Cinco años no es nada
En 1990 me pasó de todo. A principios del año, mi amigo del alma, mi hermano, y literalmente compadre (siempre tuve mala suerte para los compadres), se puso bien raro después de que gané por segunda vez en premio de novela, y peor todavía cuando la Historia del traidor --que a él le parecía mala, y a mí un tanto inmadura, aunque bonita-- se publicó en Francia. De los premios que me gané --imagino que con algo de razón-- decía:
--Esos premiecillos se los gana cualquiera. Gánate uno en Francia. Cuando te ganes uno en Francia puedes empezar a tomarte en serio.
Y me lo gané, gracias a Thierry Davo y su traducción. No era precisamente un premio, sino financiamiento del Centro Nacional de Letras para su publicación, a cargo de Cénomane, y un poco de dinero para mí; hasta donde sé había una especie de concurso, y supongo que me habrán elegido. (Mis otros libros han aparecido por allá con patrocinio del Centro Nacional del Libro; Cénomane sigue publicándolos y Thierry traduciéndolos.)
Ya sé que un compadre que hable así de uno ante uno mismo no es necesariamente un buen compadre, pero me había acostumbrado poco a poco a sus cada vez más amargos comentarios, como el sapo que no se da cuenta de que el agua se calienta poco a poco en la cacerola en la que se encuentra metido, hasta que se convierte en sopa sin saber a qué hora. Lo peor era que trabajábamos en el mismo diario; él me había pedido que entrara para echarle la mano con la sección internacional, que andaba floja, y cómo no hacer algo así por un compadre. Hasta que las cosas se pusieron imposibles.
Renuncié unas semanas después, y durante años se dedicó a seguir mi pista por varios trabajos y a hacerme la vida de cuadritos en algunos de ellos. En dos renuncié, harto de que los jefes pusieran en cuestión mi trabajo por las palabras de un pobre señor. (Veo su foto ahora y es la de un pobre señor. La mía andará en las mismas, pero es mía y me caigo bien; poca objetividad la de uno.)
Tenía problemas familiares serios, que se resolverían tres años después con la separación de Luz María. Igual que lo del agua que hierve. Poco después de la renuncia del periódico --mis ingresos fuertes venían de los guiones de historieta-- murió una buena amiga, de parto. Su esposo se casó un mes después con otra mujer que con los años resultó ser una maravilla; el esposo no tanto: fue responsable de la muerte en más de un sentido y, zaz, la borró de un plumazo.
Casi a fines del año pasó una de ésas que creí que sólo ocurrían en las películas. Otra amiga del alma, según yo casi mi hermana, me propuso clara y abiertamente que fuéramos amantes, y me negué lo más suavemente que pude; lo del incesto no es para mí. La había ayudado a que entrara a trabajar a EJEA a hacer guiones (a mi compadre también, pero por suerte no pasó la prueba), y no le iba mal. Al día siguiente de la proposición llegué a revisar un guión y todos me miraron rarísimo. María Delgado, la jefa de producción, me dijo que la había regado, que cómo se me ocurría hacer esas cosas. No le entendí y me dijo que el director, Guillermo Domínguez, me quería ver en su despacho.
--Tus cosas personales y tus líos de viejas manéjalos como quieras, pero no metas a la editorial. O aclaras tu rollo con A*** o te corro.
Le pregunté cuál rollo, porque nunca había existido ningún rollo, excepto que habíamos dado unos talleres en la Secretaría de Educación Pública unos años atrás --allí la conocí-- y que la había recomendado precisamente con él para que hiciera guiones. Me hizo un interrogatorio bien raro y por fin me lo soltó: la chava había llegado llorando diciendo que la había acosado sexualmente, que la había amenazado con hacer que la corrieran si no accedía, y que estaba desesperada porque no quería perder su trabajo, que los hijos no sé qué y que el marido no ganaba muy bien. Y pues a mí ni siquiera se me ocurrió seducirla por las buenas, cuantimenos por las malas, pero ya se sabe que en esas cosas uno es el último que se entera y al que menos le creen.
--Tienes como cinco años de conocerme, y a ella uno --le dije--. ¿Me crees capaz?
--La chava venía llorando.
--Si me pongo a llorar, ¿me crees a mí?
Se quedó pensando.
--Convénceme. Si me convences, la corro. Si no, te corro a ti.
--Córreme --le dije--. No tengo que defenderme de estupideces.
