Padres, hijos, Freud y lo demás
Cuando uno es niño, el padre (o la madre, pero no hablo de ellas, aunque quizá sí de las niñas) es perfecto: el más fuerte, el más grande, el más bueno, el que es capaz de hacer cualquier cosa por uno. Y, en los niveles de conocimiento del mundo en los que uno anda, es cierto.
Cuando uno está llegando a la adolescencia, es necesario que el padre sea todo lo que uno veía en él apenas unos meses o años después. Y generalmente el padre está dejando de serlo: ya no es tan fuerte (es incapaz de cargarlo a uno, como antes), el pelo se le está cayendo y la calvicie le da un cierto aire ridículo (o por fin uno empieza a notarlo, y duele), ya no conoce todas las respuestas, los ojos de uno se aproximan peligrosamente a la altura de los suyos, y de repente los rebasan...
En la adolescencia es necesario que el padre no sea lo que uno creía. Hay que negarlo, y así uno se afianza a sí mismo como ser independiente. Si uno no rompe con el padre, si uno no lo mata ("pero con respeto", añadiría Cortázar) simbólicamente, el riesgo es convertirse en alguien bien triste y quizá desagradable ante los ojos de ese mismo adolescente que buscaba --¡vaya!, ¿qué otra cosa busca un adolescente?-- un poco de libertad para tomar decisiones y para decidir por sí mismo lo que afecte su vida. El problema es que uno no sabe lo que es la libertad, y si lo supiera no sabría cómo usarla, porque no es una cuestión de la relación de los padres con los hijos, sino de lo que se va presentando y lo que uno puede o no puede hacer en el momento en que se presenta.
Freud la puso fácil, y me parece que se ha abusado de él. Si uno tiene arranques de ira, es porque la madre abusaba de uno golpeándolo contra la pared, e igual resulta un psicópata asesino, un cura paidófilo, un genio de la electrónica, un fulano que se sabe muchos chistes. O un tipo común y corriente. Si uno es incapaz de hacer algo útil, es porque el padre era dominante y uno terminó de pobre diablo, y la madre débil, y hubo una escena que uno no tenía que haber visto. La misma explicación sirve para cualquier cosa que le pase a uno.
Y quizá haya algo de cierto, pero también está el famoso libre albedrío. Así uno haya tenido una niñez o una adolescencia asquerosa (¿y quién no, si se piensa bien?), hay cierto momento en que uno se encuentra ante una alternativa: seguir siendo ese adolescente y echarle la culpa a los padres (o a los tíos o a los hermanos o a quien sea) o tomar sus propias decisiones y pagar el precio. E igual hay niños mimados y bien protegidos que purgan penas en cárceles de alta seguridad, lo que son las cosas.
He conocido sesentones que se la pasan borrachos y viven unas amarguras terribles porque, cuando tenían trece o catorce años, sus padres hicieron algo que los marcó para siempre. Ésa es una frase bien socorrida: "Marcado para siempre." Y es cómodo que los demás sean culpables de la borrachera de uno, de la pésima educación de sus hijos, de tener un trabajo de veras aburrido o improductivo, de que nunca hayan hecho lo que querían. Todo por hacerle caso a un tipo ceñudo que le decía "Vas a hacer lo que yo mande", y el hijito sigue haciéndolo. Una escena, una sola escena de la vida, hizo que el sesentón de marras haya llegado a un punto en el que está muy cerca el final y se da cuenta de que él, no su padre o su madre, no se atrevió a ser él mismo por pasársela pensando en el interdicto de alguien que habrá muerto años atrás. Eso puede hablar del poder de los padres, pero también de que el sesentón perdió el tiempo pensando tonterías y se le fue la vida. Y la vida nunca es un camino fácil: tarde o temprano uno se encuentra enfrentado a sí mismo, y allí no hay concesiones ni lástimas. Y uno se da cuenta de que a partir de cierto momento --¿los doce o trece años, quizá?-- uno es dueño absoluto de sí mismo, y que lo que haga tendrá consecuencias.
