Locura (a)temporal
Un nuevo crimen. Hace falta legislar.
Mark Twain
Traducción de RMO
Este país, durante los últimos treinta o cuarenta años, ha producido algunos de los más destacados casos de locura de los que exista mención en la historia. Por ejemplo, está el caso Baldwin, en Ohio, ocurrido hace veintidós años. Baldwin, desde su infancia, fue de naturaleza vengativa, maligna y pendenciera. Cierta vez le sacó un ojo a un niño, y nunca se le escuchó una frase de arrepentimiento. Hizo muchas cosas por el estilo. Pero al final hizo algo realmente grave. Una tarde llegó a una casa justo después del crepúsculo, tocó y, cuando el ocupante llegó a la puerta, lo mató de un tiro; trató de escapar, pero fue capturado. Dos días antes había insultado de modo obsceno a un indefenso lisiado, y el hombre contra el que después tomaría una rápida venganza con una bala asesina le había dado un puñetazo. Ése fue el caso Baldwin. El juicio fue largo y emocionante; la comunidad estaba aterrada. La gente decía que este villano rencoroso y de mal corazón ya había provocado demasiado daño, y que ahora debía dar cuentas a la ley. Pero estaban equivocados; Baldwin estaba loco cuando hizo lo que hizo, y nadie se dio cuenta. La argumentación de la defensa demostró que a las diez y cuarto de la mañana del día del asesinato Baldwin se volvió loco, y que estuvo así durante exactamente once horas y cuarto. Esto resolvió el caso cómodamente, y fue absuelto. Sin embargo, si se hubiera escuchado a la irracional y airada comunidad en vez de los argumentos de la defensa, una terrible responsabilidad se le hubiera colgado a una pobre criatura demente a causa de un simple ataque de locura. Baldwin quedó limpio, y hasta sus parientes y amigos fueron santificados ante la comunidad por las injuriosas sospechas y acusaciones en su contra. Al final dijeron “Dejémoslo así por ahora, no hay delito que perseguir”. Los Baldwin eran muy ricos. Después este mismo Baldwin tuvo momentáneos ataques de locura en dos ocasiones, y en ambas mató a personas contra las que guardaba rencor. Y en ambas ocasiones las circunstancias de las muertes estuvieron tan llenas de agravantes, y los asesinatos fueron tan crueles y llenos de alevosía que, si Baldwin no hubiese estado loco, sin lugar a dudas lo hubieran colgado. Como lo estaba, se necesitó de toda influencia política y familiar para que quedara limpio en uno de los casos, y le costó no menos de diez mil dólares salir limpio del otro. Era evidente que a uno de esos hombres había estado tratando de matarlo durante doce años. Al pobre tipo se le ocurrió, por una mala jugada de la fortuna, pasar por un callejón oscuro en el preciso momento en que la locura de Baldwin acababa de aparecer, así que éste le disparó por la espalda con una escopeta cargada con trozos de metal.
Vean el caso de Lynch Hackett, de Pennsylvania. Dos veces, en público, atacó a un carnicero alemán, de nombre Bemis Feldner, con un bastón, y en ambas ocasiones Feldner le dio una paliza a puñetazos. Hackett era un caballero vanidoso, rico y violento, que tenía su sangre y su familia en alta estima y creía que se le debía un respeto reverente a causa de su gran riqueza. Durante dos semanas meditó acerca de la vergüenza sufrida por su estirpe y luego, en un repentino ataque de locura, se armó hasta los dientes, fue hasta la ciudad, esperó un par de horas hasta que vio a Feldner bajando la calle con su esposa del brazo; y después, cuando la pareja pasó ante el umbral en el cual se había ocultado parcialmente, clavó un cuchillo en el cuello de Feldner, matándolo instantáneamente. La viuda abrazó la figura exánime y la depositó en el piso. Ambos chorreaban sangre. Hackett le hizo notar jocosamente que, como la flamante esposa de un carnicero profesional, podría apreciar la limpieza del trabajo, que ahora la dejaba en condiciones de casarse nuevamente, si era su deseo. Este comentario, y otro que hizo a otro amigo en el sentido de que su posición en sociedad convertía el asesinato de un oscuro ciudadano en una simple “excentricidad” y no en un crimen, fueron presentados como muestras de su locura, y así Hackett escapó al castigo. Al principio el jurado difícilmente se inclinaba a aceptar estas pruebas, sobre todo porque el prisionero nunca había estado loco antes del asesinato, y porque bajo el efecto tranquilizante de su carnicería había recuperado de inmediato su buen juicio; pero, cuando la defensa mostró que un primo tercero del padrastro de la esposa de Hackett estaba loco, y no sólo loco sino que también tenía una nariz que era el vivo retrato de la de Hackett, fue claro que la locura era hereditaria en la familia, y que había llegado a Hackett por legítima herencia. Por supuesto que el jurado lo absolvió. Pero fue providencial que la familia de la señora H. estuviera así de enferma, o Hackett sin duda hubiera terminado en la horca.