Me fui con María y le pregunté cuál era el rollo. A*** había llegado esa mañana muerta de llanto diciendo lo que ya me había dicho Guillermo y varias más. Creo que hasta la había detenido en las escaleras --no me gustaba mucho el elevador de EJEA y en efecto bajaba casi siempre por las escaleras-- y había tratado de forzarla, o algo así. Me dijo que el marido de A*** andaba buscándome para darme una golpiza.
--¿Tú le crees? --le pregunté.
Me miró con una mirada de ésas que atraviesan todo lo que uno es y uno ha hecho; esas miradas de María eran una lección de vida, a pesar de que tenía apenas un par de años más que yo. Trabajaba en EJEA desde los 15 años, y si alguien mantenía la editorial andando era ella. (Un día le armaron un chisme, se hartó y se fue. Allí EJEA empezó a caer.)
--Te creo a ti --me dijo--. Nunca he visto que le faltes el respeto a ninguna mujer.
Hubo dos escenas públicas después de eso. Una, en un pasillo de la editorial, lleno de gente, con asistentes y directores a la expectativa. La detuve y le dije:
--¿Tienes algo que preguntarme o reclamarme?
--No --dijo, y se fue lo más digna que pudo. (Unos días antes Luz María había llevado un guión y ella la había pescado en el baño también para llorarle y decirle que no sabía quién era yo, de las cosas espantosas que le había dicho, etcétera. Luz María la mandó limpiamente al carajo y ella se puso como furia, amenazándola y amenazándome. Casi llega a los golpes.)
La otra escena fue en la fiesta de fin de año de la editorial, que siempre se daba por todo lo grande. La vi bajar del elevador del hotel junto con su esposo. Él se dirigió derecho a mí, como para golpearme, y me aparté de los amigos con los que me encontraba para hacerle frente, viéndolo directo a los ojos. (¡Sí, llevaba saco y todo!) Cuando estuvo a unos centímetros de mí, le pregunté:
--¿Cómo estás?
--Bien --me dijo, y se fue, despreciándome, mientras ella fingía que no había visto nada.
El año siguiente ella ya no trabajó en la editorial, pero no me dio ningún consuelo. No entendía por qué mi amiga me hacía algo así, y sigo sin entenderlo. (Me lo han explicado muchas veces, pero no quiero entenderlo, porque estoy seguro de que algo perderé en el camino.)
De los pocos amigos que tenía, mi compadre había agarrado un asunto descontrolado contra mí, otra había muerto por una estupidez del marido y de malos médicos y otra me demostraba que hay despechos peores que cualquier amistad. A finales del año, además, a los problemas con mi esposa se sumó una ruptura muy fuerte con una parte de mi familia, que nunca llegó a sanar. Y me di cuenta de que, por más que ganara --y era mucho--, las deudas se acumulaban y se acumulaban, y trabajara lo que trabajara y ahorrara lo que ahorrara no había modo de pagarlas. Ni de explicarlas, y también hasta la fecha.
Ese año me entró la depresión. Todo se convirtió en angustia y más angustia, y tanto me angustiaba que dejé de sentir cualquier cosa que no fuera angustia. Como en Awakenings --que apareció precisamente ese año--, temblaba tanto que me paralicé. Cerca de la semana santa de 1993, ya casi en el fondo, me fui a Acapulco con unos amigos periodistas a fundar un diario. Eso ya es otra historia.
Entre 1988 y 1989 escribí Los años marchitos, y en 1990 gané un premio latinoamericano con ella. En 1990 comencé a escribir De vez en cuando la muerte (Hugo Martinez Téllez conoció las primeras páginas, y también siguió de cerca los líos de y con el compadre). A medio camino eliminé un capítulo, y de él salió, en unos días, el borrador de Los héroes tienen sueño. Y dejé de escribir durante más de cinco años.
Durante todo ese tiempo salieron apuntes para Trece --que terminaría de armar en 1998 y de corregir en 2001-- y dos cuentos: "Cementerio de carros", quizá el mejor que me haya salido, y "Fade-out", que no releo; me da una tristeza casi tan grande como la que sentí mientras lo escribía.
De octubre de 1990 a principios de 1996 me la pasé, obsesivamente, tratando de terminar De vez en cuando la muerte, y nada. Corregía una y otra vez las sesenta cuartillas que había logrado escribir, quitaba una coma, la volvía a poner, modificaba una frase, la cambiaba a su estado anterior... Trataba de escribir una página y comenzaba el corazón a latir de una manera tan terrible que tenía que detenerme. Me ponía entonces a corregir Terceras personas (aquí, aquí y aquí pueden encontrarse algunos de sus textos), escribía páginas que sabía que no llegarían a ningún lado (llené cuadernos completos de cosas inútiles) y estaba seguro de que no saldría de allí.