Cuando a uno le toca estar en el extremo opuesto de la cuerdita y los hijos se ponen a ejercer lo que uno ejerció contra el padre propio, se da cuenta de que las cosas son harto difíciles, pero a la vez harto simples. La tentación siempre estuvo allí: echarle la culpa al padre (de uno) de que uno no pueda ser un buen padre. Al mismo tiempo uno sabe que sólo es un tipo como tantos millones, que en la prisa de la vida --siempre hay prisa, aunque el tiempo viaje con lentitud-- ha debido tomar decisiones y pagar sus consecuencias. Lo mismo que les ocurrió a nuestros padres. Y sólo el tiempo dirá si fueron errores o no, si pueden solucionarse o no, si uno puede hacer algo o no.
Una de las cosas que los padres asumimos con facilidad --a veces erróneamente, pero ¿quién puede decirlo?-- es el complejo de culpa por cosas que uno hizo y que afectaron a los hijos. En mi caso, mi padre me la puso en bandeja de oro (o de acero inoxidable, porque rico no era): unos meses antes de morir, me dijo que siempre se había sentido responsable de todo lo malo que me había pasado, de los fracasos matrimoniales, de ciertas inestabilidades provocadas por el exilio, a su vez provocado por deudas de conciencia que --según él-- yo pagué sin deberlas. La tentación era grande, porque andaba (yo) en un momento un tanto complicado, y de verdad que llegué a considerar que, en efecto, él era el responsable de mis broncas.
En unos segundos alcancé a examinar mi vida y me di cuenta de que no veía todo lo malo que él decía. Simplemente así había sido. No podía extrañar hechos o situaciones que no había conocido, y lo que me había pasado era... bueno... lo que tenía que pasar, y lo que en definitiva había pasado. Y le dije una frase que me salió del alma: "Si quiere tener un pretexto para sentirse mal, búsquese otro, porque yo me la he pasado muy bien." En ese momento puso una cara de extrañeza que nunca le había visto: había colocado la cabeza en el tronco y me negué a cortarla. Y de verdad que no tenía por qué. Él nomás había hecho lo que había hecho y lo que había creído correcto. No se puede descabezar a alguien por eso, y menos a un buen tipo como era mi padre. Mi esperanza, años después, es que decirle la verdad lo haya ayudado a vivir con mayor tranquilidad.
Hubo una cosa, sólo una, bien localizada en el tiempo y el espacio, bien específica y nada abstracta, que es lo más cercano a algo que --creí-- no podría perdonarle. La estuve rumiando durante años, muchos años, para sacarla en el momento oportuno. Una cosa. Sólo una. No que me amargara o me arruinara la existencia, ni que me pusiera obsesivo, pero sí era algo que debía decirle "para que quedaran las cosas claras". Cuando llegó el momento me di cuenta de que no valía la pena: lo hubiera matado antes de tiempo, y si algo he disfrutado es ese mes en el que pudimos estar juntos, reírnos, cantar, leer poesía, callar y querernos. "Lo imperdonable" es ahora algo anecdótico; lo recuerdo y me sonrío de medio lado. Y, sí, en su momento fue algo muy fuerte, pero en realidad me hizo lo que soy, y no lo que pude ser, que visto en perspectiva no me hubiera gustado nadita. Y allí descubrí que a Freud se le olvidó lo que había del otro lado de la cuerdita: el poder que los hijos pueden tener sobre uno es inmenso. Y uno es capaz de poner la cabeza donde sea por ellos, para ver si la van a cortar. La pregunta es: ¿lo harán? Y allí entra el asunto de si uno ha tomado o no las decisiones correctas, si había otras, si no hizo todo lo posible, en fin: si uno los educó bien. Y "educarlos bien" no significa que sean aburridísimos, sino que tomen las decisiones que deben tomar, aunque la cabeza de uno mismo sea la que caiga. (Metafóricamente, claro, porque también está Lizzie Borden, quien, según la evidencia foremse moderna, en realidad era inocente.)
