Gödel, Escher y Freud
Éste es el capítulo 14 del libro La visión del otro, escrito en colaboración con la Dra. Karen Schairer, lingüista de la Northern Arizona University, entre 1999 y 2000. Aún está inédito. Hay llamadas al pie que no se han incluido, y hay una referencia a una estrella interesante. El capítulo 13 ya se puso en este blog y puede encontrarse aquí.
El positivismo del siglo XIX dejó dos herencias contradictorias: la idea de que todo puede ser demostrado objetivamente por la ciencia y la idea de que sólo es cierto lo que puede demostrarse científicamente.
La primera premisa parte de un optimismo que, a la luz de la ciencia actual, peca de ingenuo. La comprensión científica del universo (mediato o inmediato) depende, entre otras cosas, del nivel de conocimiento colectivo que se tenga de las cosas, los fenómenos y las personas. Para que “todo” pudiera ser demostrado científicamente se requeriría de un conocimiento absoluto de los fenómenos químicos, biológicos, físicos, fisiológicos, psicológicos, etcétera, de por lo menos la región del universo que nos rodea, de Aldebarán a la Tierra, de una casa a la otra, de una persona a la que duerme en la misma cama, de esa persona a sí misma.
En el caso de los antiguos Cro-Magnon, es imposible demostrar mucho porque lo que sobrevive es poco; en el caso de la astronomía, se necesitaría ver un agujero negro, que hasta ahora es sólo una posibilidad teórica; en el caso de la psicología, se necesitaría saber algo más que la probable estructura de la psique y que las reacciones ante ciertos estímulos: se necesitaría saber qué es lo que hace profundamente a un ser humano, dónde se generan sus conflictos, donde la necesidad de trascender su cuerpo y su periodo de vida. Esto último necesitaría de la mediación de alguien que no se encontrara a su vez determinado por las “motivaciones humanas”, que interferirían inevitablemente con el análisis y con las conclusiones pertinentes. Esto es: ningún ser humano puede establecer qué es “lo humano” de manera objetiva, porque él a su vez es humano y sus propias motivaciones interferirán en el análisis. Se trata de un caso de autorreferencia insalvable, que no es ajeno a los intentos de acercamiento a “el otro”.
Por otro lado, lo que puede ser relativamente cierto para una ciencia exacta, como las matemáticas o la física, no lo es para otras disciplinas que se autoidentifican como ciencias, por ejemplo la sociología, la psicología o la antropología. Las primeras están basadas en evidencias concretas presentes en la naturaleza, que no varían con el tiempo excepto en lo que se refiere a su comprensión; las segundas dependen no sólo de las evidencias, sino del tiempo en todas sus implicaciones y, sin duda, del comportamiento humano, con todas las incertidumbres inherentes y con la posibilidad de intuir, no de saber.
La segunda premisa —sólo es cierto lo que puede ser demostrado— ya no es una verdad científica inamovible, si alguna vez lo fue, desde que Kurt Gödel estableció en 1931 algo tan sencillo y genial como que la validez de los números enteros, los propios números enteros, no pueden demostrarse desde el propio universo de los números enteros, y que de hecho no existe un sistema matemático capaz de demostrarlos. Dice Douglas Hofstadter:
El Teorema de Gödel tuvo un efecto electrizante sobre los lógicos, matemáticos y filósofos interesados en los fundamentos de las matemáticas, pues mostró que ningún sistema establecido, no importaba cuán complejo, podía representar la complejidad de los números enteros: 0, 1, 2, 3...
La revolución de Gödel no implicó la desaparición del método científico, ni le hizo daño alguno a su validez; sólo demostró que todo es relativo dentro de las matemáticas, como en la física lo demostró Einstein. El método experimental sigue siendo la base de las ciencias, y en principio debe existir una comprobación empírica que ratifique la teoría. Pero hay verdades que no pueden ser comprobadas científicamente, no desde el universo desde el que se hace la aseveración o desde la eventual etapa de conocimiento en que se encuentre quien analice ciertos fenómenos.
Cuando se traspolan a las disciplinas humanísticas, las conclusiones de Gödel son contundentes: “lo humano” no puede estudiarse objetivamente por parte de humanos (con lo cual no queremos defender la existencia de extraterrestres o la necesidad de que éstos nos estudien para saber quiénes somos). Llevando las cosas al extremo, no existe una disciplina humana capaz de mostrar qué es “lo humano” sino de manera fragmentaria.
Un ejemplo de las implicaciones de la autorreferencia cuando se aplica a las disciplinas humanísticas es el psicoanálisis, en el cual parecieron cuajar los sueños del positivismo.