Un día el editor de Planeta me encargó que escribiera una novela interactiva para jóvenes, titulada Una noche de tantas. Me llevó un mes, me la pagaron bien y, cuando estaba en originales mecánicos, a una semana de entrar en prensas, el editor renunció y la novela quedó inédita, porque echaron para atrás todos sus proyectos. Eso fue a finales de 1995. La novela está bien, y puede quedar bastante bien con una corrección no demasiado severa, pero pocas páginas me emocionaron mientras la escribía. Me sentí peor.
Un día dije "Al diablo", ahorré un poco de dinero y me encerré durante seis semanas a terminar De vez en cuando la muerte. Cada segundo que estuve frente a la máquina el corazón me latió como si fuera a salírseme por la garganta. Espantoso, pero era mejor morirse que seguir así. Vivía en una casa de huéspedes bastante patética, por motivos que ni siquiera vale la pena mencionar; no era el mejor ambiente tampoco. (Pagaba algo así como 80 dólares al mes por un cuarto no muy pequeño, pero tampoco muy bien pintado.)
Dormía cuando me daba tanto sueño que era imposible escribir nada coherente; despertaba a cualquier hora. Desayunaba a las diez de la noche, almorzaba a las siete de la mañana, cenaba cuando ya el hambre era insoportable. Veía a mis hijos con regularidad, y ellos me veían siempre frente a la computadora o dormido o me acompañaban a caminar a la hora que fuera para pensar obsesivamente en lo que seguía, lo que había que cambiar, lo que había que eliminar, y a empezar de nuevo.
Un día terminé, imprimí y puse la novela sobre la mesa del televisor, y me quedé viéndola durante horas. Y durante días y semanas, satisfecho y por fin tranquilo.
Ese año me fue mucho mejor económicamente. Me fui a un bonito departamento a San Miguel Chapultepec (el último en el que viviría en México), compré muebles, conseguí algunos trabajos bien pagados y qué sé yo. Hubo más problemas por publicaciones con gente que se toma esas cosas en serio, y con otros --bastante tontos-- por cosas de música. Fueron cosas casi tan fuertes como las ocurridas en 1990; sin embargo estaba fuera de la depresión, haciendo cosas, muchas cosas, y empezaba a ser básicamente feliz.
Lo más importante fue que, después de De vez en cuando la muerte, no paré de escribir, y no he parado, excepto este año, en que estaba demasiado cansado; ya empezaré de nuevo en enero. En 1998 terminé Trece, escribí una pieza de teatro aún inédita (está buena), terminé otra que tenía pendiente desde siete u ocho años atrás, empecé Breve recuento de todas las cosas al año siguiente siguió Instrucciones para vivir sin piel, terminé un libro de cuentos, un poemario y un montón de novelas más.
Aprendí muchas cosas en ese proceso, pero la principal fue no sufrir por los vaivenes de la gente cercana; uno también es gente y también tiene sus tiene vaivenes. Aprendí que los amigos llegan, se van, desaparecen, reaparecen, y que el tiempo es el único que dice cuáles se quedan con uno, y uno con ellos. (Me ha agarrado últimamente por el tiempo; quizá ya estoy poniéndome viejo.) Y aprendí que no me interesa aceptar castigo emocional para conservar la atención, la amistad o el amor de nadie, menos aún dejar de escribir lo que escribo, ser como soy y pensar como pienso para obtener aprobación o un falso respeto. (¿Quién que lo quiera a uno, o lo respete, le pone condiciones para continuar queriéndolo o respetándolo?)
No es que no me haya fallado en más de una ocasión, ni que esos fallos no hayan sido a veces muy fuertes; es que cada vez se acostumbra uno más a establecer relaciones sencillas, y a la vez profundas, con la gente cercana, y aprende cuándo acercarse, cuándo alejarse, cuando hacer cosas juntos y cuándo mandar al diablo a quien haya menester. Y también aprende que, si uno deja de confiar en la gente por miedo al dolor, está perdido, y si uno espera puñaladas de todo el que se acerque, está más que perdido, pues el siguiente paso será la amargura, la angustia y de nuevo la depresión. Y no quiero volver allí.