Como sea, no es posible hacer un recuento de todos los maravillosos casos de locura que han salido a la luz pública en los últimos treinta o cuarenta años. Estuvo el caso Durgin en Nueva Jersey, hace tres años. La sirvienta, Bridget Durgin, al amanecer, penetró en la recámara de su señora y literalmente redujo a pedazos a la dama con un cuchillo. Luego arrastró el cuerpo a mitad del cuarto y lo golpeó y lo machucó con las sillas, y cosas por el estilo. A continuación abrió los colchones de pluma y regó el contenido, mojó todo con petróleo y le prendió fuego al desastre que había hecho. Después tomó en sus manos sanguinolentas al bebé de la mujer asesinada y salió a la nieve, sin zapatos, hacia la casa de un vecino, a un cuarto de milla de allí, y contó una sarta de historias salvajes e incoherentes acerca de unos hombres que llegaron y le prendieron fuego a la casa; y luego lloró de modo lastimero y, sin que pareciera reparar que hubiera algo sugestivo en la sangre de sus manos, su ropa y el bebé, exclamó ¡que temía que aquellos hombres hubieran asesinado a su señora! Más tarde, por su propia confesión durante las declaraciones, se probó que la señora siempre había sido amable con la muchacha, por lo tanto no había deseos de venganza en el asesinato; y también se demostró que la muchacha no se llevó nada de la casa en llamas, ni siquiera sus zapatos, y en consecuencia el robo no fue el motivo. Ahora el lector dirá: “Aquí viene otra vez el viejo alegato de locura.” Pero el lector se decepcionará esta vez. Tal alegato no fue esgrimido en su defensa. El juez la sentenció, nadie persiguió al gobernador con peticiones de perdón, y fue rápidamente colgada.
También está aquel joven de Pennsylvania, cuya curiosa confesión fue publicada hace algunos años. Era sólo una aglomeración de tonterías incoherentes de principio a fin, y también lo fue después su largo discurso en el banquillo. Durante todo un año estuvo obsesionado con el deseo de desfigurar a cierta joven, de modo que nadie se casara con ella. No la amaba, y no quería casarse con ella, pero tampoco quería que nadie más lo hiciera. No salía a ningún lado con ella, y se oponía a que alguien más la acompañara. En cierta ocasión declinó ir con ella a una boda y, cuando ella consiguió otro acompañante, esperó a la pareja cerca del camino, tratando de hacer que se regresaran o de lo contrario mataría al acompañante. Después de pasar noches de insomnio durante todo un año pensando en sus ansias de dominio, al final intentó la ejecución; esto es: trató de desfigurar a la joven. Fue todo un éxito. Fue permanente. Al tratar de dispararle en una mejilla (mientras ella estaba sentada a la mesa con sus padres, hermanos y hermanas) de tal modo que desfiguraría su atractivo, una de las balas se desvió un poco de curso, y cayó muerta. Hasta el último momento de su vida él lamentó la maldita suerte que hizo a la muchacha mover la cara en el momento crítico. Y así murió, aparentemente sospechando que de algún modo fue culpa de ella misma que resultara asesinada. Este idiota fue colgado. Nadie ofreció ningún alegato de demencia.
La locura ciertamente está aumentando en el mundo, y el crimen está esfumándose. Ya no existen los asesinatos, por lo menos ninguno digno de mención. Antes, si uno mataba a un hombre, era posible que estuviera loco; ahora, si uno mata a un hombre y tiene amigos y dinero, eso es evidencia de que uno es un lunático. En estos días, también, si una persona de buena familia y alta posición social roba algo, se le llama cleptomanía, y la mandan a un asilo para lunáticos. Si una persona de alta posición derrocha su fortuna en disipación y cierra su carrera con estricnina o con una bala, lo que había de malo en ella era una “Aberración Temporal”.