Lo que aprendí también es que no sólo los hijos deben romper con uno: uno también debe estar dispuesto, en el momento adecuado, para mandarlos al diablo y seguir queriéndolos, aunque duela, y estar preparado para cuando ellos también lo estén. Hay casos en los que el momento de una reconciliación no llega nunca, y allí entran factores que tienen que ver con uno, pero también algunos que no: desde cómo fueron educados hasta su propia personalidad y su capacidad de tomar decisiones correctas o no, de atreverse a tomarlas o no, de querer tomarlas o no, o de esperar que uno ponga la cabeza en el lugar equivocado, en el momento equivocado, por los motivos correctos o equivocados.
Hay una ley ineludible: ya nuestros hijos tendrán hijos. Quizá lleguen a ver menos nebulosamente lo que uno no puede ver cuando es niño: que papá es sólo un tipo entre tantos, y que sólo el amor lo hace diferente.
Cuando uno está llegando a la adolescencia, es necesario que el padre sea todo lo que uno veía en él apenas unos meses o años después. Y generalmente el padre está dejando de serlo: ya no es tan fuerte (es incapaz de cargarlo a uno, como antes), el pelo se le está cayendo y la calvicie le da un cierto aire ridículo (o por fin uno empieza a notarlo, y duele), ya no conoce todas las respuestas, los ojos de uno se aproximan peligrosamente a la altura de los suyos, y de repente los rebasan...
En la adolescencia es necesario que el padre no sea lo que uno creía. Hay que negarlo, y así uno se afianza a sí mismo como ser independiente. Si uno no rompe con el padre, si uno no lo mata ("pero con respeto", añadiría Cortázar) simbólicamente, el riesgo es convertirse en alguien bien triste y quizá desagradable ante los ojos de ese mismo adolescente que buscaba --¡vaya!, ¿qué otra cosa busca un adolescente?-- un poco de libertad para tomar decisiones y para decidir por sí mismo lo que afecte su vida. El problema es que uno no sabe lo que es la libertad, y si lo supiera no sabría cómo usarla, porque no es una cuestión de la relación de los padres con los hijos, sino de lo que se va presentando y lo que uno puede o no puede hacer en el momento en que se presenta.
Freud la puso fácil, y me parece que se ha abusado de él. Si uno tiene arranques de ira, es porque la madre abusaba de uno golpeándolo contra la pared, e igual resulta un psicópata asesino, un cura paidófilo, un genio de la electrónica, un fulano que se sabe muchos chistes. O un tipo común y corriente. Si uno es incapaz de hacer algo útil, es porque el padre era dominante y uno terminó de pobre diablo, y la madre débil, y hubo una escena que uno no tenía que haber visto. La misma explicación sirve para cualquier cosa que le pase a uno.
Y quizá haya algo de cierto, pero también está el famoso libre albedrío. Así uno haya tenido una niñez o una adolescencia asquerosa (¿y quién no, si se piensa bien?), hay cierto momento en que uno se encuentra ante una alternativa: seguir siendo ese adolescente y echarle la culpa a los padres (o a los tíos o a los hermanos o a quien sea) o tomar sus propias decisiones y pagar el precio. E igual hay niños mimados y bien protegidos que purgan penas en cárceles de alta seguridad, lo que son las cosas.
