16 de septiembre de 2007

Atlihuetzía, o la tumba

Al día siguiente de visitar Cantona, Citlalli Xochitiotzin me prestó su Volkswagen --que recuerdo de un indiscreto color naranja-- para que diera una vuelta por una lista de lugares que tenía pendientes de visitar. No lo he dicho, pero yo estaba trabajando para la Michelin Travel Corporation, y debía ir a lugares turísticos, reseñarlos, tomar fotos, hacer una ficha y presentarla al editor jefe, que ya decidiría qué hacer. No sé lo que haya decidido él, y más bien Michelin, porque en la edición correspondiente no apareció el trabajo de los ocho editores que trabajábamos en todo el país para actualizar la guía. Tengo mis sospechas, pero no creo que quiera hablar de eso. Unos meses después de terminado el trabajo, recibí un mail del editor jefe con un chiste bobo, y una nota en la que hablaba de que enviar el tal chiste era un modo de "limar asperezas" y de que no hubiera "hard feelings" entre nosotros. Yo había terminado mi trabajo un par de meses antes que los demás, así que no supe a qué se refería. Tampoco quise averiguar.
Como sea, uno de los lugares que visité fue Santa María Atlihuetzía, a unos kilómetros de la ciudad de Tlaxcala y a un lado de una carretera de alta velocidad, creo que la que lleva a Veracruz. No sé ahora; en ese entonces no había muchas señales, las que había no eran muy claras y tuve que intentar un par de veces antes de dar con la salida correcta.
Había escuchado que allí estaba una de las iglesias más altas de México, que desde hacía por lo menos un siglo no había rastro de techo y que, con todo y que estaba en ruinas, era un lugar que uno no podía dejar de visitar.
Ahora veo en internet que hay hoteles en Atlihuetzía, y se pone énfasis en unas cascadas que en 1995-96 eran casi inaccesibles. Yo lo que iba a ver era la iglesia.
En pueblo era pequeño, muy pequeño, y polvoso. Había una iglesia pequeñita, una plaza pequeñita, todo pequeñito. En medio de todo aquello, una masa de piedra rodeada de malla de alambre. Daba la impresión de una ciudad construida inútilmente alrededor de un castillo medieval abandonado y roto.
Me sentí un poco defraudado, pero a eso había ido, y me metí entre los escombros para llegar a la puerta de la iglesia. Y, sí, desde la puerta la construcción se veía inmensa, pero la perspectiva me dijo que no era nada que no hubiera visto antes en algunos otros lugares. Me llamó la atención que en todo el piso hubiera varios centenares de flores de cempazúchil, las flores de los muertos, algunas sueltas, algunas en ramos.
Entré y caminé al centro de la nave, y entonces entendí lo que a veces se dice de manera más retórica que real: el hecho de perder la respiración al ver algo o estar en medio de algo. Allí, entre todas esas flores --que con sus colores tan vivos siempre tienen algo de tristeza--, en medio de unas columnas y travesaños de tamaño casi imposible, de frente a un los restos de un coro que debió ser de lo más grande que se ha construido en materia de coros, vi hacia arriba y el cielo se me tiró encima desde donde debía estar el techo.
En su parte más alta, la iglesia debe tener por lo menos cincuenta metros; con el techo y campanarios y cúpulas, se dice, rebasaba los setenta. Y no es que no haya iglesias así de grandes, o más --la catedral de Puebla rebasa los sesenta metros--, sino que estaba en medio de una construcción que casi era un cadáver, que estaba en los huesos; un enfermo viejo al que habían relegado al cuarto del fondo y sólo visitaban para ponerle flores, con algo de amor, con algo de hastío, con mucho de culpa.
Me pregunté por qué habría tantas flores en el piso. No eran los días de la fiesta de muertos, y era evidente que no sólo una persona las ponía allí. Era claro que desde hacía muchas décadas a nadie se le había ocurrido dar una misa en ese altar más que impresionante, y que ni siquiera se habrían reunido más de dos o tres personas, para poner flores quizá, o niños en busca de las emociones fuertes que da esa razón que produce monstruos.
Caminé hacia un costado de la iglesia y vi que había un par de decenas de criptas del tamaño natural de cualquier persona. Estaban rotas, con flores frescas y secas, colocadas en la parte exterior, nunca dentro de las tumbas. En pocas palabras, eran tumbas de piedra adosadas a las paredes; con sólo retirar la tapa los cuerpos hubieran quedado al decubierto, y no había nada --una pared, algún cancel-- que los separara de los fieles.
Recorrí la pared derecha viendo los epitafios, que eran muy sencillos: nombre, fecha de nacimiento, fecha de muerte. Todas las tapas estaban rotas, y los nichos al descubierto. No se veían restos humanos; había lodo, piedras, vacío. Tomé algunas fotos --casi todas las entregué a Michelin, porque así decía el contrato; sólo me quedé con la que aparece al inicio de este post-- y caminé hacia el otro costado. Empecé el recorrido de las criptas hacia el altar mayor, y llegué a una que tenía aún la tapa puesta, pero estaba agrietada y había un agujero por el cual podía pasar una mano grande. La placa decía que allí estaba enterrada una bebé de siglo y medio atrás. Sentí algo de tristeza, porque así pasa cuando uno está ante la tumba de cualquier bebé, y cometí un error: me asomé al agujero.
Había un viento frío, y el viento zumbaba por encima y por afuera de la iglesia; dentro se formaban algunas corrientes en los niveles más altos, como en el coro, pero no llegaban a la parte más baja. Sin embargo, al asomarme, salió una vaharada de dentro de la tumba, y me llegó un olor a vejez, a muerte rezagada, a algo que me hizo retroceder y sentir miedo. Había alcanzado a ver fragmentos de tela, o eso me pareció, que alguna vez debieron ser blancos y en ese momento no se diferenciaban del color de la piedra y el polvo. Lo que sentí fue que había alguien allí, y que ese alguien quería hablarme, pero no tenía palabras para hacerlo.
Ese tipo de imaginación y de miedo a los muertos no se me da, pero me puse irracional y, como pude, salí de la iglesia. Me quedé en la entrada, respirando rápidamente, y el corazón sonando a tambor asustado. No pude volver a entrar. Ni siquiera quise ver el resto del pueblo, ni tomé más fotos de las que ya llevaba, quizá unas 20 o 30.
Del mismo modo irracional, entendí el porqué todas esas flores de cempazúchil, y entendí la soledad de la iglesia. Era obvio que había que restaurarla, y que nadie había hecho el menor esfuerzo siquiera por mantenerla limpia. Era una tumba colosal. Era la tumba colosal de una niña muerta más de un siglo atrás.
De allí me fui a ver unas pinturas rupestres que había en otro pueblo, los alrededores de un centro vacacional en el que ya había estado un par de veces como huésped, más iglesias, muchas iglesias (Tlaxcala está llena de iglesias). A algunas regresé después, en otros años. A ésa no.

1 comentario:

Denise Phé-Funchal dijo...

Buenísima historia, una parte de mí te envidia y otra, gluppp, se estremece de pensar en la escena, en la sensación.