cambios sociales futuros mediante la aplicación de algunas fórmulas matemáticas de gran complejidad, que sólo algunos elegidos son capaces de comprender. El problema es que el método funciona únicamente para las grandes masas humanas, digamos la población de una galaxia de regular tamaño. El legado de Seldon es una interpretación de los movimientos sociales para los siglos venideros, y funciona en una época de crisis en que la humanidad se sume en el determinismo y la apatía intelectual. Pero hay algo que el psicohistoriador no puede prever, y que da al traste con sus enunciados: la aparición de un mutante que se dedica a modificar las estructuras de poder galácticas.
El marxismo, hasta donde sus seguidores sabían, en su simple enunciación contenía las respuestas a preguntas que en épocas de Marx nadie se había hecho aún: de allí, en parte, su grandeza. Las limitaciones del marxismo tuvieron que ver con los que fueron también sus aciertos: Marx planteó la historia como el devenir de la lucha de clases, es decir como el perpetuo cambio (o la perpetua búsqueda de cambios) en la correlación de las fuerzas sociales.
Los individuos, dentro del oleaje provocado por estas grandes fuerzas y contradicciones, tenían poca o nula injerencia en la historia. Si Hitler no hubiera existido, según la lógica marxista, otro hubiera ocupado su lugar más o menos en el mismo lugar y en el mismo tiempo: los líderes son fortuitos dentro de la corriente de la historia, y Alemania estaba obligada a dar al más audaz de los dictadores de todos los tiempos. Gandhi, en sí mismo, era aleatorio, o Fidel Castro, del mismo modo que el más oscuro de los obreros.
Pero fueron individuos los que hicieron las revoluciones, y sin el sentido de oportunidad de Lenin hubiera sido impensable la historia contemporánea tal y como la conocemos. (Y Lenin también se convirtió en dogma.) En esa falta de interés teórica por el individuo se basó, en buena medida, la falta de interés práctica cuando los marxistas se convirtieron en ideología dominante: la igualdad implicó tabula rasa en todo sentido, no sólo en el social.
¿Cómo no esperar la injusticia cuando se parte de la existencia de una verdad inamovible, no de un cuestionamiento constante? ¿Cómo no esperar que se ignore e incluso se fomente el dolor de los individuos en aras del bienestar social, sin importar que esos individuos conformen ni más ni menos que la sociedad a la que se defiende? Si el marxismo está muerto es sólo porque lo mataron sus hijos. El asesinato ocurrió en el momento en que lo convirtieron en un simple y mecánico acto de fe.

Casa del tiempo, México, 1998

4 comentarios:

Astrolabio-jsa dijo...

Nada hace dudar de que las cosas son como las planteas. Una teoría a mitad de camino que se volvió dogma fue la del turista Darwin. Pareciera que el espíritu humano está, por ahora, más densamente constituído de mediocre narcisismo, que de interés por sí y la extención de la existencia. Saludo.

Unknown dijo...

Este post me ha super encantado. Hoy he confirmado mi fe en ti Dios todo poderoso

Rafael Menjivar Ochoa dijo...

Lo mismo le dirás a todos.

Anónimo dijo...

me hiciste recordar mis años de colegio cuando estudiaba apasionadamente algunos de estos temas...ahhhhh..."juventud, divino tesoro"...

Sin embargo creo q el mal de los marxistas es el mal de la mayoría: la necesidad terriblemente humana de creer en algo de una manera absoluta y consecuentemente de convertir pequeñas verdades en verdades absolutas o dogmas, en fin, cada quien elige la manera de sufrir que mejor le parezca...