He conocido sesentones que se la pasan borrachos y viven unas amarguras terribles porque, cuando tenían trece o catorce años, sus padres hicieron algo que los marcó para siempre. Ésa es una frase bien socorrida: "Marcado para siempre." Y es cómodo que los demás sean culpables de la borrachera de uno, de la pésima educación de sus hijos, de tener un trabajo de veras aburrido o improductivo, de que nunca hayan hecho lo que querían. Todo por hacerle caso a un tipo ceñudo que le decía "Vas a hacer lo que yo mande", y el hijito sigue haciéndolo. Una escena, una sola escena de la vida, hizo que el sesentón de marras haya llegado a un punto en el que está muy cerca el final y se da cuenta de que él, no su padre o su madre, no se atrevió a ser él mismo por pasársela pensando en el interdicto de alguien que habrá muerto años atrás. Eso puede hablar del poder de los padres, pero también de que el sesentón perdió el tiempo pensando tonterías y se le fue la vida. Y la vida nunca es un camino fácil: tarde o temprano uno se encuentra enfrentado a sí mismo, y allí no hay concesiones ni lástimas. Y uno se da cuenta de que a partir de cierto momento --¿los doce o trece años, quizá?-- uno es dueño absoluto de sí mismo, y que lo que haga tendrá consecuencias.
Cuando a uno le toca estar en el extremo opuesto de la cuerdita y los hijos se ponen a ejercer lo que uno ejerció contra el padre propio, se da cuenta de que las cosas son harto difíciles, pero a la vez harto simples. La tentación siempre estuvo allí: echarle la culpa al padre (de uno) de que uno no pueda ser un buen padre. Al mismo tiempo uno sabe que sólo es un tipo como tantos millones, que en la prisa de la vida --siempre hay prisa, aunque el tiempo viaje con lentitud-- ha debido tomar decisiones y pagar sus consecuencias. Lo mismo que les ocurrió a nuestros padres. Y sólo el tiempo dirá si fueron errores o no, si pueden solucionarse o no, si uno puede hacer algo o no.
Una de las cosas que los padres asumimos con facilidad --a veces erróneamente, pero ¿quién puede decirlo?-- es el complejo de culpa por cosas que uno hizo y que afectaron a los hijos. En mi caso, mi padre me la puso en bandeja de oro (o de acero inoxidable, porque rico no era): unos meses antes de morir, me dijo que siempre se había sentido responsable de todo lo malo que me había pasado, de los fracasos matrimoniales, de ciertas inestabilidades provocadas por el exilio, a su vez provocado por deudas de conciencia que --según él-- yo pagué sin deberlas. La tentación era grande, porque andaba (yo) en un momento un tanto complicado, y de verdad que llegué a considerar que, en efecto, él era el responsable de mis broncas.
En unos segundos alcancé a examinar mi vida y me di cuenta de que no veía todo lo malo que él decía. Simplemente así había sido. No podía extrañar hechos o situaciones que no había conocido, y lo que me había pasado era... bueno... lo que tenía que pasar, y lo que en definitiva había pasado. Y le dije una frase que me salió del alma: "Si quiere tener un pretexto para sentirse mal, búsquese otro, porque yo me la he pasado muy bien." En ese momento puso una cara de extrañeza que nunca le había visto: había colocado la cabeza en el tronco y me negué a cortarla. Y de verdad que no tenía por qué. Él nomás había hecho lo que había hecho y lo que había creído correcto. No se puede descabezar a alguien por eso, y menos a un buen tipo como era mi padre. Mi esperanza, años después, es que decirle la verdad lo haya ayudado a vivir con mayor tranquilidad.
Hubo una cosa, sólo una, bien localizada en el tiempo y el espacio, bien específica y nada abstracta, que es lo más cercano a algo que --creí-- no podría perdonarle. La estuve rumiando durante años, muchos años, para sacarla en el momento oportuno. Una cosa. Sólo una. No que me amargara o me arruinara la existencia, ni que me pusiera obsesivo, pero sí era algo que debía decirle "para que quedaran las cosas claras". Cuando llegó el momento me di cuenta de que no valía la pena: lo hubiera matado antes de tiempo, y si algo he disfrutado es ese mes en el que pudimos estar juntos, reírnos, cantar, leer poesía, callar y querernos. "Lo imperdonable" es ahora algo anecdótico; lo recuerdo y me sonrío de medio lado. Y, sí, en su momento fue algo muy fuerte, pero en realidad me hizo lo que soy, y no lo que pude ser, que visto en perspectiva no me hubiera gustado nadita. Y allí descubrí que a Freud se le olvidó lo que había del otro lado de la cuerdita: el poder que los hijos pueden tener sobre uno es inmenso. Y uno es capaz de poner la cabeza donde sea por ellos, para ver si la van a cortar. La pregunta es: ¿lo harán? Y allí entra el asunto de si uno ha tomado o no las decisiones correctas, si había otras, si no hizo todo lo posible, en fin: si uno los educó bien. Y "educarlos bien" no significa que sean aburridísimos, sino que tomen las decisiones que deben tomar, aunque la cabeza de uno mismo sea la que caiga. (Metafóricamente, claro, porque también está Lizzie Borden, quien, según la evidencia foremse moderna, en realidad era inocente.)