De vez en cuando la muerte, aunque no sea lo mejor que haya escrito, fue una novela bien importante: me devolvió lo que extravié durante más de cinco años. Pongo un fragmento aquí, en mi otro blog, para compartir un poco con los amigos y con quien quiera gastarse unos minutos en su lectura.
--Esos premiecillos se los gana cualquiera. Gánate uno en Francia. Cuando te ganes uno en Francia puedes empezar a tomarte en serio.
Y me lo gané, gracias a Thierry Davo y su traducción. No era precisamente un premio, sino financiamiento del Centro Nacional de Letras para su publicación, a cargo de Cénomane, y un poco de dinero para mí; hasta donde sé había una especie de concurso, y supongo que me habrán elegido. (Mis otros libros han aparecido por allá con patrocinio del Centro Nacional del Libro; Cénomane sigue publicándolos y Thierry traduciéndolos.)
Ya sé que un compadre que hable así de uno ante uno mismo no es necesariamente un buen compadre, pero me había acostumbrado poco a poco a sus cada vez más amargos comentarios, como el sapo que no se da cuenta de que el agua se calienta poco a poco en la cacerola en la que se encuentra metido, hasta que se convierte en sopa sin saber a qué hora. Lo peor era que trabajábamos en el mismo diario; él me había pedido que entrara para echarle la mano con la sección internacional, que andaba floja, y cómo no hacer algo así por un compadre. Hasta que las cosas se pusieron imposibles.
Renuncié unas semanas después, y durante años se dedicó a seguir mi pista por varios trabajos y a hacerme la vida de cuadritos en algunos de ellos. En dos renuncié, harto de que los jefes pusieran en cuestión mi trabajo por las palabras de un pobre señor. (Veo su foto ahora y es la de un pobre señor. La mía andará en las mismas, pero es mía y me caigo bien; poca objetividad la de uno.)
Tenía problemas familiares serios, que se resolverían tres años después con la separación de Luz María. Igual que lo del agua que hierve. Poco después de la renuncia del periódico --mis ingresos fuertes venían de los guiones de historieta-- murió una buena amiga, de parto. Su esposo se casó un mes después con otra mujer que con los años resultó ser una maravilla; el esposo no tanto: fue responsable de la muerte en más de un sentido y, zaz, la borró de un plumazo.
Casi a fines del año pasó una de ésas que creí que sólo ocurrían en las películas. Otra amiga del alma, según yo casi mi hermana, me propuso clara y abiertamente que fuéramos amantes, y me negué lo más suavemente que pude; lo del incesto no es para mí. La había ayudado a que entrara a trabajar a EJEA a hacer guiones (a mi compadre también, pero por suerte no pasó la prueba), y no le iba mal. Al día siguiente de la proposición llegué a revisar un guión y todos me miraron rarísimo. María Delgado, la jefa de producción, me dijo que la había regado, que cómo se me ocurría hacer esas cosas. No le entendí y me dijo que el director, Guillermo Domínguez, me quería ver en su despacho.
--Tus cosas personales y tus líos de viejas manéjalos como quieras, pero no metas a la editorial. O aclaras tu rollo con A*** o te corro.
Le pregunté cuál rollo, porque nunca había existido ningún rollo, excepto que habíamos dado unos talleres en la Secretaría de Educación Pública unos años atrás --allí la conocí-- y que la había recomendado precisamente con él para que hiciera guiones. Me hizo un interrogatorio bien raro y por fin me lo soltó: la chava había llegado llorando diciendo que la había acosado sexualmente, que la había amenazado con hacer que la corrieran si no accedía, y que estaba desesperada porque no quería perder su trabajo, que los hijos no sé qué y que el marido no ganaba muy bien. Y pues a mí ni siquiera se me ocurrió seducirla por las buenas, cuantimenos por las malas, pero ya se sabe que en esas cosas uno es el último que se entera y al que menos le creen.
--Tienes como cinco años de conocerme, y a ella uno --le dije--. ¿Me crees capaz?
--La chava venía llorando.
--Si me pongo a llorar, ¿me crees a mí?
Se quedó pensando.
--Convénceme. Si me convences, la corro. Si no, te corro a ti.
--Córreme --le dije--. No tengo que defenderme de estupideces.
Me fui con María y le pregunté cuál era el rollo. A*** había llegado esa mañana muerta de llanto diciendo lo que ya me había dicho Guillermo y varias más. Creo que hasta la había detenido en las escaleras --no me gustaba mucho el elevador de EJEA y en efecto bajaba casi siempre por las escaleras-- y había tratado de forzarla, o algo así. Me dijo que el marido de A*** andaba buscándome para darme una golpiza.
