De gabardinas y vicios
La literatura, el cine, la historieta, mucho de la televisión, tienen en común la conjunción de dos vicios, según el lado del producto en el que uno se encuentre. Por el lado del que produce (un escritor, digamos), la manía de contar fantasías y ansias, obsesivamente; por el lado del espectador (un lector, digamos), un afán voyeurista no necesariamente patológico, pero sí indispensablemente ávido.
Se trata de una buena simbiosis: el que se abre la gabardina, para mostrar sus vergüenzas y orgullos, y el espectador aparentemente pasivo que mira todo lo que puede, porque aquí no hay nadie que obligue a nadie, antes de que llegue la policía (es decir la crítica, ese mal a veces innecesario).
Un exhibicionista de la vida real necesita violar, en el tiempo necesario para un vistazo, la conciencia y la inconciencia de su espectador, generar miedo o interés, y en todo caso provocar una reacción intensa. El espectador se ofende y se aterra y grita, o acepta lo que se le ofrece de muchos modos posibles, desde la parálisis hasta la seducción que en el fondo el exhibicionista desea y teme más que a nada.
Un acto de exhibicionismo “de verdad” entra en el reino del azar. No hay un guión establecido, y allí está lo que hace de la vida real algo peligroso, apasionante o aburrido: el exhibicionista tiene un plan general, pero ninguna certeza; el espectador actúa según su instinto y sus condicionamientos muy particulares. No hay técnica, sino la práctica de un hecho que vale por sí mismo. Ya vendrán después las autoridades, los padres indignados, los maridos vengadores o los hermanos probables. En el momento de producirse el hecho sólo hay acción; las consecuencias son parte de otra serie de actos.
En el caso de ciertas artes hay un voyeurismo y un exhibicionismo de tipo más profesional. Un escritor ni siquiera se arriesga a salir de casa, no gasta en ropas complicadísimas ni se expone a una gripe genital. Se divierte dosificando la cantidad de piernas y vellosidades que mostrará, incluso con más descaro y premeditación que el de la gabardina. Su objetivo es en efecto provocar reacciones intensas, pero dentro de sus cálculos no entra alejar al lector de la escena del crimen: lo que desea es que se sienta con ganas de ver más y más, sumergirlo en la lógica del no–contacto, hacerlo disfrutar con las convulsiones de la avidez. Por su parte, el espectador puede llamar a su exhibicionista particular (compra un libro) y lo pone a actuar (lee), y así dos almas complementarias ejercen juntas una de las tantas cosas que dos almas pueden ejercer.
Hay un truco que el exhibicionista que vaga por calles solitarias no ha comprendido, y McLuhan sí: el medio es el mensaje. El modo de mostrar una novela es la esencia de la novela; estilo, se llama. El programa de televisión y la película no funcionan de manera muy diferente. Sabemos que en Terminator II triunfará el bien, y si lo que quisiéramos ver fuera eso, mejor nos quedaríamos en casa; el encanto es cómo se las arregla Schwarzenegger para que Sarah Connor y su hijo sigan con vida, y que de este modo John Connor sea el líder de la lucha contra los robots en 2029 y envíe a su padre al pasado para que lo engendre, etcétera.
¿Seducirá Indiana Jones a la enigmática antropóloga alemana y encontrará el Santo Grial? Sin duda. Pero el director –como el exhibicionista– debe convencernos de que vale la pena quedarnos hasta el final.
El proceso implica introducirnos en la vida de otros seres —necesariamente inconformes, o no habría historia— y fisgonear en la recámara, el cuarto de baño, la oficina; en el alma que se abre o cierra al amor, en la necesidad de un beso clandestino... Y el voyeur descubre que hay más de un modo de excitarse y más de un motivo para jadear, siempre y cuando haya una dosificación adecuada y un modo particular de mostrar lo que se muestra.
Ni el exhibicionista ni el vouyeur literarios satisfacen en principio una necesidad onanista (¡Freud nos libre!), sino que buscan la confrontación con “el otro”, ese desconocido que al final de cuentas todos llevamos dentro. La sorpresa de saber que la vida de uno es importante y única, pero tan rodeada de gente que de veras piensa –no sólo yo pienso: la sorpresa del adolescente–, de veras siente –sólo yo deseo: la realidad del psicópata–, que de veras está allí, en el libro, la pantalla o en la puerta de al lado, y a las que las limitaciones de nuestro cuerpo tan humano –discontinuo, diría Bataille– no nos permite acceder.
El problema del exhibicionista amateur es que quiere mostrar todo lo que se pueda al mismo tiempo, pues es probable que no tenga una nueva oportunidad. Un escritor novato cometerá el mismo error, y un lector novato reaccionará con interés o agrado o terror excesivo a cosas que no son para tanto, porque no tendrá demasiados puntos de comparación. Ya irán ambos afinando su parte del acto; ya llegará la policía y cada uno decidirá si denunciar al otro por actuar contra la ley del buen gusto, o si decir aquí no ha pasado nada, señor oficial, e irse de la mano a un lugar mejor, en el que nadie los moleste.