Lo que aprendí también es que no sólo los hijos deben romper con uno: uno también debe estar dispuesto, en el momento adecuado, para mandarlos al diablo y seguir queriéndolos, aunque duela, y estar preparado para cuando ellos también lo estén. Hay casos en los que el momento de una reconciliación no llega nunca, y allí entran factores que tienen que ver con uno, pero también algunos que no: desde cómo fueron educados hasta su propia personalidad y su capacidad de tomar decisiones correctas o no, de atreverse a tomarlas o no, de querer tomarlas o no, o de esperar que uno ponga la cabeza en el lugar equivocado, en el momento equivocado, por los motivos correctos o equivocados.
Hay una ley ineludible: ya nuestros hijos tendrán hijos. Quizá lleguen a ver menos nebulosamente lo que uno no puede ver cuando es niño: que papá es sólo un tipo entre tantos, y que sólo el amor lo hace diferente.
7 comentarios:
A los padres siempre les encontramos defectos( que lo digo por experiencia),que si nos cuidan demasiado por sobreprotectores, si no nos dicen nada por queno nos cuidan. Si nos castigaron con golpes, que nosmaltrataron, que si no lohicieron, que son los culpables de nuestra indisciplina!
Y es que en cierto modo y de cierta forma, todos tienen la culpa de todo, ellos por no saber como criarnos y nosotros por no conocer y actuar de manera compulsiva.
a mis padres, que por cierto, los culpe de todo en mi adolescencia (o sea, el año pasado ajajaja), reconozco que nadie nace aprendido, mucho menos para educar a un hijo.. Ya me las veré con mi hija mayor yo misma ...cuando la tenga!
Cada caso es un caso particular. Yo soy más bien bajito y nunca llegué a ser más alto que mi padre y él nunca llegó a perder el pelo. Si algún día llegó a no poder alzarme en brazos, no me acuerdo. El único defecto que tenía era que era sordo, y nunca llegué a sentirlo como una señal de envejecimiento, ya que era algo congenital, era sordo desde la niñez. Lo que recientemente he descubierto era que no sólo era congenital sino que además era hereditario, hace buen rato que sólo escucho lo que quiero oír, hasta la fecha me había hecho el sordo sobre el asunto, pero los exámenes que acabo de hacerme son sin apelación: tengo un 30-40 % de facultad auditiva. Soy sordo, como mi padre. Padecer la misma enfermedad que su padre es una excelente manera de estrechar los lazos que la adolescencia talvez pudo aflojar.
No generalicemos; nunca quise matar a mi padre ni cogerme a mi madre.
En cuanto a Freud, creo que hay que tomar en cuenta dos cosas.
1. Era un pionero. El iba explorando cosas que nunca se habían explorado antes, y hay que ser clemente, como hay que serlo con Saussure en lingüística. Los tipos plasmaron sus intuiciones en fórmulas, a veces excesivas y erróneas, pero iban tanteando en la nada. Y me parece que si es legítimo criticar algunas de sus opiniones, siempre hay que hacerlo recordando que eran pioneros.
2. Freud era un médico, un patólogo. Su teoría parte de la observación de casos patológicos y que además tenían todos el mismo perfil: mujeres casadas, burguesas, austriacas, y que además se habían sentido tan mal que habían tocado el timbre de su consultorio. De ahí a sacar conclusiones sobre la humanidad, pufff... Esto no le resta interés a la obra de Freud, por supuesto. Nada más incita a ser prudente en cuanto a su generalización.