--¿Tú le crees? --le pregunté.
Me miró con una mirada de ésas que atraviesan todo lo que uno es y uno ha hecho; esas miradas de María eran una lección de vida, a pesar de que tenía apenas un par de años más que yo. Trabajaba en EJEA desde los 15 años, y si alguien mantenía la editorial andando era ella. (Un día le armaron un chisme, se hartó y se fue. Allí EJEA empezó a caer.)
--Te creo a ti --me dijo--. Nunca he visto que le faltes el respeto a ninguna mujer.
Hubo dos escenas públicas después de eso. Una, en un pasillo de la editorial, lleno de gente, con asistentes y directores a la expectativa. La detuve y le dije:
--¿Tienes algo que preguntarme o reclamarme?
--No --dijo, y se fue lo más digna que pudo. (Unos días antes Luz María había llevado un guión y ella la había pescado en el baño también para llorarle y decirle que no sabía quién era yo, de las cosas espantosas que le había dicho, etcétera. Luz María la mandó limpiamente al carajo y ella se puso como furia, amenazándola y amenazándome. Casi llega a los golpes.)
La otra escena fue en la fiesta de fin de año de la editorial, que siempre se daba por todo lo grande. La vi bajar del elevador del hotel junto con su esposo. Él se dirigió derecho a mí, como para golpearme, y me aparté de los amigos con los que me encontraba para hacerle frente, viéndolo directo a los ojos. (¡Sí, llevaba saco y todo!) Cuando estuvo a unos centímetros de mí, le pregunté:
--¿Cómo estás?
--Bien --me dijo, y se fue, despreciándome, mientras ella fingía que no había visto nada.
El año siguiente ella ya no trabajó en la editorial, pero no me dio ningún consuelo. No entendía por qué mi amiga me hacía algo así, y sigo sin entenderlo. (Me lo han explicado muchas veces, pero no quiero entenderlo, porque estoy seguro de que algo perderé en el camino.)
De los pocos amigos que tenía, mi compadre había agarrado un asunto descontrolado contra mí, otra había muerto por una estupidez del marido y de malos médicos y otra me demostraba que hay despechos peores que cualquier amistad. A finales del año, además, a los problemas con mi esposa se sumó una ruptura muy fuerte con una parte de mi familia, que nunca llegó a sanar. Y me di cuenta de que, por más que ganara --y era mucho--, las deudas se acumulaban y se acumulaban, y trabajara lo que trabajara y ahorrara lo que ahorrara no había modo de pagarlas. Ni de explicarlas, y también hasta la fecha.
Ese año me entró la depresión. Todo se convirtió en angustia y más angustia, y tanto me angustiaba que dejé de sentir cualquier cosa que no fuera angustia. Como en Awakenings --que apareció precisamente ese año--, temblaba tanto que me paralicé. Cerca de la semana santa de 1993, ya casi en el fondo, me fui a Acapulco con unos amigos periodistas a fundar un diario. Eso ya es otra historia.
Entre 1988 y 1989 escribí Los años marchitos, y en 1990 gané un premio latinoamericano con ella. En 1990 comencé a escribir De vez en cuando la muerte (Hugo Martinez Téllez conoció las primeras páginas, y también siguió de cerca los líos de y con el compadre). A medio camino eliminé un capítulo, y de él salió, en unos días, el borrador de Los héroes tienen sueño. Y dejé de escribir durante más de cinco años.
Durante todo ese tiempo salieron apuntes para Trece --que terminaría de armar en 1998 y de corregir en 2001-- y dos cuentos: "Cementerio de carros", quizá el mejor que me haya salido, y "Fade-out", que no releo; me da una tristeza casi tan grande como la que sentí mientras lo escribía.
De octubre de 1990 a principios de 1996 me la pasé, obsesivamente, tratando de terminar De vez en cuando la muerte, y nada. Corregía una y otra vez las sesenta cuartillas que había logrado escribir, quitaba una coma, la volvía a poner, modificaba una frase, la cambiaba a su estado anterior... Trataba de escribir una página y comenzaba el corazón a latir de una manera tan terrible que tenía que detenerme. Me ponía entonces a corregir Terceras personas (aquí, aquí y aquí pueden encontrarse algunos de sus textos), escribía páginas que sabía que no llegarían a ningún lado (llené cuadernos completos de cosas inútiles) y estaba seguro de que no saldría de allí.
