23 de febrero de 2007

De científicos y cocineras

La abeja
Mark Twain
Traducción de RMO

Fue Maeterlinck quien me presentó a la abeja. Quiero decir en el sentido anatómico y poético. Yo ya había tenido antes algún comercio con ella; fue cuando era niño. Es curioso que pueda recordar tal trámite después de tanto tiempo; debió ser hace unos sesenta años.
Los científicos especialistas en abejas siempre hablan de “abejas”, no de “abejorros”. Se debe a la importancia de que las abejas sean de ese sexo. En la colmena hay una abeja casada, a la cual se le llama reina. Tiene cincuenta mil hijos, y de éstos unos cien son niños; el resto son niñas. Algunas de las hijas son doncellas jóvenes, otras son doncellas viejas. Todas son vírgenes, y así se quedan.
Cada primavera la reina sale de la colmena, se aleja volando con uno de sus hijos y se casa con él. La luna de miel dura sólo una hora o dos; luego la reina se divorcia de su esposo y regresa a casa, lista para empollar dos millones de huevos. Esto será suficiente para todo el año, pero no más que suficiente, porque todos los días se ahogan cientos de abejas y a cientos más se las comen los pájaros, y la reina se dedica a mantener la población en cierto nivel, digamos en cincuenta mil. Siempre debe tener esa cantidad de hijos a la mano y ser aún más eficiente durante la estación de trabajo —que es el verano— o el invierno podría sorprender a la comunidad sin comida suficiente. Empolla entre dos mil y tres mil huevos al día, según la demanda, y debe ejercer su criterio para no empollar más de los que se necesitan en un jardín pequeño ni menos de los que se necesitan en uno frondoso, o la junta de directores la destronará y elegirá a una reina que tenga más sentido común.
Siempre hay en reserva algunas herederas al trono, listas para tomar su lugar. Listas y muy ansiosas por hacerlo, aunque sea a costas de su propia madre. Estas jóvenes valen por lo que son, y están generosamente alimentadas y atendidas desde su nacimiento. Ninguna otra abeja recibe mejor comida que ellas, ni vive una vida de tan alto nivel, ni tan lujosa. Como consecuencia son más grandes y más altas, de piel más tersa que sus hermanas trabajadoras. Y tienen un aguijón curvo, en forma de cimitarra, mientras que las demás tienen uno recto.
Una abeja común picará a quien se le ponga enfrente, pero la realeza sólo pica a la realeza. Una abeja común, digamos, picará y matará a otra abeja común, pero cuando es necesario matar a la reina se emplean otros métodos. Cuando una reina ha envejecido y haraganea y no produce los huevos suficientes, a una de sus reales hijas se le permite que vaya y la ataque, mientras el resto de las abejas observa que el duelo sea limpio. En un duelo de aguijones curvos. Si una de las luchadoras se siente muy presionada, se rinde y huye, la traen de regreso y debe intentarlo otra vez, y a lo mucho otra más. Sin embargo, si trata de huir una vez más para salvar el pellejo, le aplican la muerte judicial. Sus hijos se apelotonan alrededor de su persona y la aprietan en una masa compacta durante dos o tres días, hasta que muere de hambre o de asfixia. Mientras, la abeja victoriosa recibe honores reales y ejecuta su real función: empollar huevos.
A reserva de la ética del asesinato judicial de la reina, se trata de un asunto de política, que será discutido en el lugar adecuado.
Durante sustancialmente toda su corta vida de cinco o seis años, la reina vive en una oscuridad egipcia y en la absoluta reclusión de los apartamientos reales, sin ver a nadie que no sean sus criados plebeyos, que le dan comida a manos llenas en lugar del amor del que todo corazón está hambriento; que la espían en favor de sus ansiosas herederas y les reportan y exageran sus defectos y deficiencias; que caminan sobre ella adulándola, maquillando su rostro y calumniándola a sus espaldas; que se envilecen ante ella en los días del poder y la abandonan cuando es vieja y débil. Y allí está, sin amigos, sentada en su trono durante la larga noche de su vida, alejada de la