30 de abril de 2006

El título que buscaba

Thierry Davo tiene textos míos que no sólo no tengo, sino que también he olvidado, varios de ellos de los años ochenta. Le di copias en 1986, cuando nos conocimos en persona (nos empezamos a cartear desde finales de 1985 o principios de 1986); llegó a México para que trabajáramos la traducción de Historia del traidor, y en realidad para pasarnos en Guanajuato el fin de año. (Nunca vayan a Guanajuato o San Miguel de Allende en fin de año si no tienen reservaciones.) Había leído el libro, le había gustado, quería traducirlo, no tenía editor pero podía ser divertido. Estuve de acuerdo. (Los originales de la traducción están en casa de mi hija Eunice.)
En los años siguientes le envié algunos textos más, y cada vez que nos hemos visto le doy borradores y apuntes y eso, y le mando todas las versiones de todo por correo electrónico. Si alguien tiene casi todo lo mío, lo que no rompí o sólo son meros apuntes, es él.
A veces me manda frases sueltas con algún comentario. Le pregunto de quién son, porque me llaman la atención, y resulta que están puestas en algún rincón de un libro mío, y no había reparado en ellas, con todo y que yo las escribí... Hay varias muy buenas, si he de ser franco.
Ayer me mandó la portada de mi segundo libro publicado, Algunas de las muertes. En medio de un relajo de cajas y papeles debo tener un ejemplar, pero no apostaría mi vida, y más bien quisiera que no. Es un libro que he tratado de olvidar; la poesía no es para mí, ni yo soy de ella, con todo lo que la disfruto. Lo peor es que, aunque no me lo haya dicho, él sabe que ése es el título que andaba buscando para sustituir el de Maneras de morir, pero me adelanté a usarlo. (Algunas de las muertes se publicó en 1986.) La primera parte del libro, como me lo recuerda en un comentario, tiene también un título bueno: Fragmentos de todo el amor. Me pasé varios años pensándolo, igual que el del libro, que es también el de la segunda parte. (Son poemas escritos entre 1980 y 1984.)
Algunas de las muertes es un libro demasiado visceral, y yo estaba demasiado ligado emocionalmente a él. Allí me di cuenta de que si uno está atado por emociones a un libro, el libro no funciona. Uno lo ve en blanco y negro, y no alcanza a percibir errores que son de manual. Por otra parte, está hecho usando extrañas combinaciones métricas. La mayor parte son endecasílabos, heptas, pentas, alejandrinos y eneas, todos mezclados. Aprendí un montón acerca de la lógica de la métrica, pero creo que aún estaba muy torpe para lanzarme a publicar los resultados; ahora no se me ocurriría publicar el noventa por ciento de lo que está allí, y más bien reciclaría algunas frases para armar otra cosa. Pero no quiero.
Pongo aquí un poema escrito en un estilo que usé bastante. Es un soneto inglés (tres cuartetos, un dístico), en rima asonante, con versos truncos en heptasílabos; es el primero de dos poemas titulados "Réquiem del miércoles" (¡qué buen título para novela negra!). Los escribí cuando mataron en Chalatenango, en 1983, a mi amigo El Negro Hugo; hace poco otro amigo me dijo que El Negro se llamaba Domingo Vargas, un tipo grandote y rarísimo: mezcla de rabia, ternura y una frialdad que podía ser confortante o aterradora, según de qué lado estuviera uno. Jugaba mucho con mi hijo y con mi gato, y los dos lo adoraban.

Hay algo en esta muerte —tan tu muerte—
como de maldición, de cosa seria.
Hay frases por tu viaje de este miércoles
francas y obscenas.
Hay este tu dormir con sobramientos
y el ritual desfilar de acongojados.
Hay el falso dolor, ese veneno
que las almas destiñe. Hay los bagazos
de tu cuerpo, vencido a media tarde
como quien dice siesta
o salud proverbial o me extrañaste.
(¡Y quién hasta el calor tu cuerpo extienda!)
Como reír talvez, o talvez menos.
Como lagarto a medias, si te vieron.

Hay en el libro una pieza arqueológica: un poema que escribí cuando tenía 20 años, quizá el único que sobrevive de esa época. No es para ningún muerto-muerto, como los otros, sino para alguien que se me murió en el amor. Muchos años más tarde la encontraría de nuevo, y volvería a morirse.

Para cuando murieras buscaría el retrato
guardado porque sí y te daría
un nuevo acto de amor sin compromisos
y me iría a dormir en otra parte,
tocaría la puerta y entre el sueño
tu esqueleto fugaz —fuga constante—
me dirá que me vaya, que te has muerto,
que los idos no lloran ni los hombres;
cerraría la puerta y dormido juraría
que nunca ni aquí ni en otra parte
volvería a volver,
que te quedaras en tu tiesto de flores
y si fuera posible que te fueras,
tus huesos a otra muerte,
una mujer sin sangre que te has ido,
ya para qué dormir, amor,
ya para nunca.

Veo lo que están haciendo los chavos de La Casa del Escritor a sus dieciocho años y de verdad que me da vergüenza. Igual no había un tipo que ya había pasado por "eso" diciéndome qué funcionaba y que no, o al menos qué no funcionaba, y tuve que echarme unos diez años solito, en una búsqueda de mí mismo que, después de todo, fue divertida. Me la pasé bien.
Ah: el libro tuvo también consecuencias políticas, cómo no. La segunda parte la escribí para algunos de mis amigos muertos (Hugo, Roberto La Rana, René Bascopé, Benjamín Valiente, mi abuelo Miguel, al que casi no conocí) y los comisarios de siempre me salieron con que eran demasiado "subjetivos", que no ponía énfasis en el legado revolucionario de algunos de ellos (los que eran militantes de las FPL), que debía más bien hacer cosas de tipo... uh... épico, supongo, en la onda de "has muerto pero vivirás para siempre", "tu ejemplo, compañero", etcétera. Y, junto con Historia del traidor, me valió puntos para el jucio popular que me hicieron en la semana santa de 1982. Bien al estilo Padilla, pero en chiquito, y bastó con enviarlos al diablo para que mi vida más o menos volviera a la normalidad. O casi, porque allí entra la historia de la que no hablo aquí, pero que algún día contaré, y que hizo que dejara de tomar café. (Igual me he echado algunas tazas en los últimos 24 años, en especial capuchinos helados. Lo que estaba tomando ese día era un capuchino caliente. Pinche Pávlov.)

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2 comentarios:

Anónimo dijo...

Hola, mi estimado Menjívar.
Sí... ya me volví adicto a tu blog y al de otro amigo, luego te digo cómo se llama (el blog, por supuesto)... te puede llegar a agradar (el blog, insisto).
Respecto a la historia que no quieres contar (aunque creo que sí quieres, si no, no la mencionarías), yo creo que deberías hacerlo.
Muchos mexicanos (y salvadoreños, por supuesto) merecemos saber qué clase de animales andan sueltos todavía (y con poder).
Que chingue a su madre Pavlov. Me voy a tomar un café bien cargado a tu salud.
Te mando un abrazo

Rafael Menjivar Ochoa dijo...

Que la chingue, y aquí te acompaño con una coca de dieta.
Sí, lo voy a escribir. Por algo eres mi hermano mayor, qué chingaos.