Un día el editor de Planeta me encargó que escribiera una novela interactiva para jóvenes, titulada Una noche de tantas. Me llevó un mes, me la pagaron bien y, cuando estaba en originales mecánicos, a una semana de entrar en prensas, el editor renunció y la novela quedó inédita, porque echaron para atrás todos sus proyectos. Eso fue a finales de 1995. La novela está bien, y puede quedar bastante bien con una corrección no demasiado severa, pero pocas páginas me emocionaron mientras la escribía. Me sentí peor.
Un día dije "Al diablo", ahorré un poco de dinero y me encerré durante seis semanas a terminar De vez en cuando la muerte. Cada segundo que estuve frente a la máquina el corazón me latió como si fuera a salírseme por la garganta. Espantoso, pero era mejor morirse que seguir así. Vivía en una casa de huéspedes bastante patética, por motivos que ni siquiera vale la pena mencionar; no era el mejor ambiente tampoco. (Pagaba algo así como 80 dólares al mes por un cuarto no muy pequeño, pero tampoco muy bien pintado.)
Dormía cuando me daba tanto sueño que era imposible escribir nada coherente; despertaba a cualquier hora. Desayunaba a las diez de la noche, almorzaba a las siete de la mañana, cenaba cuando ya el hambre era insoportable. Veía a mis hijos con regularidad, y ellos me veían siempre frente a la computadora o dormido o me acompañaban a caminar a la hora que fuera para pensar obsesivamente en lo que seguía, lo que había que cambiar, lo que había que eliminar, y a empezar de nuevo.
Un día terminé, imprimí y puse la novela sobre la mesa del televisor, y me quedé viéndola durante horas. Y durante días y semanas, satisfecho y por fin tranquilo.
Ese año me fue mucho mejor económicamente. Me fui a un bonito departamento a San Miguel Chapultepec (el último en el que viviría en México), compré muebles, conseguí algunos trabajos bien pagados y qué sé yo. Hubo más problemas por publicaciones con gente que se toma esas cosas en serio, y con otros --bastante tontos-- por cosas de música. Fueron cosas casi tan fuertes como las ocurridas en 1990; sin embargo estaba fuera de la depresión, haciendo cosas, muchas cosas, y empezaba a ser básicamente feliz.
Lo más importante fue que, después de De vez en cuando la muerte, no paré de escribir, y no he parado, excepto este año, en que estaba demasiado cansado; ya empezaré de nuevo en enero. En 1998 terminé Trece, escribí una pieza de teatro aún inédita (está buena), terminé otra que tenía pendiente desde siete u ocho años atrás, empecé Breve recuento de todas las cosas al año siguiente siguió Instrucciones para vivir sin piel, terminé un libro de cuentos, un poemario y un montón de novelas más.
Aprendí muchas cosas en ese proceso, pero la principal fue no sufrir por los vaivenes de la gente cercana; uno también es gente y también tiene sus tiene vaivenes. Aprendí que los amigos llegan, se van, desaparecen, reaparecen, y que el tiempo es el único que dice cuáles se quedan con uno, y uno con ellos. (Me ha agarrado últimamente por el tiempo; quizá ya estoy poniéndome viejo.) Y aprendí que no me interesa aceptar castigo emocional para conservar la atención, la amistad o el amor de nadie, menos aún dejar de escribir lo que escribo, ser como soy y pensar como pienso para obtener aprobación o un falso respeto. (¿Quién que lo quiera a uno, o lo respete, le pone condiciones para continuar queriéndolo o respetándolo?)
No es que no me haya fallado en más de una ocasión, ni que esos fallos no hayan sido a veces muy fuertes; es que cada vez se acostumbra uno más a establecer relaciones sencillas, y a la vez profundas, con la gente cercana, y aprende cuándo acercarse, cuándo alejarse, cuando hacer cosas juntos y cuándo mandar al diablo a quien haya menester. Y también aprende que, si uno deja de confiar en la gente por miedo al dolor, está perdido, y si uno espera puñaladas de todo el que se acerque, está más que perdido, pues el siguiente paso será la amargura, la angustia y de nuevo la depresión. Y no quiero volver allí.
De vez en cuando la muerte, aunque no sea lo mejor que haya escrito, fue una novela bien importante: me devolvió lo que extravié durante más de cinco años. Pongo un fragmento aquí, en mi otro blog, para compartir un poco con los amigos y con quien quiera gastarse unos minutos en su lectura.
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