Se trata de una buena simbiosis: el que se abre la gabardina, para mostrar sus vergüenzas y orgullos, y el espectador aparentemente pasivo que mira todo lo que puede, porque aquí no hay nadie que obligue a nadie, antes de que llegue la policía (es decir la crítica, ese mal a veces innecesario).
Un exhibicionista de la vida real necesita violar, en el tiempo necesario para un vistazo, la conciencia y la inconciencia de su espectador, generar miedo o interés, y en todo caso provocar una reacción intensa. El espectador se ofende y se aterra y grita, o acepta lo que se le ofrece de muchos modos posibles, desde la parálisis hasta la seducción que en el fondo el exhibicionista desea y teme más que a nada.
Un acto de exhibicionismo “de verdad” entra en el reino del azar. No hay un guión establecido, y allí está lo que hace de la vida real algo peligroso, apasionante o aburrido: el exhibicionista tiene un plan general, pero ninguna certeza; el espectador actúa según su instinto y sus condicionamientos muy particulares. No hay técnica, sino la práctica de un hecho que vale por sí mismo. Ya vendrán después las autoridades, los padres indignados, los maridos vengadores o los hermanos probables. En el momento de producirse el hecho sólo hay acción; las consecuencias son parte de otra serie de actos.
En el caso de ciertas artes hay un voyeurismo y un exhibicionismo de tipo más profesional. Un escritor ni siquiera se arriesga a salir de casa, no gasta en ropas complicadísimas ni se expone a una gripe genital. Se divierte dosificando la cantidad de piernas y vellosidades que mostrará, incluso con más descaro y premeditación que el de la gabardina. Su objetivo es en efecto provocar reacciones intensas, pero dentro de sus cálculos no entra alejar al lector de la escena del crimen: lo que desea es que se sienta con ganas de ver más y más, sumergirlo en la lógica del no–contacto, hacerlo disfrutar con las convulsiones de la avidez. Por su parte, el espectador puede llamar a su exhibicionista particular (compra un libro) y lo pone a actuar (lee), y así dos almas complementarias ejercen juntas una de las tantas cosas que dos almas pueden ejercer.
Hay un truco que el exhibicionista que vaga por calles solitarias no ha comprendido, y McLuhan sí: el medio es el mensaje. El modo de mostrar una novela es la esencia de la novela; estilo, se llama. El programa de televisión y la película no funcionan de manera muy diferente. Sabemos que en Terminator II triunfará el bien, y si lo que quisiéramos ver fuera eso, mejor nos quedaríamos en casa; el encanto es cómo se las arregla Schwarzenegger para que Sarah Connor y su hijo sigan con vida, y que de este modo John Connor sea el líder de la lucha contra los robots en 2029 y envíe a su padre al pasado para que lo engendre, etcétera.
¿Seducirá Indiana Jones a la enigmática antropóloga alemana y encontrará el Santo Grial? Sin duda. Pero el director –como el exhibicionista– debe convencernos de que vale la pena quedarnos hasta el final.
El proceso implica introducirnos en la vida de otros seres —necesariamente inconformes, o no habría historia— y fisgonear en la recámara, el cuarto de baño, la oficina; en el alma que se abre o cierra al amor, en la necesidad de un beso clandestino... Y el voyeur descubre que hay más de un modo de excitarse y más de un motivo para jadear, siempre y cuando haya una dosificación adecuada y un modo particular de mostrar lo que se muestra.
Ni el exhibicionista ni el vouyeur literarios satisfacen en principio una necesidad onanista (¡Freud nos libre!), sino que buscan la confrontación con “el otro”, ese desconocido que al final de cuentas todos llevamos dentro. La sorpresa de saber que la vida de uno es importante y única, pero tan rodeada de gente que de veras piensa –no sólo yo pienso: la sorpresa del adolescente–, de veras siente –sólo yo deseo: la realidad del psicópata–, que de veras está allí, en el libro, la pantalla o en la puerta de al lado, y a las que las limitaciones de nuestro cuerpo tan humano –discontinuo, diría Bataille– no nos permite acceder.
El problema del exhibicionista amateur es que quiere mostrar todo lo que se pueda al mismo tiempo, pues es probable que no tenga una nueva oportunidad. Un escritor novato cometerá el mismo error, y un lector novato reaccionará con interés o agrado o terror excesivo a cosas que no son para tanto, porque no tendrá demasiados puntos de comparación. Ya irán ambos afinando su parte del acto; ya llegará la policía y cada uno decidirá si denunciar al otro por actuar contra la ley del buen gusto, o si decir aquí no ha pasado nada, señor oficial, e irse de la mano a un lugar mejor, en el que nadie los moleste.
Publicado en El Financiero, de México, no recuerdo en qué año.
2 comentarios:
Se está realizando una votación para decidir si el artículo "Rafael Menjívar Ochoa" debe ser borrado de Wikipedia.
Sí, acabo de votar a favor de que se borre. Se puede leer aquí.
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