¿No se está haciendo demasiado común el alegato de locura? ¿No es demasiado común que el lector espere confiadamente verlo en cada caso criminal que llega a las cortes? ¿Y no es demasiado barato, demasiado común, incluso demasiado trivial, que el lector se ría con burla cuando el periódico lo menciona? ¿Y no es curioso notar cuán frecuentemente el prisionero logra la absolución? En los últimos años no parece posible que un hombre no se comporte, antes de matar a otro, como si no estuviera claramente loco. Si habla acerca de las estrellas, está loco. Si se ve nervioso e incómodo una hora antes del asesinato, está loco. Si llora a causa de una gran aflicción, sus amigos se toman la cabeza, preocupados y alarmados, y temen que “no esté bien”. Si una hora después del asesinato se ve inquieto, preocupado y excitado, está incuestionablemente loco.
Lo que de verdad queremos ahora no son leyes contra el crimen, sino una ley contra la locura. Aquí es donde miente el demonio de la verdad.
Vean el caso de Lynch Hackett, de Pennsylvania. Dos veces, en público, atacó a un carnicero alemán, de nombre Bemis Feldner, con un bastón, y en ambas ocasiones Feldner le dio una paliza a puñetazos. Hackett era un caballero vanidoso, rico y violento, que tenía su sangre y su familia en alta estima y creía que se le debía un respeto reverente a causa de su gran riqueza. Durante dos semanas meditó acerca de la vergüenza sufrida por su estirpe y luego, en un repentino ataque de locura, se armó hasta los dientes, fue hasta la ciudad, esperó un par de horas hasta que vio a Feldner bajando la calle con su esposa del brazo; y después, cuando la pareja pasó ante el umbral en el cual se había ocultado parcialmente, clavó un cuchillo en el cuello de Feldner, matándolo instantáneamente. La viuda abrazó la figura exánime y la depositó en el piso. Ambos chorreaban sangre. Hackett le hizo notar jocosamente que, como la flamante esposa de un carnicero profesional, podría apreciar la limpieza del trabajo, que ahora la dejaba en condiciones de casarse nuevamente, si era su deseo. Este comentario, y otro que hizo a otro amigo en el sentido de que su posición en sociedad convertía el asesinato de un oscuro ciudadano en una simple “excentricidad” y no en un crimen, fueron presentados como muestras de su locura, y así Hackett escapó al castigo. Al principio el jurado difícilmente se inclinaba a aceptar estas pruebas, sobre todo porque el prisionero nunca había estado loco antes del asesinato, y porque bajo el efecto tranquilizante de su carnicería había recuperado de inmediato su buen juicio; pero, cuando la defensa mostró que un primo tercero del padrastro de la esposa de Hackett estaba loco, y no sólo loco sino que también tenía una nariz que era el vivo retrato de la de Hackett, fue claro que la locura era hereditaria en la familia, y que había llegado a Hackett por legítima herencia. Por supuesto que el jurado lo absolvió. Pero fue providencial que la familia de la señora H. estuviera así de enferma, o Hackett sin duda hubiera terminado en la horca.
Como sea, no es posible hacer un recuento de todos los maravillosos casos de locura que han salido a la luz pública en los últimos treinta o cuarenta años. Estuvo el caso Durgin en Nueva Jersey, hace tres años. La sirvienta, Bridget Durgin, al amanecer, penetró en la recámara de su señora y literalmente redujo a pedazos a la dama con un cuchillo. Luego arrastró el cuerpo a mitad del cuarto y lo golpeó y lo machucó con las sillas, y cosas por el estilo. A continuación abrió los colchones de pluma y regó el contenido, mojó todo con petróleo y le prendió fuego al desastre que había hecho. Después tomó en sus manos sanguinolentas al bebé de la mujer asesinada y salió a la nieve, sin zapatos, hacia la casa de un vecino, a un cuarto de milla de allí, y contó una sarta de historias salvajes e incoherentes acerca de unos hombres que llegaron y le prendieron fuego a la casa; y luego lloró de modo lastimero y, sin que pareciera reparar que hubiera algo sugestivo en la sangre de sus manos, su ropa y el bebé, exclamó ¡que temía que aquellos hombres hubieran asesinado a su señora! Más tarde, por su propia confesión durante las declaraciones, se probó que la señora siempre había sido amable con la muchacha, por lo tanto no había deseos de venganza en el asesinato; y también se demostró que la muchacha no se llevó nada de la casa en llamas, ni siquiera sus zapatos, y en consecuencia el robo no fue el motivo. Ahora el lector dirá: “Aquí viene otra vez el viejo alegato de locura.” Pero el lector se decepcionará esta vez. Tal alegato no fue esgrimido en su defensa. El juez la sentenció, nadie persiguió al gobernador con peticiones de perdón, y fue rápidamente colgada.