Con mi padre, me paso alreves, nunca pense que fuera alguien sobresaliente, pero siempre lo quise y lo he querido. Quizas desde como los 10 años, busque modelos o idolos fuera de mi padre. Negaba lo que me decia, asumiendo que yo sabia mas. Luego hubo un momento en mi adolescencia que me sentia avergonzado de el, quizas por que no habia estudiado y los papas de mis amigos si, me daba pena decir su trabajo y todo eso. Comence la universidad, y seguia teniendo pena, pero luego, viendo a mis profesores, sus familias, la calidad de vida (emocional) que brindaban a estas. Las familias destrozadas de mis compañeros. Comence a valorar al viejo, paciente, y con una gran sabiduria... en los momentos dificiles de mi vida de universitario, recordaba esos consejos que de manera natural fluian de mi papa, no como un cura que advierte el infierno si lo desobedecen, sino con simpleza. Me di cuenta, al trabajar, que no importa que tan educado pueda ser alguien, si su familia se va al traste por no poder controlar sus instintos. Mi padre, sin estudios universitarios, logro crear en conjunto con mi madre, un hogar exitoso en que todos nos queremos a pesar de la distancia. Ahora que estoy estudiando un postgrado, rodeado de gente con grados academicos avanzados, y yo mismo siguiendo ese camino, lo veo mas claro... el viejo del que me avergonzaba es mas digno de imitar que todos los viejos con doctorado en universidades extranjeras. Y de un tiempo para aca lo he pensado, si yo puedo llegar a ser la mitad de lo que es mi padre, sere un hombre feliz. El me ha enseñado a no envanecerme por mis logros, a no creerme mas que los demas. A ser honesto, no por que sea lo correcto, sino por que uno no debe complicarse la vida ni complicarsela a los demas... Mi papa nunca fue superman para mi, nunca me importo ver el paso de los años por el... por que mientras el ha envejecido, me demuestra mas y mas, lo sabio de su comportamiento. Cada relacion, padre-hijo, madre-hijo es diferente.
Saludos.
PD. Creo que escribir esto, me ha servido mucho... gracias por hacerme pensar al respecto de mis sentimientos hacia mi padre.
bk: Tener hijos, sean como sean, es una de las experiencias que uno tiene que vivir antes de irse a donde quiera que vaya. Tengo cuatro, de cuatro etapas diferentes de mi vida, y cada uno hace lo que debe hacer. Eso me gusta a veces, a veces no, pero me enorgullece.
Thierry: Ya ne habías contado lo de la sordera, pero no qué tan avanzada iba. Conociéndote, imagino que de allí han salido conocimientos y sabidurías de lo más valiosos, que espero compartamos. Por otra parte, soy un fan abyecto de Freud. El tipo era un genio, y además un escritor fuera de serie. Lo que digo es que la puso bien fácil, y hasta cierto grado tiene la razón. Hasta que los hijos tienen unos doce años, dependen mucho de cada gesto, de cada palabra, de cada cosa que uno diga o haga, porque están preparando su vida futura. A partir de cierto momento, deben tomar sus decisiones. Si uno no lo permite, para protegerlos o para lo que sea, está mutilándolos, porque serán adultos incompletos. Y eso es triste. De Freud me gusta su capacidad de aprendizaje y de cambio; nunca dio por cerrada una sola de sus teorías, y las fue modificando y corrigiendo a lo largo del tiempo. Lo que me cae mal de los freudianos es que no aprendieron eso de él. Hay muchos que todavía están casados con teorías que Freud descartó mucho antes de ser Don Sigmund. Chale ellos.
dr. kabuto: Gracias por el comentario. De verdad estoy conmovido. Mis antecesores, y varios contemporáneos, fueron y siguen siendo obreros y artesanos. Yo fui el primero de la familia en nacer en la clase media, y eso me enorgullece, porque hubo mucha gente trabajando durante generaciones para eso. Igual empecé a trabajar joven, a eso de los 15 años, y ya llevo 31 años en eso. Mi abuelo, chofer y mecánico automotriz, era un tipo bajito y callado. Rara vez hablaba, pero cuando lo hacía soltaba de ésas que años después todavía las estoy pensando. Gran tipo, mi abuelo.