Freud estableció una estructura de la psique que, hasta la fecha, es lo mejor que se ha planteado, y un método de comprensión del comportamiento humano dentro de lo social equiparable a lo que dentro de la filosofía y la economía logró Karl Marx unos años atrás.
Sin embargo, a la luz de Gödel, Freud intentaba lo imposible: descifrar lo que había en los rincones insondables del alma humana, de la inteligencia humana, de la esencia humana, si algo así existe. Freud no podía colocarse por encima de la esencia humana de sus pacientes, porque él mismo tenía sus propios recovecos, y éstos interferían a la hora de buscar algo de objetividad; si se quiere, “transfería” sus deseos, obsesiones, miedos, etcétera, a sus pacientes, aunque sus logros prácticos, así como los de sus seguidores, sean innegables.
Empíricamente, Freud tenía razón: la sexualidad era el elemento recurrente y casi obsesivo en sus pacientes. Los casos de histeria en particular mostraban características y motivaciones sexuales más allá de cualquier duda. La madre castrante o sumisa, el padre débil o extremadamente autoritario estaban allí para demostrar que una teoría que hablara del sexo como un elemento insalvable era acertada.
Pero sólo lo era para su época. En la Viena de finales del siglo pasado y principios de éste, con un sistema moral represivo y pocas válvulas de escape permitidas, donde fenómenos como la homosexualidad o ciertas prácticas sexuales que cualquier pareja actual realiza cotidianamente eran consideradas como anormales, no podía ser de otro modo. Freud era un hombre de su entorno y de su tiempo, como él mismo lo hubiera sabido si el positivismo no hubiera obstaculizado su visión. Freud no podía sustraerse a sus prejuicios ni a las normas establecidas. Freud, en suma, era humano, y su contribución al pensamiento es grande y mucha en esa medida.
Y también fue víctima de su lectura del “registro fósil”. De casos en los cuales podían encontrarse “anormalidades” (muchas de las cuales en la actualidad lo serían sólo relativamente), Freud infirió el comportamiento y las motivaciones de todos los seres humanos: nuevamente el positivismo y la autorreferencia lo hacían pagar las consecuencias. El extremo de esto último es el ya citado Psicología del jugador de ajedrez, de Reuben Fine. Probablemente Fine hablaba de su experiencia particular, pero, con base en un método “científico”, la traspoló a personas que quizá jamás pensaron en otra cosa que en jugar ajedrez.
Freud hablaba de “el otro”, de “el anormal”, pero no podía dejar de hablar de sí mismo. Fine, curiosamente, hablaba de sí mismo como ajedrecista para referirse a “el otro”, el homosexual. La autorreferencia es inevitable cuando se buscan verdades absolutas en algo tan relativo como el comportamiento humano.
Y, si de autorreferencia y sexualidad se trata, está el ya citado caso de Margaret Mead. “El otro”, visto por ella, era el portador de la utopía que el Occidente necesitaba. Quizá por eso la academia destrozó a Freeman, su abogado del diablo, o quizá porque destruir el trabajo de Mead era invalidar mucho del trabajo antropológico de la propia academia o por el deseo de que existiera algo así en alguna parte del planeta (lo cual hablaría asimismo de autorreferencia).
Por lo dicho en este capítulo podría pensarse que nuestra posición es que lo humano no puede ser estudiado por humanos. Nada más lejos de nuestra intención. Lo que creemos es que el estudio de “el otro” debe plantearse desde el respeto a su condición humana. Se trata de un principio ético que no siempre se observa en Occidente cuando se habla desde el conocimiento como institución, desde lo que se ha dado en llamar “el centro”. Y, como cualquier posición que parta de supuestos de autoridad, sus fundamentos pueden ser terriblemente endebles.
2 comentarios:
Muchos son los factores que influyen en el analisis humano, y la sexualidad es el mas influyente, creo qeu es donde mas actua el "inconsciente" o el "otro yo", como si uno actuara sin cabeza.
Ojalá y pronto deje de estar inédito. Estas son lecturas que atrapan!
Ambos principios te los siguen metiendo aún en la cabeza (en las ciencias sociales). Y aún existe la prepotencia académica...pero eso es otra cosa.
Yo no he conocido cosa más incierta que la ciencia política.
Finalmente, ¿como el ser humano juzga y analiza al ser humano? ¿cómo establecés el respeto hacia el "otro"? vaya que cosa tan difícil.
Gracias y....ojalá que el tema continúe.
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