También está aquel joven de Pennsylvania, cuya curiosa confesión fue publicada hace algunos años. Era sólo una aglomeración de tonterías incoherentes de principio a fin, y también lo fue después su largo discurso en el banquillo. Durante todo un año estuvo obsesionado con el deseo de desfigurar a cierta joven, de modo que nadie se casara con ella. No la amaba, y no quería casarse con ella, pero tampoco quería que nadie más lo hiciera. No salía a ningún lado con ella, y se oponía a que alguien más la acompañara. En cierta ocasión declinó ir con ella a una boda y, cuando ella consiguió otro acompañante, esperó a la pareja cerca del camino, tratando de hacer que se regresaran o de lo contrario mataría al acompañante. Después de pasar noches de insomnio durante todo un año pensando en sus ansias de dominio, al final intentó la ejecución; esto es: trató de desfigurar a la joven. Fue todo un éxito. Fue permanente. Al tratar de dispararle en una mejilla (mientras ella estaba sentada a la mesa con sus padres, hermanos y hermanas) de tal modo que desfiguraría su atractivo, una de las balas se desvió un poco de curso, y cayó muerta. Hasta el último momento de su vida él lamentó la maldita suerte que hizo a la muchacha mover la cara en el momento crítico. Y así murió, aparentemente sospechando que de algún modo fue culpa de ella misma que resultara asesinada. Este idiota fue colgado. Nadie ofreció ningún alegato de demencia.
La locura ciertamente está aumentando en el mundo, y el crimen está esfumándose. Ya no existen los asesinatos, por lo menos ninguno digno de mención. Antes, si uno mataba a un hombre, era posible que estuviera loco; ahora, si uno mata a un hombre y tiene amigos y dinero, eso es evidencia de que uno es un lunático. En estos días, también, si una persona de buena familia y alta posición social roba algo, se le llama cleptomanía, y la mandan a un asilo para lunáticos. Si una persona de alta posición derrocha su fortuna en disipación y cierra su carrera con estricnina o con una bala, lo que había de malo en ella era una “Aberración Temporal”.
¿No se está haciendo demasiado común el alegato de locura? ¿No es demasiado común que el lector espere confiadamente verlo en cada caso criminal que llega a las cortes? ¿Y no es demasiado barato, demasiado común, incluso demasiado trivial, que el lector se ría con burla cuando el periódico lo menciona? ¿Y no es curioso notar cuán frecuentemente el prisionero logra la absolución? En los últimos años no parece posible que un hombre no se comporte, antes de matar a otro, como si no estuviera claramente loco. Si habla acerca de las estrellas, está loco. Si se ve nervioso e incómodo una hora antes del asesinato, está loco. Si llora a causa de una gran aflicción, sus amigos se toman la cabeza, preocupados y alarmados, y temen que “no esté bien”. Si una hora después del asesinato se ve inquieto, preocupado y excitado, está incuestionablemente loco.
Lo que de verdad queremos ahora no son leyes contra el crimen, sino una ley contra la locura. Aquí es donde miente el demonio de la verdad.
3 comentarios:
Hola Rafael: me ha gustado mucho este post. Desconocía la opinión de Mark Twain al respecto. Buena crítica por parte del autor.
Saludos
Hola. Gracias por escribir. Voy a poner otro de Mark Twain. Me cae bien el viejo.
Me gusto lo analítico..te lo digo pues mi cuñada es psiquiatra asi como mi hermano...será buena info para ellos!!
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