No creo poder añadir algo a lo que has dicho en tu post. Quizá un pequeño matiz: si uno no mata a su padre en algún momento de la vida, al menos debe mandarlo a freir espárragos. Si no se hace, uno seguirá siendo algo un poco niño toda la vida, no completará su proceso de ser persona.
Respecto a lo que dice Bk, los padres nos marcan de manera involuntaria. Y *siempre* hay una marca. Es más, hechos que para cualquier otra persona pudieron ser irrelevantes, resulta que a nosotros en particular nos dejaron una huella indeleble. Y si los hechos son objetivamente "traumáticos", pues con mayor razón. Y por muchas buenas intenciones que hagan los padres para no machucarnos la psique, siempre lo terminarán haciendo.
Todos cargamos esa marca, esa herida que nos configura nuestro carácter. Si logramos sanarla podremos crecer sanamente; si no, pues seremos un remedo de lo que pudimos ser.
Por último, me impactó lo que escribió el Dr. Kabuto.
saludos a todos.
Yo siempre he tenido conflictos menores con mis padres, cosas de ir a cortarme el pelo u ordenar mi cuarto, nada del otro mundo, y no creo que sea necesario matar al padre para llegar a ser un hombre, ni cogerse a la madre, ni sacarse los ojos rascándose el fondo de las órbitas con las uñas como de manera tan sensual lo cuenta Séneca en su tragedia... Lo más interesante del tema, de todas formas, es la relación con los hijos (no con los padres) y estoy totalmente de acuerdo con todo. Una cosa que me impresiona en mi relación con mis hijos es ver hasta qué punto, siendo yo un padre de los más blandos, o sea de los menos directivos y de los más anuentes a tomar en cuenta sus peticiones, me respetan. Mi relación con mis hijos es un ejemplo de cada día de que el discurso conservador según el cual hay que ser inflexible para ser obedecido es una bobada total.
Rafael: nunca cuestioné tu respeto para con don Sigmund; si no me equivoco incluso llegaste a decirme un día que eras tan freudiano que incluso te habías enamorado de la madre de Freud. ¿o lo soñé?
Thierry: No lo soñaste. Estoy enamorado de la mamá de Freud, como un homenaje al Maestro, porque de ella no he visto ni siquiera una foto. Pero las consecuencias de ese enamoramiento en Segismundito son obvias, ¿no?
Lo de "matar al padre" es más bien confrontarlo y romper con él y después reconciliarse y verlo con cariño (y con un nuevo tipo de respeto, del que ha hablado el Dr. Kabuto. No tiene que ver con el respeto, creo. Conozco a gente muy querida que siempre con una buena relación con su padre, incluso en la adolescencia, se le murió el susodicho y se quedó con un montón de asuntos irresueltos precisamente porque no hubo esa confrontación, que lleva a la adquisición de una personalidad propia. Igual es un rollo que se resuelve con el tiempo y la madurez (¡y con los hijos!), nomás que no es el proceso "natural". Tampoco hay que llegar al estilo Karamázov, que es una mezcla de ambas cosas: el rencor y el terror y la confrontación constante y a la vez la sumisión total, pero con Dostoyevski ya se sabe.
Fíjate la gente que no conoce a sus padres: en la adolescencia hay un proceso de búsqueda y de identificación (aun por contraposición) que es casi febril. Tiene que ver con lo mismo: los padres son la identidad de uno. Y las madres también, cómo no, pero allí el rollo es otro, al menos para los hombres. Creo.
Publicar un comentario