simpatía consoladora y la dulce compañía y las amorosas caricias que tanto añora, y todo a causa de las doradas barreras de su pavoroso rango; un miserable exilio dentro de su propio hogar, el objeto funcional de las ceremonias formales y del trabajo en serie, hija alada del sol, nacida para el aire libre y los cielos azules y los campos floridos, condenada por el espléndido accidente de su nacimiento a cambiar su herencia inapreciable por el más oscuro cautiverio; grandeza de oropel y vida sin amor, con la vergüenza y el insulto, al final, de una muerte cruel, condenada, por lo que hay en ella de instinto humano, a que a pesar de todo el trato le parezca justo.
Huber, Lubbock, Maeterlinck —en efecto: las grandes autoridades— están de acuerdo en negar que la abeja sea miembro de la familia humana. No sé por qué lo sostienen, pero creo que es por razones deshonestas. Pues los innumerables hechos que esgrimen para alumbrar sus esmerados y exhaustivos experimentos prueban que, si hay alguien tonto en el mundo, es la abeja. De eso no cabe duda.
Pero así son las cosas de los científicos. Se gastarán treinta años en construir una verdadera montaña de hechos para tratar de probar una cierta teoría; luego estarán felices si logran encontrar que —en vista de que su regla es ignorar los hechos básicos— todo esa acumulación demuestra algo totalmente diferente. Cuando uno les hace notar su descarrío, no contestarán las cartas; cuando uno llame a la puerta para convencerlos, la criada lo insultará a uno y no le permitirá pasar. Los científicos tienen maneras odiosas, excepto cuando uno apoya las teorías que sostienen; si es así, se dejarán quitar hasta la camisa.
Para ser estrictamente justos, concederé que de vez en cuando alguno de ellos contestará una carta, pero evitará el tema cuando lo haga; no hay manera de pescarlos. Cuando descubrí que la abeja era humana, les escribí sobre el asunto a todos los científicos que acabo de mencionar. No he visto nada igual en materia de evasivas que las respuestas que obtuve.
Después de la reina, el siguiente personaje en importancia en la colmena es la virgen. Hay cincuenta o cien mil vírgenes, y son las trabajadoras, las jornaleras. Ningún trabajo se hace, dentro o fuera de la colmena, si no lo hacen ellas. Los machos no trabajan. La reina no trabaja, a menos que empollar huevos sea un trabajo, lo cual no creo. Sólo hay dos millones de ellas, de cualquier modo, y un plazo de cinco meses para cumplir el contrato. La distribución del trabajo en una colmena está tan inteligente y elaboradamente especializado como en la vasta maquinaria o fábrica que son los Estados Unidos de hoy. Una abeja que se ha entrenado para uno de los tantos oficios de un ramo no sabe cómo hacer cualquier otro, y se ofendería si se le pidiera que echara una mano en cualquier cosa que se saliera de su profesión. Es tan humana como una cocinera: si le pide a la cocinera que sirva la mesa, ya verá lo que ocurre. Si quiere, la cocinera tocará el piano, pero hasta allí. Hace tiempo le pedí a una cocinera que cortara leña, y por eso sé de lo que hablo. Incluso las criadas tienen sus límites. Es cierto que son límites vagos, difusos e incluso flexibles, pero allí están. No se trata de conjeturas; es algo absolutamente fundamentado. Y luego está el mayordomo. Vaya y pídale al mayordomo que bañe al perro. Es lo que quiero decir: hay mucho que aprender al respecto, sin necesidad de ir a los libros. Los libros están muy bien, pero no cubren todos los dominios de la cultura estética humana.
El orgullo por el oficio es uno de los huesos más duros de roer en la vida, si no el más duro. Y sin duda se encuentra en la colmena.

2 comentarios:

Denise Phé-Funchal dijo...

Uyyy increíble, creo que se parece tanto a los humanos... me encantó, especialmente lo de la obscuridad egipcia. :)

Unknown dijo...

QUE INCREIBLE! ESTE HOMBRE ERA UN GENIO...

Y PODEMOS UTILIZAR EL CUENTO DE LAS ABEJAS HOY DIA Y CALZA A LA PERFECCION.(PERDON POR LAS MAYUSCULAS: TECLADO TRABADO)ESTAMOS EN MODO WORK...:P